Mis zapatos tienen personalidad propia;
ningún observador puede notarlo: se ven exactamente iguales, y salvo
alguna diferencia en el desgaste de la suela, nada permite adivinar que
sean tan distintos. Pero lo son; el derecho, se empecina en el baile y
las andadas, mientras el izquierdo, prefiere pasar largas tardes
contemplando los parques.
Cuando no los tengo puestos, aquello no me afecta mucho; ya me he acostumbrado a dormir la siesta escuchando el zapateo del derecho al son de las cumbias, mientras el izquierdo hace resonar su taco contra el piso, a destiempo y destempladamente, manifestando de este modo su reprobación.
El problema verdadero aparece cuando los calzo: entonces, el derecho corre arrebatadamente hacia la puerta, mientras que el izquierdo, tomado por sorpresa, permanece en su sitio. Varias veces he sufrido elongaciones dolorosas, pero nunca me he caído.
Hasta hoy.
En la calle había un organillero. Al escuchar la música, mi zapato izquierdo me llevó a asomarme a la ventana, para solazarme con el espectáculo; pero mi zapato derecho corrió hacia la puerta, para ir a unirse al corrillo que avivaba el espectáculo con sus palmas. Molesto, mi zapato izquierdo tiró firmemente hacia el balcón. Mi zapato derecho se dejó arrastrar, pero sólo unos centímetros; cuando sintió que su compañero se elevaba ligeramente, como para ensayar un nuevo paso, el derecho se apoyó en la pared más cercana. El izquierdo vaciló desconcertado, lo que el derecho aprovechó para ganar altura. Una vez en el techo, enlazó su cordón a la lámpara y miró irónicamente a su compañero, inevitablemente suspendido en el aire.
Yo no podía hacer otra cosa que contemplar el mundo, desde mi incómoda postura de antípodas. Poco a poco, me fui sintiendo mareado. Lo último que recuerdo fue que mi tobillo se deslizaba lentamente hacia abajo.
Cuando desperté, un médico se despedía de mi novia.
Quise explicarle lo ocurrido; pero ella me miró con tanta dulzura, que supe que mi credibilidad se había ido para siempre. Ni siquiera logré que alzara la vista para que viera como mi zapato derecho se reía, amarrado firmemente a la lámpara.
©René de la Barra Saralegui
Cuando no los tengo puestos, aquello no me afecta mucho; ya me he acostumbrado a dormir la siesta escuchando el zapateo del derecho al son de las cumbias, mientras el izquierdo hace resonar su taco contra el piso, a destiempo y destempladamente, manifestando de este modo su reprobación.
El problema verdadero aparece cuando los calzo: entonces, el derecho corre arrebatadamente hacia la puerta, mientras que el izquierdo, tomado por sorpresa, permanece en su sitio. Varias veces he sufrido elongaciones dolorosas, pero nunca me he caído.
Hasta hoy.
En la calle había un organillero. Al escuchar la música, mi zapato izquierdo me llevó a asomarme a la ventana, para solazarme con el espectáculo; pero mi zapato derecho corrió hacia la puerta, para ir a unirse al corrillo que avivaba el espectáculo con sus palmas. Molesto, mi zapato izquierdo tiró firmemente hacia el balcón. Mi zapato derecho se dejó arrastrar, pero sólo unos centímetros; cuando sintió que su compañero se elevaba ligeramente, como para ensayar un nuevo paso, el derecho se apoyó en la pared más cercana. El izquierdo vaciló desconcertado, lo que el derecho aprovechó para ganar altura. Una vez en el techo, enlazó su cordón a la lámpara y miró irónicamente a su compañero, inevitablemente suspendido en el aire.
Yo no podía hacer otra cosa que contemplar el mundo, desde mi incómoda postura de antípodas. Poco a poco, me fui sintiendo mareado. Lo último que recuerdo fue que mi tobillo se deslizaba lentamente hacia abajo.
Cuando desperté, un médico se despedía de mi novia.
Quise explicarle lo ocurrido; pero ella me miró con tanta dulzura, que supe que mi credibilidad se había ido para siempre. Ni siquiera logré que alzara la vista para que viera como mi zapato derecho se reía, amarrado firmemente a la lámpara.
©René de la Barra Saralegui
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