sábado, 12 de octubre de 2019

PLATERO Y YO




Tenía una deuda con Juan Ramón Jiménez y con Platero y yo. Aún no lo había leído, a pesar de que la obra forma parte del canon literario en lengua española y, hasta no hace tantas décadas, del canon escolar de mi país. Me negaba, con la tozudez de la juventud, que no siempre se va tan pronto como pasan los años, a acceder a una lectura que se me figuraba bastante cursi y, en el mejor de los casos, pasada de moda. Nada que pudiera competir con un Cortázar o un Vargas Llosa, para citar solo a dos mis ídolos de entonces.

Este año, sin embargo, he saldado con placer esa deuda y el leído aquel libro que eludí tontamente, y no me pareció cursi sino más bien hermoso. Lo menos que puedo hacer entonces es escribir estas notas.

Juan Ramón Jiménez fue un poeta español, nacido en 1881 y muerto 1958. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1956. Fue partidario de la república durante la guerra civil española de 1936 y tuvo que dejar España incluso antes del triunfo del franquismo a causa de la creciente hostilidad contra los intelectuales por parte de la prensa socialista. Vivió su exilio en Estados Unidos y Puerto Rico.

Pertenece la generación del 14 y es parte del novecentismo español, junto con autores como León Felipe y José Ortega y Gasset. Uno de los ideales de este movimiento era la creación de un «arte puro», cosa que en Platero y yo se hace patente.

Entre sus obras podemos citar Ninfeas, Almas de violeta, 1900, Rimas, 1902, Arias tristes, 1902, La soledad sonora, 1911, Sonetos espirituales, 1917, Diario de un poeta recién casado, 1917, Platero y yo (edición completa), 1917, etc.

El libro, a despecho de su forma narrativa, es poesía de principio a fin y narra la tierna relación del poeta con su burro, Platero, siendo el elemento central el sentimiento amoroso mutuo. Por las características de la obra y el ideario artístico del autor me seduce abordar su análisis a la luz del formalismo ruso, escuela crítica preocupada por el análisis inmanente del texto literario, independiente del contexto y la biografía del autor, poniendo énfasis en aquello que hace que un texto sea literario y se diferencie de cualquier otro tipo de escrito. Para esta escuela, el lenguaje cotidiano se genera en forma automática y su discurso no produce extrañeza. En cambio, un texto literario logra la desautomatización del lenguaje, provocando en el lector una suerte de extrañamiento, en términos del cual se ha de aquilatar la obra.


Una aproximación purista, por lo tanto, me obligaría a prescindir por completo de elementos externos al texto y no creo eso sea posible. En cambio, no resulta difícil encontrar elementos que muestren el valor inmanente de la obra. Ya en la «advertencia» se observa un lenguaje que se aleja del uso cotidiano. La cita a Novalis hermana el relato con un corpus artístico, un referente que, a despecho de ser un anclaje cultural trascendente y externo a la obra[1], evidencia un recurso literario (hablar con la voz de otro, pensar con las ideas de otro) que lo desmarca del habla habitual, mucho más inmediatista, de modo que esta cita es ya un esbozo de desautomatización. Es más, se trata de una cita metafórica «Dondequiera que haya niños, existe una edad de oro», lo que le da un valor mayor como recurso literario, reforzando el extrañamiento. Pero ya antes, en la primera frase, Juan Ramón Jiménez utiliza el hipérbaton («este breve libro», en lugar de este libro breve) y luego una metáfora que hermana la alegría y la pena («la alegría y la pena son gemelas»), anticipando las emociones que el lector experimentará en el libro, sin que al hacerlo le arrebate el placer de irlas descubriendo. Hemos de tener en cuenta que se trata de una «advertencia», el autor aún no ha entrado de lleno en la obra y ya prodiga un lenguaje que lo aparta de la norma. En el último párrafo derrocha recursos: «Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo». En un lenguaje normativo tendría que haber dicho: «En mi vida, que es triste, siempre encontré la alegría de la niñez». Las comparaciones se siguen de metáforas: «Edad de oro de la niñez» se compara con una «isla de gracia, de frescura y de dicha», que es a su vez otra metáfora, en la medida en que apela a una etapa de la vida marcadamente distinta de las demás y de ahí su carácter insular. Como es de esperar, esta prodigalidad de recursos, con la consecuente desautomatización del lenguaje, prosigue en el resto del libro. Imágenes, comparaciones, metáforas que permiten que incluso el paisaje presente connotaciones anímicas: «Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa. Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso». No es solo el embelesamiento lo que trasmite este pasaje. También comunica paz y calma, y, a la vez, melancolía y cierto monto de angustia (la herida, la sangre).

De entre las frases más bellas destaco aquella que dice: «Los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro». Uno se queda maravillado por la imagen, al tiempo que disfruta la última metáfora (la primera, «los espejos de azabache» ha ido desgastándose con el tiempo, si bien conserva su eficacia). El lenguaje cotidiano se conformaría con decir que Platero tiene los ojos negros, lo que demuestra el logro estético del autor, al conseguir que los ojos de Platero (y Platero) resulten algo único.

La narración (fábula) es apenas una excusa para la belleza y lo que en verdad interesa es cómo está contada la historia. Cuesta encontrar, incluso leyendo el texto completo, demasiados motivos determinantes. Podría citar la alegría (lo entrañable que era Platero, cómo lo querían los niños y la relación mutuamente amorosa y comprensiva con el poeta); la tristeza (la muerte de Platero, la niña tísica) y nuevamente la alegría (el alma de Platero vive)[2]. Entre los motivos libres puede referirse el episodio del perro sarnoso (capítulo XXVII), aunque comparte también el determinante de la tristeza. El motivo de la alegría (título del tercer capítulo) aparece ya en el capítulo I. En la descripción de Platero, se explicita con una metáfora: «viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe». El motivo del ocaso, en el segundo capítulo, podría comprenderse, no solo como un elemento bucólico y anímico, sino también como la anticipación del motivo de la muerte, lo que hablaría de una armonía en la construcción del relato, estructurándolo como una polifonía construida en diferentes niveles semánticos y formales. La frase «se dijera, a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado...», podría entenderse como un anticipo de la resurrección de Platero, replicando en un capítulo la estructura general de la obra[3].

Debo concluir sabiendo que estas páginas resultan insuficientes para una crítica, incluso de un texto tan breve como Platero y yo. El formalismo ruso no se agota en los aspectos que he esbozado y quedaron pendientes importantes aproximaciones, como las de Vladimir Propp. Por otra parte, me parece necesaria una mayor flexibilidad al estudiar un texto, de modo lograr mayor riqueza interpretativa. Utilizar más de una aproximación teórica sería, a mi modo de ver, no solo una buena opción sino además una necesidad.
Termino recomendando la lectura de Platero y yo a todos quienes aman la poesía y vibran con la belleza.
(Dejo un enlace a un vídeo con un audiolibro).




[1] Parte del credo del formalismo ruso era que la obra literaria debía ser estudiada sin relación con otros textos, sin embargo, he preferido no abordar la crítica de un modo purista, de manera de poder mostrar un recurso literario más, que ejemplifica, por partida doble, la desautomatización que consigue Juan Ramón Jiménez.
[2] El concepto de vida, muerte y resurrección, propio del cristianismo, aparece aquí como nuclear, resulta ser el motivo que subyace en el nivel inferior de la trama y una muestra de cómo es imposible sustraerse de los determinantes culturales. Bajtín consideraba que la ideología no puede separarse de sus productos.
[3] No corresponde, dentro del marco teórico que sigo, preguntarse si el autor era consciente o no de las anticipaciones que observo, en cambio me parece que hablan de una obra de varios niveles, correctamente integrados.

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