Gregorio nació grande.
Era el más robusto de los bebés que esa mañana
desgarraron el aire con su primer llanto.
Y siguió siendo grande.
En su infancia, jugaba
con sus amiguitos como si fuera un gigante bonachón; en su juventud, fue
basquetbolista, y al llegar a la vejez, todavía era un tipo enorme, aunque ya
se había comenzado a encorvar.
Esa leve declinación,
pasó inadvertida durante algunos meses; pero luego, la corva se hizo tan
notoria, que nadie se pudo desentender. Sus hijos, que lo visitaban de tanto en
tanto en su casona de viudo, decidieron llevarlo al médico. El facultativo lo
midió, lo peso, auscultó sus pulmones y le prescribió unas vitaminas; le
aseguró a los hijos que no había nada malo en él, que sus huesos ya no eran los
mismos, en fin, cosas de la edad.
Los hijos compraron las
vitaminas, y Gregorio ya no siguió encorvándose. Pero, casi imperceptiblemente,
su estatura comenzó a declinar; había días en los que encogía algunos
centímetros, pero también había meses en los que parecía crecer. Y sin embargo,
al cabo de un año, ya tenía el porte de un tipo normal. Para el invierno
siguiente, sus nietos menores se encumbraron un palmo sobre él.
Dos años después,
Gregorio no alcanzaba los cajones más altos de su armario y debía trepar a una
silla cada vez que necesitaba cambiar una ampolleta. Miraba con nostalgia las
fotos de sus tiempos basquetbolista, cuando tenía que agacharse en el rellano
de la puerta para poder entrar.
Sus últimas semanas
fueron tiempos de un achicamiento vertiginoso. Un día no alcanzó la mesa y
debió resignarse a comer con los gatos, que sólo por respeto no le dieron
cacería.
Un domingo cualquiera,
uno de sus hijos recordó visitarlo; como no abrió la puerta, usó su propia
llave; preocupado, lo buscó en todas las habitaciones, revisó el cuarto de baño
y escudriñó en los roperos; pasó frente
a él muchas veces; pero había encogido tanto, que no lo pudo ver. Gregorio
gritó con todas sus fuerzas, pero su voz era tan débil, que su hijo no lo oyó;
quiso tirar de sus pantalones para llamar su atención, pero resultó una
maniobra demasiado arriesgada, porque el zapato de su hijo no se estaba quieto
y casi terminó aplastado por él.
Al día siguiente, las
cosas parecieron volver a la normalidad. Alcanzaba las alacenas más altas sin
mayor dificultad, pudo volver a comer en la mesa y los gatos habían vuelto a
tener un tamaño razonable. Respiró hondo, lo más hondo que le permitieron sus
gastados pulmones. Todo parecía más fresco y brillante… Pero el ruido de la
calle era ensordecedor. Quiso ver de qué se trataba y abrió la puerta principal; al principio no
logró distinguir forma alguna; tuvo que alzar la vista para ver que la acera se
había transformado en una selva de tacones enormes, suelas gigantescas y patas
de palomas antediluvianas. Los escapes de los autos expectoraban nubes
ensordecedoras, y sus ruedas hacían trepidaban el suelo.
Gregorio estaba petrificado, y apenas alcanzó
a saltar hacía atrás, para esquivar los quelíceros de una araña, que lo atacó.
Sin embargo, un crujir como de astillas y un dolor intenso en su costado, le
impidió ver el rápido picoteo del gorrión que se llevó a su enemiga.
Intentó arrastrarse
hasta el zaguán, pero éste se alejó como si lo succionara el horizonte. Ya no
era capaz de distinguir formas; el mundo se convulsionaba como un cataclismo y
los ruidos asemejaban una tempestad en el vientre de la tierra.
De pronto, un repentino
huracán lo elevó por los aires, como si fuera una mota de polvo: el semáforo
había guiñado una luz verde, y una motocicleta aceleraba en la avenida.
©René de la Barra Saralegui
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