viernes, 19 de junio de 2020

EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO O POR QUÉ NO LEO BIOGRAFÍAS



El problema era el pacto. Uso el pasado, porque uno va cambiando y el tiempo pasado crea una biografía, modesta pero biografía al fin, en la que cada paso parece predeterminado y las consecuencias irremediables. En forma tal vez asintótica mis afirmaciones se acercan al concepto de teleología descrito por Lejeune, pero no era mi intención abordar tal materia sino dar cuenta de una de mis falencias, que, recién hoy, comprendo un poco mejor. Nunca he leído una autobiografía, a excepción de algunos fragmentos de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Reviso mi biblioteca y me doy cuenta de que, en efecto, es la única autobiografía que tengo y está a la espera de mi jubilación, como tantos otros libros que he comprado. Pero volvamos al pacto. Todo acuerdo se basa en la confianza y concurren en él los juicios y prejuicios de las partes, en este caso, lector y escritor. No puedo conocer con certeza los motivos que llevan a determinado autor a escribir una biografía ni a decidir sobre qué dar a conocer y qué no, que énfasis dar a sus recuerdos, cómo ordenarlos o cuánto ha de mentir o fabular en sus «confesiones». En cambio, puedo indagar en mis creencias y pensamientos, incluso en mi paladar, para explicarme por qué nunca he suscrito el pacto autobiográfico desde la vereda del lector (lo que, de alguna manera, pueden explicar también mi postura –de negación– como potencial autobiógrafo).
Pertenezco a la que se ha llamado generación baby boomer, es decir, aquella que va desde la postguerra hasta más o menos 1965 (el hecho de que fuéramos 6 hermanos puede servir para ilustralo). Se dice que fue (no creo que lo sea en la actualidad) una generación signada por el idealismo, pero, según he leído, dicha generación contiene dos cohortes: la primera abarcaría hasta la década del 1955, y sería mucho más esperanzada y optimista; la segunda, a la cual pertenezco, estaría marcada por el desencanto, la desconfianza y el cinismo. Unidas a esa vertiente, mis características personales (entre ellas, mi rechazo visceral al dolo), podrían ser la explicación a mi falta de interés e incluso rechazo hacia la literatura autobiográfica. Detestaba los mitos, y las autobiografías me parecían un intento de construir mitos en torno a la propia personalidad, a una manera de ver el mundo y a un modo de mantener formas de dominación como aquellas que imperaban en mi adolescencia y, aunque de otro modo, también ahora. Las autobiografías que podía ver en las vitrinas de las librerías solían ser las de políticos y figuras públicas que, o no me interesaban, o francamente repudiaba. Ahora pienso que en tiempos de dictadura militar la oferta no debió ser muy variada.
El pacto autobiográfico supone una referencialidad que a mí me parecía que no era tal. Ni siquiera le otorgaba al autor la posibilidad de intentar ser honesto. Detrás de la máscara, para mí, no había nada. En ese contexto, las pruebas de referencialidad no me parecían demasiado relevantes, pues el haber participado en un hecho histórico, haber sido testigo de este –o incluso haber hecho noticia– solo me permitían corroborar eso, el hecho en sí, no las motivaciones que pudo tener el autobiógrafo ni lo que hubo tras bambalinas. Por lo demás, sembrar datos históricos aquí o allá es un recurso habitual en la ficción y yo no veía por qué aquello no podía hacerse en una autobiografía. En la actualidad, mi juicio es más benigno, entiendo que las personas pueden edulcorar inconscientemente sus recuerdos como una defensa contra el dolor o la culpa, que la memoria es frágil y que existen las alucinaciones del recuerdo, lo que no implica que haya mala fe. Fabular vacíos, confundir sueños con realidad (sobre todo cuando se habla de la infancia), asumir lo oído o lo leído como cierto, son también modos de funcionamiento psíquico que no presumen dolo. El ejemplo de Nabokov es ilustrativo, un hombre obsesivo –como yo–, que desconfía incluso de sí mismo y somete a escrutinio familiar sus memorias con el objeto de ser lo más veraz posible. Buen comienzo para un pacto. Sus lecciones de literatura inglesa, rusa y acerca del Quijote me mostraron que se trata de un hombre puntilloso y perfeccionista y dispongo de esa base (una referencia externa, sin duda) para creerle. Los aspectos teleológicos también podrían explicar énfasis, omisiones, etc., en la medida en que el autobiógrafo intenta encontrale y darle sentido a su vida.
Otro prejuicio que tenía era considerar el acto autobiográfico como una forma de narcisismo exhibicionista, cosa que también me disgusta y me disgusta.
Debo reconocer, además, un prejuicio incluso más injusto: dudaba de la calidad literaria de las autobiografías y no esperaba un goce estético al leerlas. No me detuve a pensar en los muchos escritores de fuste que practicaron el género, ni siquiera en los fragmentos que leí de Confieso que he vivido.
El reverso de estas reflexiones puede explicar en parte qué era lo que yo buscaba en los libros que leía y aún leo. En primer término, leía libros de ficción, cuyo pacto no me resultaba problemático, pues, como dice Lejeune, el escritor de ficción no miente, no puede mentir porque no requiere ni presupone veracidad sino verosimilitud. Debo decir, sin embargo, que muchos libros de ficción me han resultado ilustrativos acerca de ciertas épocas y personajes, ilustración que, por cierto, es solo aproximativa y cuenta con la ventaja de que lo sé de antemano.
Buscaba además (y aún busco) el goce estético y el aprendizaje necesario para mi proyecto narrativo. El estilo de un autobiógrafo puede ser tan bueno como el de un escritor de ficción, pero no podría encontrar en él la polifonía de la novela, ni tampoco la libertad en el tratamiento del tiempo, mucho menos la omnisciencia que permite la tercera persona.
También leía (y leo) libros científicos y de divulgación, filosofía e historia, pero, pienso, que en esto se aparta de lo que discutimos y forma parte de otro pacto.