EL FRAUDE ELECTORAL
Hace unos días, a propósito de un enlace semi-serio, que hacía alusiión
a un eventual fraude electoral en la comuna de Ñunoa, me amigo, Carlos Tenorio Fuentes,
manifestó su desacuerdo, y hasta diría, malestar, por haber pre-juzgado
al Tribunal Electoral; además, expresó su confianza en quienes se
desempeñan en dicha institución, derivada del conocimiento personal y
profesional de sus miembros.
Me pareció pertinente, entonces,
mantenerme el silencio, toda vez que comprendí que - sin intención - me
había anticipado en cuestionar la labor del Tribunal, no tenía los
antecedentes suficientes y, de algún modo, menoscababa a sus miembros.
Sin embargo, los resultados extra-oficiales, del nuevo recuentos de
votos, volvieron a poner mi ánimo sombrío. La derecha política, lograba
imponerse por secretaría. Pero, una vez más, tuve que plantearme, por
qué, en definitiva, para mi, sólo podía confiar en el Tribunal, si éste
retificaba el triunfo de la abanderada socialista.
Recordé,
inevitablemente, el proceso eleccionario que, en plena dictadura y sin
registros electorales, dio su aprobación a la constitución del 80. En
dicha oportunidad, me correspondió votar por primera vez; lo hice en una
mesa que había sido elegida por la Democracia Cristiana, partido en el
cual no militaba ni milito actualmente, pero que se había organizado,
como toda la oposición, para votar en contra de la constitución, en
mesas elegidas previamente; de ese modo, se podía tener un control del
proceso electoral, si bien no formal, al menos eficiente, ya que se
conocía de antemano cuántos votos "No" debía haber en cada una de esas
mesas.
Recuerdo que los militares hicieron desalojar el recinto de
votación por una hora, antes de iniciar el conteo de votos, y que cuando
éste se llevó a cabo, el resultado de la mesa en que yo voté fue de una
abrumadora mayoría a favor del "Sí"; demás está decir que los votos que
rechazaban la constitución estuvieron irrisoriamente por debajo de lo
que debió ser, considerando sabiámos cuántos habíamos concurrido a votar
firmemente convencidos de nuestro rechazo a la constitución, y
consertados para ello. Después, supimos que en todas y cada una de las
mesas en las cuales, miembros de la opocisión a Pinochet, se consertaron
para votar por la opción "no", había ocurrido exactamente lo mismo.
Debo manifestar que desde un principio sabíamos que las cosas ocurrirían de ese modo. Como ahora.
Y quizá por eso muchos nos apresuramos en denunciar un fraude electoral.
La única alternativa, entonces, para confiar en la limpieza de los
comicios, era que resultara vencedora la candidata socialista. Una
verdadera encerrona perversa para el Tribunal Electoral, ya que si la
derecha resulta ganadora, como ha trascendido hasta el momento, la
sombra del fraude se instalará indeleblemente en los opositores al
gobierno de Piñera.
Y es que la derecha es ladina y traicionera; lo
que no logra urnas, lo consigue mediante triquiñuelas, mentiras,
confabulaciones y violencia. Y por eso no es confiable. Pero si las
instutuciones de este páis lo fueran, difícilmente se habría podido
hablar de fraude. Y no se trata de un cuestionamiento a personas - por
desgracia, ya que esto podría ser resuelto más fácilmente - sino de lo
más profundo de nuestro sistema político-institucional. Es posible que
la mayoría de la población desconozca las competencias profesionales y
características humanas de los miembros del Tribunal Electoral, y menos
aun, de quienes trabajan el el Servicio Electoral. Pero no radica en
ellos el problema, sino en las instituciones.
Y el fundamento de
esta absoluta desconfianza hay que buscarlo, no sólo en el acontecer
histórico del país, sino también cotidiano. El hombre medio, el
trabajador, incluido el de cuello y corbata, ese que se levanta todas
las mañanas para ganarse el sustento, sin otra esperanza que construir
otro día igual, paladea desde temprano la marginación. Otros deciden su
vida, otros determinan el futuro de sus hijos y sus días de vejez.
Otros, incluso, deciden su opinión; la prensa obsecuente y absolutamente
dependiente del poder económico, no hace otra cosa que repetir hasta el
cansancio el discurso existista de la derecha, que se enfrenta
violentamente a su realidad cotidiana.
El ciudadano común esta
inerme frente a los poderes fácticos, y aquellos que debieran
protegerlo, se encuentran supeditados, cuando no amalgamados, a los
primeros. Exigir un derecho mínimo como la salud - aun cuando sea salud
privada - se torna un asunto Kafkiano, en donde la indolencia de las
instituciones, tiene su correlato en la judicialización de lo cotidiano,
llegándose incluso a instancias constitucionales, cuando el afectado
tiene la paciencia, los recusos y conocimientos necesarios para hacerlo.
Un país en el que jueces que tienen interses en el negocio
hidro-eléctrico, no se inhabilitan cuando se ponen en juego los
intereses de las empresas del rubro, en el que los senadores que
participan, directa o indirectamente, el los grandes consorcios
pesqueros, no se inhabilitan a la hora de votar la ley de pesca, en el
que se condonan las multas e intereses a las grandes empresas del
comercio, por conceptos de millones de dólares, y en cambio se castiga
en forma severa y "ejemplificadora" al pequeño industrial, al
comerciante minorista o al profesional independiente, frente a la menor
falta, omisión o descuido, en el cumplimiento de sus obligaciones
tributarias; un país en el cual la distibución de medicamentos está en
manos de dos o tres empresas, que si se investiga un poco más, se
encuentran directa o indirectamente vinculadas, y que manejan a su
antojo los precios de los medicamentos, pagando multas irrisorias, en
forma excepcional, cuando alguien decide que eso no es correcto; un país
en que las empresas mineras, la mayoría transnacionales, no pagan el
impuesto específico del combustible, que es defendido férreamente por
las autoridades, cuando se trata de aplicarlo al ciudadano común; un
país en que los políticos representan sólo los intereses de las grandes
empresas, en que los más connotados "representantes" socialistas
legislan a favor de las grandes empresas, avalán las privatizaciones,
enajenan bienes e intereses nacionales a empresas extranjeras, y se
niegan pertinazmente a permtir una demcracia directa; un país, en suma,
en que no existe transparencia y en el cual el hormbre común es
pospuesto e ignorado sistemáticamente, difícilmente creerá en sus
instituciones. Ello, sin duda, debe haber sido determinante en la
abtención de cerca de un 60% de los potenciales votantes en las últimas
elecciones municipales; y no es que el ciudadano común, en forma
"irresponsable" haya desaprovechado la oportunidad de expresarse en las
urnas, ya que - probablemente - no haya tendido demasiado que expresar,
pues, al fin de cuenta, los actores eran los mismos, reproduciendo - con
matices - el esquema duopólico de las elecciones que se rigen por
completo por el sistema binominal. Duopolio, que por cierto, que
demasiadas veces tiene que ver con matices más que con visiones
diferentes del país que se quiere, y - en forma más personal y cercana -
de la vida que se quiere para uno mismo y para los suyos.
De tal
forma que el fraude electoral ya no es un fantasma, en la medida en que
nuestra democracia es un fraude. La desconfianza en el Tribunal
Electoral, no es sino un epifenómeno de una crisis más básica y
profunda: la crisis de un país como un todo, y porque no decirlo, la
crisis de un modelo político-económico.
Y mientras las
instituciones no respondan al deseo ciudadano, no garanticen la
justicia, no den respuesta a los problemas del ser humano, no habrá
confianza en ellas y sólo serán parte de un fraude de proporciones
gigantescas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario