
Este
año, sin embargo, he saldado con placer esa deuda y el leído aquel libro que
eludí tontamente, y no me pareció cursi sino más bien hermoso. Lo menos que puedo
hacer entonces es escribir estas notas.
Juan
Ramón Jiménez fue
un poeta español, nacido en 1881 y muerto 1958. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1956. Fue partidario de la república
durante la guerra civil española de 1936 y tuvo que dejar España incluso antes
del triunfo del franquismo a causa de la creciente hostilidad contra los
intelectuales por parte de la prensa socialista. Vivió su exilio en Estados
Unidos y Puerto Rico.

Entre sus obras podemos citar Ninfeas, Almas de violeta, 1900, Rimas,
1902, Arias tristes, 1902, La soledad sonora, 1911, Sonetos
espirituales, 1917, Diario de un poeta
recién casado, 1917, Platero y yo (edición
completa), 1917, etc.
El libro, a despecho de su forma narrativa, es poesía de principio a fin y narra la tierna relación del poeta con su burro, Platero, siendo el elemento central el sentimiento amoroso mutuo. Por las características
de la obra y el ideario artístico del autor me seduce abordar su análisis a la luz del formalismo ruso, escuela crítica preocupada por el
análisis inmanente del texto literario, independiente del contexto y la
biografía del autor, poniendo énfasis en aquello que hace que un texto sea literario
y se diferencie de cualquier otro tipo de escrito. Para esta escuela, el
lenguaje cotidiano se genera en forma automática y su discurso no produce extrañeza. En cambio, un texto literario logra la desautomatización del
lenguaje, provocando en el lector una suerte de extrañamiento, en términos del cual se ha de aquilatar la obra.
Una
aproximación purista, por lo tanto, me obligaría a prescindir por completo de
elementos externos al texto y no creo eso sea posible. En cambio, no resulta
difícil encontrar elementos que muestren el valor inmanente de la obra. Ya en
la «advertencia» se observa un lenguaje que se aleja del uso cotidiano. La cita
a Novalis hermana el relato con un corpus
artístico, un referente que, a despecho de ser un anclaje cultural trascendente
y externo a la obra[1],
evidencia un recurso literario (hablar con la voz de otro, pensar con las ideas
de otro) que lo desmarca del habla habitual, mucho más inmediatista, de modo
que esta cita es ya un esbozo de desautomatización. Es más, se trata de una
cita metafórica «Dondequiera que haya niños, existe una edad de oro», lo que le
da un valor mayor como recurso literario, reforzando el extrañamiento. Pero ya
antes, en la primera frase, Juan
Ramón Jiménez utiliza el hipérbaton («este breve
libro», en lugar de este libro breve) y luego una metáfora que hermana la
alegría y la pena («la alegría y la pena son gemelas»), anticipando las
emociones que el lector experimentará en el libro, sin que al hacerlo le
arrebate el placer de irlas descubriendo. Hemos de tener en cuenta que se trata
de una «advertencia», el autor aún no ha entrado de lleno en la obra y ya
prodiga un lenguaje que lo aparta de la norma. En el último párrafo derrocha
recursos: «Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños;
siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo». En un lenguaje normativo tendría
que haber dicho: «En mi vida, que es triste, siempre encontré la alegría de la
niñez». Las comparaciones se siguen de metáforas: «Edad de oro de la niñez» se
compara con una «isla de gracia, de frescura y de dicha», que es a su vez otra
metáfora, en la medida en que apela a una etapa de la vida marcadamente
distinta de las demás y de ahí su carácter insular. Como es de esperar, esta
prodigalidad de recursos, con la consecuente desautomatización del lenguaje,
prosigue en el resto del libro. Imágenes, comparaciones, metáforas que permiten
que incluso el paisaje presente connotaciones anímicas: «Ahí está el ocaso, todo
empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera.
A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y
las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de
una esencia mojada, penetrante y luminosa. Yo
me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros,
se va, manso». No es solo el embelesamiento lo que trasmite este pasaje.
También comunica paz y calma, y, a la vez, melancolía y cierto monto de
angustia (la herida, la sangre).
De
entre las frases más bellas destaco aquella que dice: «Los espejos de azabache
de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro». Uno se queda
maravillado por la imagen, al tiempo que disfruta la última metáfora (la
primera, «los espejos de azabache» ha ido desgastándose con el tiempo, si bien
conserva su eficacia). El lenguaje cotidiano se conformaría con decir que
Platero tiene los ojos negros, lo que demuestra el logro estético del autor, al
conseguir que los ojos de Platero (y Platero) resulten algo único.
La
narración (fábula) es apenas una excusa para la belleza y lo que en verdad
interesa es cómo está contada la historia. Cuesta encontrar, incluso leyendo el
texto completo, demasiados motivos determinantes. Podría citar la alegría (lo
entrañable que era Platero, cómo lo querían los niños y la relación mutuamente
amorosa y comprensiva con el poeta); la tristeza (la muerte de Platero, la niña
tísica) y nuevamente la alegría (el alma de Platero vive)[2].
Entre los motivos libres puede referirse el episodio del perro sarnoso
(capítulo XXVII), aunque comparte también el determinante de la tristeza. El
motivo de la alegría (título del tercer capítulo) aparece ya en el capítulo I.
En la descripción de Platero, se explicita con una metáfora: «viene a mí con un
trotecillo alegre que parece que se ríe». El motivo del ocaso, en el segundo
capítulo, podría comprenderse, no solo como un elemento bucólico y anímico,
sino también como la anticipación del motivo de la muerte, lo que hablaría de
una armonía en la construcción del relato, estructurándolo como una polifonía
construida en diferentes niveles semánticos y formales. La frase «se dijera, a cada
instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado...», podría entenderse
como un anticipo de la resurrección de Platero, replicando en un capítulo la
estructura general de la obra[3].
Debo
concluir sabiendo que estas páginas resultan insuficientes para una crítica,
incluso de un texto tan breve como Platero y yo. El formalismo
ruso no se agota en los aspectos que he
esbozado y quedaron pendientes importantes aproximaciones, como las de Vladimir Propp. Por otra parte, me parece necesaria
una mayor flexibilidad al estudiar un texto, de modo lograr mayor riqueza
interpretativa. Utilizar más de una aproximación teórica sería, a mi modo de
ver, no solo una buena opción sino además una necesidad.
Termino
recomendando la lectura de Platero y yo a todos quienes aman la poesía y
vibran con la belleza.
[1] Parte del credo del formalismo ruso era
que la obra literaria debía ser estudiada sin relación con otros textos, sin
embargo, he preferido no abordar la crítica de un modo purista, de manera de
poder mostrar un recurso literario más, que ejemplifica, por partida doble, la
desautomatización que consigue Juan
Ramón Jiménez.
[2] El concepto de vida, muerte y
resurrección, propio del cristianismo, aparece aquí como nuclear, resulta ser
el motivo que subyace en el nivel inferior de la trama y una muestra de cómo es
imposible sustraerse de los determinantes culturales. Bajtín consideraba que la ideología no
puede separarse de sus productos.
[3] No corresponde, dentro del marco
teórico que sigo, preguntarse si el autor era consciente o no de las
anticipaciones que observo, en cambio me parece que hablan de una obra de
varios niveles, correctamente integrados.
Excelente cirugía literaria al texto...
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