Para muchos, el post modernismo es
consecuencia del fracaso de la modernidad. Las grandes promesas de progreso
ilimitado, desarrollo, libertad y paz, se diluyeron en un modo de vida que no
dio respuesta a las necesidades de las personas. En los países subdesarrollados
y en las clases más desposeídas, no hubo siquiera un progreso material como el
que la revolución industrial y el Capitalismo prometían; las alternativas
socialistas, se mostraron ineficaces y se sostuvieron, no por la razón, sino
por la coerción. Los ideales de la Revolución Francesa, que inevitablemente,
eran demanda y a la vez, proyecto e ilusión, se quedaron en la oratoria de los
poderosos, cuando no en la más rampante demagogia. La idea de Libertad, en
mayúscula, devino en libertad del capital, la Igualdad, se trocó en
competencia, y la Fraternidad, en un mundo cada vez más violento e insensible.
La Democracia jamás pasó de ser un ejercicio de escrutinios y estadística. El
Progreso se tornó amenazante. El Discurso de la Modernidad estaba vacío.
Las Grandes Narrativas, propias de la
modernidad, cayeron en el descrédito, junto con las Instituciones que las
encarnaban. El desencanto por la política, el abandono de las banderas de
lucha, la indiferencia por los “Grandes Asuntos”, comenzaron a extenderse en
ciertos sectores, cada vez más amplios de la humanidad.
-
No estoy ni ahí…[1]
- comenzaron a decir nuestros jóvenes.
Pero el post modernismo no había comenzado en
nuestras barriadas; de otro modo y en otras latitudes, apareció ya en pleno
siglo veinte. Las sociedades y las capas de la población que veían satisfechas
sus necesidades básicas, comenzaron a cambiar sus valores y cánones estéticos,
hacia necesidades post materialistas; vale decir, ya no los preocupaba el
Progreso, la estabilidad económica, las pensiones que recibirían, sino los
espacios personales, la belleza del paisaje, el goce, el ocio y la independencia.
La solidaridad daba paso a una actitud puramente hedonista e individualista. Se
dejó de lado la lucha por El Bienestar, a cambio del particular bienestar de
cada quien; se abandonó la búsqueda de la Verdad, para dar paso a la vivencia
de la propia verdad individual. Se dejó de lado a la Razón, para dar cabida a
los sentimientos personales.
Ni los sentimientos, ni la particularidad de
cada quien, ni el gozo, ni la belleza ni la independencia, tendrían porqué
importar un valor negativo. Cada una de las opciones pos-materialistas apunta a
esferas de la personalidad propias del ser humano; sólo pueden ser miradas con
desconfianza cuando están enajenadas y constituyen un valor en sí mismas y no
están integradas con las otras áreas del quehacer humano. Así, el impulso
hedonista, dejado a su albedrío, puede ser incluso suicida: las adicciones son
quizá uno de los ejemplos más claros en este sentido, y uno de los negocios más
rentables en tiempos post modernos.
Vemos, entonces, dos vertientes en el origen
del postmodernismo: el desencanto y la saciedad. Más adelante, tendremos la
oportunidad de ver que esto no es tan sencillo. Por ahora, contentémonos con
saber que el post modernismo o post modernidad aparece en forma diacrónica; se
instala primero en los países más ricos y desarrollados, y en las clases más
pudientes de la sociedad. Como forma de ver la vida, se arraiga primero y con
más fuerza, entre los jóvenes y en las personas con un mayor nivel de
educación.
A partir de estos grupos, permea, en mayor o
menor medida, al resto de la sociedad.
¿Qué es – en suma – el post modernismo?
Para algunos autores, como Luis Britto García[2],
el verdadero post modernismo sería en realidad un fenómeno contracultural,
encarnado en los diversos movimientos sociales que desenmascaraban y se
oponían, de uno u otra manera, al modo de vida Moderno. Su auge se habría dado
entre los años 60 y 80, y entre sus exponentes más conocidos se contarían los
movimientos de liberación femenina, anti-apartheid, pro derechos civiles, pacifistas,
ecologistas, hippies, new wave, movimientos de liberación, e incluso la
guerrilla… Sin embargo, las diversas
manifestaciones contraculturales, habrían sido absorbidas nuevamente por la
cultura dominante, apropiándose de sus símbolos, convirtiéndolos en valor de
cambio, masificándolos y, de ese modo,
haciéndoles perder su identidad, al ya no representar nada o casi nada. Para
entenderlo más claramente, ¿tiene alguna connotación revolucionaria usar una
boina negra con una estrella roja? O, para graficarlo mejor, ¿adquiere un
compromiso revolucionario cada persona que compra una camiseta o un poster con
la imagen del Che Guevara? Más aun: ¿cuántos estarían dispuestos a internarse
en la selva para luchar por los oprimidos? Y, por otra parte, ¿cuántos
oprimidos dan algún valor moral a usar una camiseta con la estampa del Che?
Canciones de protesta, como Imagine de John Lennon, mueren apenas entran al estudio
del sello discográfico; los símbolos hippies son degradados a estampas en
tazones para el café, y comparten anaqueles con Barth Simpsom, Darth Vader y “I
Love New York”. Pierden, por lo tanto,
sentido de identidad; su uso no implica pertenencia y carecen de eficacia. Esto, no implica, por cierto, un juicio de
valor respecto de ninguna de las corrientes contraculturales; sólo muestra cómo
la cultura dominante, absorbe y neutraliza dichas manifestaciones; no soluciona,
por cierto, las condiciones de marginación, ofuscación, desencanto, opresión,
etc., que han originado dichas corrientes… Pero las debilita y les resta el
potencial amenazante que encerraban. Las contraculturas, entonces, quedan en
suspenso.
Consecuentemente, para autores como Britto,
la postmodernidad no es sino una etapa tardía de la Modernidad – correspondería
a la Modernidad Contemporánea, en tanto encarna la cúspide del desarrollo
Capitalista y no su transformación en un sistema diferente, que pueda
considerarse posterior (post).
Otros autores, entre ellos, Lyotard[3],
centran sus razonamientos en el discurso, el relato. Para ellos, el
post-modernismo es una era eminentemente cibernética, en que el conocimiento
denotativo (información neutra), constituye el principal motor del desarrollo.
En tanto neutro, carece de ideología y puede ser consumido por cualquiera,
independientemente de las creencias que tenga dicho destinatario… si puede
comprarlo. Esto porque el conocimiento tiene un valor de cambio, pasa a ser una
mercancía, dispuesta a llenar las expectativas de quien lo compra. El
conocimiento ya no tiene un valor en sí mismo, sino que adquiere valor en el
mercado; es decir, carece de valor de uso, sólo tiene valor de cambio…
Una consecuencia obvia de esto es que si el
conocimiento se concibe como un valor de cambio, el mercado determinará la
necesidad de generarlo. Este es uno de los más importantes sesgos a la
generación de conocimientos en tiempos post modernos; pudiera ocurrir, de este
modo, que un área de investigación sea abandonada sólo por no generar
conocimientos que puedan ser vendidos a alguien; podría, así, darse la paradoja
– que ya ha sido denunciada por dos premios Nobel, uno de medicina y otro de
química – de que las empresas farmacológicas no financien la investigación de fármacos
baratos o de aquellos que puedan curar, y no sólo controlar, enfermedades
crónicas, porque no serían conocimientos redituables, al menos no en términos
contables. Pero, si no queremos especular demasiado, bien vale detenerse en el
difícil peregrinar de científicos en busca de financiamiento para
investigaciones en determinadas enfermedades; de hecho, uno de los acápites que
se debe tener en cuenta cuando se presenta una propuesta de investigación es de
la Relevancia de la misma ¿Para quién? Pues, para quien va a financiarla. De
este modo, la investigación de una cura para el SIDA, podría llegar a ser menos
atractiva que la de cremas cosmética, rejuvenecedoras o de lociones capilares,
toda vez que los millones de africanos que requieren una cura para el SIDA,
tienen menos capacidad de demanda que quienes requieren de productos
suntuarios, o en el mejor de los casos, menos urgentes.
Otro sesgo fundamental, es que se valida el
conocimiento en tanto puede ser traducido a código binario, vale decir, el
conocimiento adquiere valor si puede ser informatizado, transmitido globalmente
y vendido en donde exista un modo de pagarlo. Como no todo conocimiento puede
ser mensurado ni traducido a números, la esfera del saber se reduce a lo
utilitario; vale decir, el conocimiento pasa a ser un artículo comparable a una
zapatilla o un botón. Pero, como aun en esas condiciones, el conocimiento puede
adquirir valor de uso, como puede ser portador de sentido, como pudiera
resultar de algún modo, apelativo, el conocimiento no circula libremente, como
cabría de esperar en la asepsia de la neutralidad del conocimiento denotativo;
antes bien, el conocimiento que se emite es el que determinan los “decididores”,
aceptando el neologismo de Lyotard[4].
¿Y quiénes son los “decididores”? Pues, ante todo, quienes financian la
producción del conocimiento, su distribución y la venta del mismo. Dos son,
entonces, las posibilidades existentes: el estado y las corporaciones. Pero en
el modo de pensar postmodernista, el estado debería estar reducido – en teoría
– a su mínima expresión, mientras que – en la práctica – el estado está
subyugado por las corporaciones y las entidades que “asépticamente”, las
representan; léase, FMI, Banco Mundial, OMC, etc.
Si el conocimiento deja de ser útil – no si
deja de ser verdadero, sino que si deja de tener valor de cambio – debe ser
remplazado; pero no por un conocimiento aún más esclarecedor, sino por otro más
redituable. El conocimiento, entonces, no es sólido, no motiva compromiso ni
trasunta un cambio; antes bien, la información es líquida[5]:
se acomoda al envase, se comporta acorde lo determina el mercado. Así, la
prensa, los medios de comunicación, se transforman en difusores de verdades
ligth, bajas en calorías, que puedan ser consumidas por uno u otro receptor,
con absoluta independencia de quién sea.
Verdaderos refrigerios que a nadie indigestan, pero que a su vez, a
nadie alimentan. Son tiempos de clisés, slogans, modas e imágenes, discursos
superficiales e intercambiables, verdades
desechables y ausencia de compromiso.
En este concierto, no hay espacio para la
historia, la creatividad artística, los valores o las ideologías. No en vano
Francis Fukuyama[6]
pregona el fin de la historia.
Y ya que mencionamos a este conocido
“ideólogo”, abordemos otro de los aspectos del pensamiento post modernista: el
presente siempre presente.
El habitante post modernista (evito a
propósito el término ciudadano), vive en un presente hedonista perpetuo. No
existe la preocupación por el futuro; el carpe diem, se eleva a categoría
suprema. La vida se vive hoy. Todo es desechable, nada perdura. La moda impone
las categorías estéticas; nunca el artista había estado tan sujeto al
imperativo del mercado; pero de un mercado controlado. Las uniones de pareja
son inestables y provisorias, las amistades, fugaces, los trabajos,
intercambiables; se viven vidas líquidas, que se escurren y amoldan, cuyo único
fin es fluir. Un presente perpetuo.
Por otra parte, la información atiborra al
individuo de tal modo, que ya no es capaz de organizarla y darle un sentido;
apenas se absorbe un cuanto de información, aparece una nueva que la des
actualiza, aunque no necesariamente la refute, la supere o la invalide. La des
actualiza en el sentido de que no es lo actual; nada más. La prensa bombardea a
la persona con datos, la mayoría de las veces prescindibles, o al menos,
periféricos; datos, que antes de una hora, ya no son lo actual. Y no es que una
matanza en Siria deje de tener importancia porque pasan sesenta minutos, sino
que aparece otra matanza en otras latitudes, que la remplaza e inevitablemente, la suprime. Pero hay tener en
cuenta, además, que la repetición, la pérdida de novedad, la incorporación a la
cotidianidad, de actos atroces y criminales, de alguna manera inmuniza,
insensibiliza, y consigue que la noticia pierda toda connotación valórica; es
decir, deviene en información denotativa. Una vez despojada de su sentido
apelativo, la información es simple dato, y es, a su vez, intercambiable por cualquier otra información;
así, lo mismo puede ser un terremoto en Turquía, que un desplome accionario, un
asesinato en una barriada que la disputa de una liga de fútbol en otro
continente, la obtención de un premio novel, que el último escándalo de una
modelo de la farándula. Son noticias intercambiables, transables, en tanto se
tasa el conocimiento y la información de acuerdo a su valor de cambio; dicho de
otro modo, es el rating, y no el contenido intrínseco de cada noticia, lo que
determina el valor de ésta. Pero ni siquiera el mercado de las comunicaciones,
actúa libremente; son los llamados “decididores” quienes determinan qué datos
llegaran a ser noticia, de qué manera serán presentados, por quiénes serán
presentados, etc. Y para esto no se necesita ninguna conspiración, como gusta
creer a muchos; basta con controlar los medios que las “producen” y las vías
por las que se distribuye (satélites, imprentas, papeleras, empresas radiales,
cadenas de televisión, administradores de cable, servidores de INTERNET, etc.).
Pero aun cuando hiciéramos abstracción de los
“decididores”, aun si aceptáramos ingenuamente que la información fluye en
forma libre, no podemos soslayar el hecho de que el conocimiento denotativo, no
puede, en tanto tal, ser jerarquizado; de ese modo, el caudal de información
abruma al receptor, sin que éste logre algún conocimiento valioso y profundo;
menos aun, que se forme una opinión propia. Da lo mismo una noticia que la
siguiente. Nada se sostiene. Una imagen es remplazada por otra. El eterno
presente. El fin de la Historia…. en la medida en que no es posible para el
individuo organizar la información en un relato coherente; ni qué decir de una
Narrativa social.
Otra manera de entender el Fin de la
Historia, tiene que ver con el autor del relato. Se dice que la historia la
escriben los vencedores; que éstos suprimen del relato aquellos capítulos en
los que aparecen sus debilidades y abominaciones, mientras instalan en la
narrativa las del vencido, cuidándose, por cierto, de resaltar las propias
virtudes y opacar las del otro.
Para el hombre de la periferia, el que ha
sido vencido o ignorado, la historia pierde sentido, no es la propia, es la de
otros. Además, aquella historia, la que escribieron los triunfadores de la edad
moderna, contenía la promesa del Progreso, de una vida mejor, que no fue
cumplida; los esfuerzos y sacrificios fueron en vano. Dicha historia, entonces,
la de los vencedores, tampoco tiene un sentido. La Historia, entonces, ya no
interesa. Se la sepulta. Y Fukuyama oficia de obituario.
Pero hay otro matiz en el entendimiento de
dicho concepto:
La entronización del sistema Capitalista
Neoliberal como la culminación de la Historia, el fin y el final, el objetivo y
la meta, la cúspide y el descanso. La tarea está hecha. No es necesario nada
más. El presente perpetuo desde hoy y para siempre.
©René de la Barra Saralegui
[1]
Frase de la juventud chilena, usada especialmente en la década de los 90, que significa
algo así como “no me importa”, “no me entusiasma”, “no me motiva”… pero en un
sentido muy cercano a “no me molestes”, “ni siquiera quiero hablarlo”
[2]
Britto García, Luis: “El Imperio Contracultural: Del Rock a la Postmodernidad”
[3]
Lyotard, J. F. “La Condición Post- Moderna”
[4]
Lyotard, J. F. “La Condición Post- Moderna”
[5]
Adaptado de Zygmunt Bauman
[6]
Francis Fukuyama “¿El fin de la historia?”
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