En las siguientes líneas, me propongo mostrar
diversos tipos de narrador, sin pretender agotarlos. No se trata de un estudio
riguroso, sino de una breve aproximación, una suerte de boceto, con ejemplos
que permitan una mejor compresión. Cualquier esquematización será, ¿cómo no?,
una pobre aproximación a la narrativa que palpita en cada una de las líneas de
un buen libro.
Como concepto general, se entenderá el
narrador como la voz que nos cuenta la historia que leemos. No es el autor sino
una de las herramientas, quizá la principal, de las que se vale para narrar una
historia. No es el personaje, aunque puede aparentar ser la voz de uno de
ellos. Para algunos autores, el narrador es el primer personaje que crea el escritor,
ya que a menudo tiene una visión de mundo que le es propia, que no tiene por
qué coincidir con la del autor ni con la de los personajes, a los que podría
incluso criticar.
Según su compromiso con lo narrado, puede ser
un narrador más o menos distante o más o menos cercano, por lo que su óptica
puede variar desde la indiferencia más absoluta hasta la empatía por algún
personaje o por la historia. La cercanía puede ser emocional, o puede ser un
mero artefacto de la óptica que utiliza (punto de vista).
El narrador puede permanecer invisible, sin
inmiscuirse, permitiendo que la narración se desarrolle por sí sola, o hacerse
visible, mostrarse, ya sea como un comentarista o con cualquier otro tipo de
intervención que lo haga presente ante el lector, a veces sutilmente, y otras,
como si fuera un aparte en la historia. Es lo que se conoce como narrador
intruso.
Es común en la narrativa contemporánea el uso
de más de un narrador, para poder cambiar el punto de vista, la cercanía
afectiva, la información que se entrega, cuándo se entrega, cómo se entrega,
etc. Las mudas de narrador pueden estar claramente delimitadas, y cada uno
narrar un capítulo, o partes de un capítulo, o darse incluso en un mismo
párrafo o en una misma línea. De ello resultará la mayor o menor eficacia de la
narración.
PRIMERA
PERSONA SINGULAR:
Narra desde
el yo. Es un narrador cercano a lo que cuenta, a menudo muy cercano, casi como
la piel del personaje. Puede saber todo o casi todo lo que cuenta:
El lunes tuve diarrea. Detesto los baños de la
oficina, huelen a desinfectante, siempre parece que los acabaran de asear, y
sin embargo, si uno se fija bien, en el piso hay pelos, y en los sanitarios
rara vez falta un vello ensortijado. Pero no podía volver a mi departamento
cada vez que me sentía impelido a pujar. Y en el wáter, no podía dejar de darle
vueltas al tema. Estaba pálido. Varias veces me sentí desvanecer.
El gerente no me llamó; quien me habló fue el
contador; pero lejos de comunicarme que estaba despedido, preguntó cómo me
sentía. Le dije que bien, pero me di cuenta de que no me creyó. Diez minutos
después, su secretaria me dijo que fuera al médico, que el contador se ocuparía
de informarle al gerente lo que me había ocurrido. Fui terminante: jamás me
retiro antes de la hora.
(«La regularidad de las cosas»)
Puede
tener vacilaciones, dudas, ignorar ciertos aspectos y mezquinar otros:
Debí
dormirme temprano y tal vez soñé. Un golpeteo inapelable en la puerta me
despertó. La madera era maciza, por lo que supuse que quien llamaba lo hacía
con los nudillos doloridos. Esta observación me libró de cualquier fantasía
libidinosa: una mujer no se estropearía los dedos golpeando con tal
determinación. Abrí recelando. Un árabe de mirada torva me dijo que me traía
noticias de cierto sultán cuyo nombre prefiero no revelar. Le pedí que me
esperara en la recepción para poder vestirme en forma apropiada.
(«El limón de Marrakech»)
PRIMERA
PERSONA DEL PLURAL:
Narra
desde el nosotros: no es tan íntimo como el narrador en primera persona singular,
pero aporta cierta ambigüedad –¿quiénes son quienes narran?– y a la vez la
sensación de una verdad compartida; se usa poco y generalmente muda a un
narrador en primera persona singular:
Durante el invierno, los ríos se salían de sus
cauces, llevándose los puentes, y los caminos se llenaban de lodo y se tornaban
intransitables, de modo que antes de que empezara la temporada de lluvias,
nuestros padres nos enviaban a la casa de la abuela, en el pueblo. El viaje lo
hacíamos en una berlina desvencijada, tirada por dos lustrosos caballos
azabaches. Un cochero de librea, cuya tela luctuosa y desgastada se
deshilachaba en las mangas, dormitaba sobre el pescante, y cada tanto, se
espantaba las moscas del sombrero y hacía restallar el látigo en el aire, para
que no se pensara que el coche se gobernaba solo y que él viajaba de balde.
Tras nosotros, iba una procesión de carretas, que a cada vuelta de rueda,
rechinaban como quejándose.
(«El último juego de invierno»)
SEGUNDA
PERSONA:
Narra desde el tú. No es de fácil manejo y no se
usa mucho, pero no constituye una rareza; podría ser omnisciente, o ser solo
observador. Su límite está en la forma en que apela al lector, ya que se limita
a narrar lo que le debió sucederle a ese tú; si excede este límite, puede mudar
hacia un narrador en tercera persona. Aporta una fuerza narrativa mayor,
involucrando al lector casi como si se narrara acerca de él.
Diciembre es agitado, intenso, sin siquiera un
respiro para almorzar. Pasa el lunes y el martes y el miércoles. No sabes bien
qué día es. Ni qué hora. Lo mismo pueden ser las tres de la tarde o las cinco
de la madrugada. El trabajo es arduo y te duele la cabeza. Pareces un zombi respondiendo
los llamados telefónicos y los pedidos urgentes desde Japón. Sabes que el
embarque no va a estar listo a tiempo, pero de todos modos respondes que sí. Te
pesan los pies. Fumas otro cigarrillo para sentirte mejor. ¿Cuántos ya?
¿Veinte, cuarenta? Tres noches sin dormir. Te cuesta decir una palabra, como
si la lengua te pesara, y tu voz es una retahíla incomprensible incluso para
ti. Tu secretaria nota que estás pálido, te preguntas si estás enfermo y te ofrece
―¡Dios mío, otra vez!― una taza de café.
(«Barrio bullicioso»)
TERCERA
PERSONA:
El
narrador toma distancia respecto de lo que narra. Se sitúa afuera. Puede
saberlo todo como si fuera un dios (narrador omnisciente), o haber tenido
noticias del hecho y no conocer todos los aspectos de lo que ocurrió (narrador
testigo, que puede ser testigo de testigos), o solo tener acceso a lo que ve y limitarse
a narrar aquello, sin conjeturar los que no sabe (narrador observador); en caso
de hacerlo, se trataría de un narrador intruso, que desliza hipótesis u opiniones,
o se ríe o conduele del personaje. Onetti denostaba a sus personajes, opinaba
mal de ellos, los maltrataba (Vargas Llosa habla de un estilo crapuloso).
Narrador
omnisciente:
Robles
era un policía viejo, mañoso, acostumbrado a arrancar confesiones sin dejar
marcas visibles. Era un hombre alto, de piel aceituna, rostro abotagado,
bigotes espesos y ojos de buey manso; usaba un abrigo largo y negro, que no
abotonaba nunca, ni siquiera cuando llovía. Compraba la talla más grande, pero
como su barriga era enorme, jamás lograba abrocharlo. Solía decir, entre risas,
que así era cómo usaban el abrigo los comisarios del antiguo oeste, que de ese
modo podían desenfundar la pistola más rápido.
Caminaba
dando pasos enérgicos, como para dar a entender que aún era capaz de correr
tras un sospechoso; pero todas las mañanas, sus subordinados, lo veían subir
jadeando las escaleras del cuartel. Me pilló la hora, Ramírez –le decía a su
ayudante, para justificarse–; me tuve que venir corriendo.
(«El
oficio de la fuga»)
Owen
estaba orgulloso de estirpe, a pesar de las circunstancias que rodearon su
origen. El gringo violó a su madre una sola vez, en un establo, en medio de
mugidos y olor a mierda, una mañana helada, después de la ordeña. La joven se
dio cuenta de su estado al cabo de un mes, y aunque buscó a una comadrona que
la hiciera abortar, los bebedizos que le dio y los tallos que le metió entre
las piernas, no lograron su objetivo. Tampoco la paliza que le dio su padre.
Owen
fue tardo para nacer. Llegó casi al décimo mes. Cuando la partera lo tuvo entre
las manos, arrugado, feo y lacio, pensó que el niño había nacido muerto, por lo
que lo dejó en una palangana que se solía usar para hacer mantequilla, y que a
pesar de haber sido enjuagada con agua hervida, aún olía a leche agria. Luego
la comadrona se desentendió de él y se dedicó a restañar la hemorragia que
brotaba de las entrañas de la madre. Sus esfuerzos, al igual que unos meses antes,
no dieron resultados. La joven falleció exangüe.
(«La
traición del sargento Owen»)
Narrador
testigo:
El partido empezó con cinco minutos de
retraso. Desde el principio se notó la diferencia; los capitalinos, más
cancheros, tocando a ras de piso, cuidando el balón. Los nuestros, nerviosos;
se les notaba la impericia, sobre todo en los primeros minutos. Pero de los
quince pa delante, estuvieron, lo que se dice, paraditos. A fin de cuentas, mucha
pelota en el medio campo y los primeros cuarenta y cinco terminaron con el
marcador en blanco. Hasta ahí no era mal negocio.
Pero Briones estaba mudo, el pobre bufaba en
lugar de respirar...
Por Diosito que no nos dimos cuenta. Todos
pensamos que después habría tiempo pa explicarle, lápiz en mano y sacando
cuentas en una servilleta, que bastaba con un empate para que el equipo subiera
a primera división...
Pero a los diez minutos del segundo tiempo
vino el tiro libre... Un faul tonto, don René, usted no lo va creer. Un central
que estaba adelantado, Zambrano, me parece, se vino por la punta derecha, casi
sin peligro... Pero Ortiz, de puro nervioso, le metió leña; una patada clarita
a dos metros del árbitro. Por suerte no le mostraron tarjeta, puro palabreo no
más.
Vino el pitazo y Jaime Baeza ―que no es el
camión Baeza, porque ese es estoper y juega en Iberia―, le dio con borde
externo, pie derecho, fuerte y combado, justo por encima de la barrera... Un tiro
al ángulo, como puesto con la mano. Dejó parado a nuestro arquero; nada que
decir, precioso gol.
A todos se nos vino la noche encima. Pero para
Briones fue peor. Se dejó caer en el asiento, agarrándose el pecho con las
manos. Nosotros nos miramos preocupados. Alguien sacó una botella de pisco, que
había metido de contrabando, y se la dio. Parece que le hizo bien, porque se
abrochó el abrigo para capear el frío y al poco rato estaba avivando al equipo.
La pena no duró ni diez minutos, porque vino
el gol de Casas, que también fue bonito, porque la agarró en el aire y le salió
una emboquillada perfecta, que pilló mal parado al meta Cortés.
Briones bailó de gusto y compró sándwiches
para todos. La botella de pisco ya se había acabado, pero uno de los muchachos
convidó una de tinto, que pasó de boca en boca.
(«La final»)
Narrador
observador (cámara cinematográfica):
Una vela ilumina los rostros de ambos hombres,
que beben, mientras la cera se derrite y cae, como un espeso llanto, abrazando
el gollete de la botella polvorienta que le sirve de candelabro.
El más joven tiene los ojos claros y un bigote
afilado, que mientras habla, le imprime a su rostro una inequívoca expresión de
zorro. El mayor tiene el gesto triste y bebe en silencio.
(«El peso de los días»)
Narrador
intruso:
Este
narrador no se limita a la tercera persona. No es raro que aparezca también en
la primera persona, como suele darse en Borges. En autores como Kundera la
intrusión se verifica como discurso filosófico. El siguiente ejemplo está en
primera persona:
Siempre he sido un tipo fiel, y cuando me
entró la comezón, cuando me puse a pensar en un par de piernas depiladas,
lencería, medias caladas, zapatos de tacón, de inmediato se lo dije a mi
señora. Ríase si quiere, pero así no más fue; yo no me soy de esos mojigatos
que le da un piquito desabrido a su esposa y le dice que todo va de maravillas,
cuando ya hace tiempo que se aburre cuando hace el amor. Y, peor que eso, que
sabe que también ella se aburre y, con todo derecho, ya se ha puesto a pensar
quizá qué cosas. Y si no las piensa, las sueña; los sueños no mienten; pero no
voy a aburrirlo con filosofías, solo me gustaría que pensara cuándo fue la
última vez su mujer le contó un sueño, y no me refiero a pavadas, como que soñó
que volvía a los tiempos del colegio… ojo que entonces usted no era parte de su
vida, usted, para ella, no existía; después de todo el sueño no es una pavada,
pero supongamos que lo fuera, o que le dijera que soñó con ruiseñores o con
arcoíris, lo que a usted se le ocurra, una cursilería, puede que eso sí le
cuente, o alguna pesadilla, eso las mujeres lo cuentan, siempre lo cuentan,
pero dígame ¿cuándo fue la última vez que ella le dijo que soñó con usted, que
tuvo un sueño erótico con usted? Vaya, veo que se ha puesto serio; no se
preocupe, no estoy diciendo que de ahí pasen a los hechos, no su señora, por
supuesto, a quien respeto y tengo en alta estima, no señor, y no quisiera que
usted creyera que yo pienso mal, pero ya ve, así es como se producen los malos
entendidos, y después uno va de boca en boca, como me ocurre a mí.
Sin duda usted estará de acuerdo conmigo en
que es más fácil ser la amante de un tipo como yo, que la abnegada esposa,
obligada a mantener la casa como Dios manda, después de ocho horas de oficina y
dos en ómnibus. Sin pensar en los niños, ¿eh? Sin pensar en los niños. Por eso
es que nadie se imagina a su madre en el papel de amante; no me vengan con
monsergas de psicoanalista, eso no tiene nada que ver, ni con catecismos ni con
respetar padre y madre; sencillamente no se puede, no le quedaba tiempo a la
vieja, y si uno no ha visto un paramecio no se lo imagina, por más que se lo
expliquen; no es que no existan, no es que no haya madres que se las ingenien
para ser la amante de alguien, nada de eso, pero resulta difícil imaginar cómo
lo hacen. Usted podría retrucar que conoce a esta madre y a aquella madrecita
que no se hacen mayores problemas, le plantan cuernos al marido mientras éste
mira la TV; pero ya le dije, yo no niego que existan, no estoy hablando de un
convento, y aunque lo estuviera, porque en todas partes se cuecen habas, más
fácil en un convento, donde aparte de rezar no hay mucho que hacer…Bueno,
bueno, no me mire así, no quise ofender, quién iba a pensar que usted era
creyente, un día de estos voy a ver flotar las piedras… No se enfade, le juro
que me sorprende; si quiere me retracto, no es necesario que me hable de
caridad y abnegación; mi argumento iba por otro lado, solo trataba de explicar
por qué uno no es capaz de imaginar a su madre en esas correrías; derecho puede
que le asista, eso no se sabe, uno no se entera de lo que pasa en la alcoba de
los viejos, al menos así debiera ser, pero uno nunca puede dar una opinión
definitiva, de modo que prefiero no irme por las ramas, dejar establecido hay
que estar bien loco para pensar en hacer el amor después de pasar la tarde
lidiando con dos escolares y un bebé. ¿Se imagina usted a esa mujer pintándose
los labios de rojo carmesí? ¿Se la imagina limándose las uñas, enroscando sus
pestañas, haciendo maravillas con un delineador? ¿Se la imagina poniéndose unas
braguitas diminutas, de un color coqueto, digamos, rojo, para que combine con
el lápiz labial? ¿Y qué me dice de las ligas y las medias caladas? Una madre no
es amante, no porque no quiera, sino porque no puede o se ha olvidado de
querer.
(«La aventura perfecta»)