De
los cuentos de Edwards, recuerdo con especial cariño El orden de las familias y Los
Zulúes. El primero nos introduce en el orden burgués de una familia venida
a menos por la enfermedad mental y posterior muerte del padre, siendo los hijos
aún adolescentes. La situación es difícil; pero la hermana del protagonista restablece el orden
de las familias, al casarse con José Raimundo, un tipo "bajo, mofletudo, [que]
daba la impresión de [ser] un muchacho mimado, blando y despótico a la vez",
que contaba entre sus virtudes, el ser el "hijo único, regalón de una
familia rica". El hermano, a la sazón el personaje principal, fiel a
cierta actitud adolescente que no lo abandonará nuca, termina como un oscuro
funcionario sin futuro, que contempla desde un costado la tranquila prosperidad
de su hermana, convertida en ama de casa burguesa, prosperidad de la cual él se
beneficia con alguna buena comida y un whisky, sumido en el papel de fracasado,
que a fin de cuentas debe vivir con una madre alcohólica y quejosa, de quien su
hermana se mantiene convenientemente distanciada; la escena final, en la cual el
protagonista recorre una calle de Santiago en que las prostitutas se asoman a
las puertas de sus cuartuchos con el fin invitar a entrar a algún parroquiano
indeciso, parroquiano que no puede ser él, más por insolvencia que por otra
cosa, resulta un paralelo, un contrapunto y un símil grotesco y violento de la
vida burguesa de su hermana. El modo en que esta escena, y todo el cuento,
están escritos, impiden que el relato caiga en la moralina y la cursilería, y
lo libran del panfleto insultante y gratuito. El cuento no sigue una
temporalidad lineal; el autor va y viene en diversas escenas que construyen un
todo bien organizado con un remate hermoso, a pesar de su tinte depresivo y
hasta sórdido. Un escalpelo fino disecando el orden burgués sin estridencias. Una
psicología de los personajes que se construye en base a sus diálogos y acciones,
un narrador que alternando la primera y la segunda persona, asume la voz de uno
de los personajes, el hermano. El autor deja que la historia hable; no hay
espacio para digresiones. Apenas lo suficiente para que transcurra la
acción.
Los Zulúes, en cambio, es la
historia de una caída: la experiencia de un alcohólico que ha estado a punto de
morir en Nueva York, la intervención fortuita del cónsul chileno que lo
encuentra en un museo, subyugado por la "mirada" de una máscara
africana que el protagonista siente que, de algún modo, le sorbe la vida; su posterior tratamiento en
un hospital psiquiátrico, la oportunidad que le ofrece un amigo de trabajar
para él y el pago que le hace de una gratificación que su socio considera
imprudente, ya que desconfía de su rehabilitación. Es en este punto donde
arranca el relato, ya que Edwards, en este cuento, también prefiere un tiempo
no lineal; pero en vez de intercalar escenas pretéritas que construyan la
historia, sobre un fondo, el presente, que nos llevará hacia el final del
relato, como ocurre en El orden de las
familias, opta por iniciar el cuento en media res y luego narrar la
historia desde los avatares del protagonista en Nueva York, y más tarde, a
partir del pago de la gratificación, describir su recaída en el alcohol,
precisamente cuando lo motivaban el poder mejorar las condiciones en que vivía,
comenzando por cambiar de pensión; el encuentro con un amigo que insiste en que
beba con él, que un poco no le hará mal, llevan a un desenlace que podría
parecer manido y obvio, pero que el talento del escritor llevan a un nivel
sublime al incluir en la conversación del grupo de amigos, que beben en un bar,
una película en que una tribu zulú ataca un bastión inglés, que debe
enfrentarse en desventaja, a pesar de sus armas de fuego, a las lanzas
africanas; es entonces cuando el hígado del personaje claudica y cuando su
mente intoxicada comienza a vivir la batalla, el ataque de los zulúes que él
intenta resistir, mientras bebe; vino de buena calidad, dice uno de los
contertulios, para que no dañe el hígado del enfermo; pero una de las lanzas
hiere su abdomen y la máscara sorbe finalmente la vida del personaje… pero ni
siquiera esto es seguro, pues sus amigos lo llevan en taxi rumbo al hospital.
La descripción y el traslapado de la acción resultan alucinantes.
Edwards,
en estos cuentos, se nos rebela como un maestro.
La
lectura de Persona non grata, el
primer libro que leí de Jorge Edwards,
me descubrió a un autor del cual había leído poco o nada, y de quien tenía una
idea errada en especial en cuanto a su ideario político; más tarde, descubría
que no estaba tan errado en mis conceptos. En los años ochenta aquel libro era
visto con sospecha por quienes por aquel entonces nos encontrábamos absortos en
la lucha contra de dictadura pinochetista, a la vez que intentábamos una
literatura comprometida, sin la burda rigidez y el esquematismo del realismo
socialista, del cual, por lo demás, disponíamos de pálidas muestras. Más fácil,
y también más provechoso, era encontrar libros de los autores que formaban
parte de lo que se dio en llamar el boom
latinoamericano. Leíamos con fervor a
Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar, Benedetti; todos ellos por aquel
entonces, portadores de credenciales de izquierdistas irreprochables; también
leíamos a Carpentier, Borges y Sábato, pero no me atrevo a mencionarlos dentro
del fenómeno editorial del boom, en
la medida en que lo anteceden. Solíamos incluir también a José Donoso, que
nunca ha sido reconocido en forma unánime como parte del boom; por mi parte, y llevado sólo por mi gusto y mi admiración de
recursos formales como el recate de formas literarias menores (noticias de
prensa, por ejemplo) y la particular forma en que escribió Maldición eterna a quien lea estas páginas, incluía a Manuel Puig, que
si bien fue menos conocido y sujeto de abominación para Mario Vargas Llosa,
quien lo habría comparado con Corín Tellado, tuvo bastante notoriedad con su
novela La traición de Rita Hayworth.
No nos preocupaba demasiado que Borges fuera hombre de derechas, pues
reconocíamos en él una estética superlativa. Por lo demás, no incurría en la
herejía de defender sus ideas políticas en sus libros, cuestión que sin
embargo, nos parecía, no sólo lícito, sino necesario, en un escritor de
izquierda. Demás está decir que en la lectura de las obras como Conversación en La catedral, La ciudad y los perros, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y El señor presidente, nos parecían lo
suficientemente comprometidos como para excusar a sus autores del panfleto; no
nos inquietaba para nada el psicologismo de Sábato, el barroquismo de
Carpentier y la fantasía de Cortázar, lo que además de demostrar lo
contradictorio del pensamiento juvenil (lo contradictorio del pensamiento
humano, a decir verdad), daba cuenta de que nuestros valores estéticos podían
estar por encima de las militancias. Sin embargo, ninguno de nosotros perdonó
la herejía de Edwards: escribir en contra de Fidel Castro era un hecho
abominable. No quisimos, al menos yo no quise, tomarme la molestia de conseguir
el libro; ¿para qué?; Edwards por sí solo se había excomulgado. El hecho de que
el libro haya sido prohibido por la dictadura chilena no me alertó en el
sentido contrario. Ni siquiera se me ocurrió pensar que Persona non grata pudiera tener algún valor estético.
El
mismo género de prejuicio es el que debió alertar a los organismos de seguridad
de Cuba, de modo que Edwards se tornó sospechoso para ellos; su apellido, su
origen social, resultaban un estigma indeleble en el contexto siempre alerta de
la revolución cubana, que ya había soportado la frustrada invasión de Bahía de
los Cochinos y al menos un intento de asesinato a Fidel Castro. La familia Edwards,
en Chile, forma parte de la más rancia burguesía y es dueña, hasta hoy, del
diario El Mercurio, que tuvo una participación destacada, colaborando con la
CIA, en el golpe de estado que derrocó a Salvador Allende. Dicha colaboración
no era un misterio para nadie; menos para Fidel Castro. Sin embargo, por aquel
entonces, las simpatías políticas de Jorge Edwards estaban con Allende, y sus
ideas eran más cercanas a las de Neruda, quien en aquel tiempo despertaba
pruritos en la isla, al punto que un grupo de escritores firmó una carta de
repudio al premio Nobel chileno, carta que contenía algunas firmas apócrifas,
como la de Alejo Carpentier, quien no la habría firmado.
Otro
elemento que hizo a Edwards sospechoso fue el haber sido partidario, en 1968,
de otorgar el premio Casa de las Américas de al escritor cubano Norberto
Fuentes, quien no era visto con buenos ojos por el gobierno cubano.
Según
Edwards, habría influido además, la desconfianza que el mandatario cubano
sentía por la experiencia chilena, por los escritores en general (llama la
atención su amistad con García Márquez) y por el grupo que frecuentaba Edwards
en particular, leales revolucionarios, al decir del escritor chileno, pero que
por angas o por mangas no dejaban conformes a los organismos de seguridad. Sea
como fuera, el hecho es que el recibimiento que tuvo en Cuba, cuando llegó a la
isla como encargado de negocios de Chile, estuvo signado por el descuido y la
indiferencia; el escritor llegaba a cuba con el mandato de instalar y dejar en
marcha la embajada chilena en La Habana, luego de la ruptura del relaciones ocurrida
durante el gobierno de Jorge Alessandri, la que respondía a la lógica del
bloqueo impuesto por Estados Unidos. Las condiciones para el cumplimiento de su
misión no fueron mejores que su recibimiento y Edwards fue sintiendo la
vigilancia de los organismos de seguridad cubanos.
¿Cuánto
hubo en el sentimiento, las opiniones y el concepto que se formó Jorge Edwards
de la revolución cubana y Fidel Castro, de vigilancia policial o de
subjetividad, despecho y paranoia? No estoy en condiciones de responderlo. El
tenor de Persona non grata me sugiere
que pudo haber por sobre todo una sensibilidad exaltada a partir de hechos
objetivos; es decir, no me parece descabellado pensar que fuera sometido a
vigilancia por los organismos de seguridad cubanos, pero no me cabe duda de que
el ánimo de Edwards estaba en un punto susceptible y le llevó a cierto grado de
paranoia, que hicieron su experiencia aún más penosa. El libro no trasunta oído
ni resentimiento; tampoco es una crítica descarnada ni un texto objetivo,
respaldado en hechos demostrables; ni siquiera se acerca a la crónica
periodística. Es un testimonio bien escrito, subjetivo, que rebela un estado de
ánimo, reflexiones en torno al poder y la política, en torno a la construcción
del socialismo y a la experiencia chilena, aderezado con cierto comidillo
literario. Interesante para quienes quieran hacerse una idea de las tensiones
que se vivían por aquel entonces, conocer aspectos, desconocidos para la
mayoría, de escritores como Pablo Neruda, de quien Edwards era amigo y a quien
acompañó más tarde en la delegación diplomática en París. No es un libro
imprescindible ni como obra literaria ni como documento político. Sin duda la
labor propiamente literaria de Edwards es mucho más interesante que sus
avatares como diplomático.
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