CUANDO NADA ERA POSIBLE, TODO ERA
POSIBLE.
En
los últimos períodos de la dictadura de Augusto Pinochet, se llegó a la
conclusión que cualquier proyecto de sociedad futura, pasaba por la caída del
tirano. Así de simple. Por lo tanto, dichos proyectos estaban supeditados al
objetivo inmediato de derrocar al gobierno neoliberal y antidemocrático que
éste encabezaba.
La
manzana de la discordia, se transformó entonces, en el fruto de la concordia.
Pinochet fue entronizado a un nivel que iba incluso más allá de sus propios
sueños narcisistas. Ya no era sólo el obstáculo más evidente para cada uno de
los proyectos de sociedad que se comentaban en sordina, sino que era el hecho
político en sí; todo el quehacer de la política chilena giraba en torno a él;
su caída, era el leitmotiv para la mayoría de la población; su permanencia, lo
era, para la derecha.
De
tal forma que la unidad contra la dictadura, se logra a partir de una
suspensión. Se suspenden o dejan en suspenso, proyectos sociales que se
debatían en las universidades, los partidos (al menos, en las bases, que no
formaban parte de la aristocracia política chilena), los movimientos sociales,
los hogares, y en general, con mayor o menos profundidad, en toda la sociedad
chilena. En aquel entonces, no era lo mismo ser demócrata-cristiano que
socialista; entre los socialistas, había un amplio abanico de miradas (con los
respectivos caudillismos, por cierto); la Izquierda Cristiana tenía voz propia;
el Partido Comunista tenía su propia perspectiva de la realidad, y existían una
serie de otros movimientos menores, cuyo aporte no debía ser pasado por alto.
Los proyectos de sociedad entonces, tenían, sin duda, diferencias, a menudo
radicales; había puntos de encuentro y disenso, pero era lo esperable, y a
nadie extrañaba.
Otra
vertiente riquísima, en aquella época, quizá uno de los mayores objetos de
debate, era la forma de lucha. Desde el postulado de la no violencia activa,
hasta todas las formas de lucha, pasando por la desobediencia civil y el
“copamiento de los centros de poder”, encontrábamos matices, que de alguna
manera se vinculaban al proyecto de sociedad que se pretendía construir. Quizá
aquí hubo un error transcendental. De alguna manera, cada proyecto se arrogo
una única y definitiva forma de lucha. De este modo, usando la jerga de
entonces, hubo sectores que quedaron con la impronta de “violentistas”; es
cierto que para la dictadura, todo aquel que alzara la voz era considerado un
violentista; quien lanzara panfletos, era un violentista; quien marchara por
las calles, quien leyera un discurso e – incluso – quien usara un poncho
artesanal, caía en la categoría de violentista. Sin embargo, no es en este
sentido que la jerga de la dictadura hizo su verdadero daño; ninguna
organización seria, ni una persona adecuadamente informada, podía tomarse en serio
dicho argot, a menos que fuera parte del aparato represivo o de la indolente
derecha de este país.
Sin
embargo, cuando se margina a un sector de la sociedad, de los acuerdos para
lograr la salida del dictador, en razón de que su forma de lucha no excluye la
violencia – o más bien, la lucha armada, ya que la violencia puede ejercerse
sin disparar un solo tiro; cuando se excluye a dichos sectores, se presupone
que dicho grupo está dispuesto únicamente a la lucha armada. Y más
aún, se vincula dicha opción de lucha al proyecto político o social de dicho
grupo; se anquilosa la mirada, se congela el devenir y la etiqueta peyorativa
se vuelve descriptiva. No me hago ilusiones retrospectivas; estoy claro que hay
proyectos de sociedad que sólo se han logrado mantener por la coerción
represiva. Pero esto no es privativo de un proyecto en específico; de hecho,
Chile, que fue el primer país en adoptar las ideas de Friedman en su forma más
pura, lo hizo bajo una tiranía; es ilusorio pensar que en una república pluripartidista,
con sindicatos fuertes y una prensa relativamente libre, pudiera haberse
instaurado una política económica que tiene a la desregulación del capital como
uno de sus dogmas primigenios, sobre todo considerando la pérdida de puestos de
trabajo, quiebra de empresas nacionales y abolición de las conquistas sociales
que implicó.
Pero
no nos apartemos de la argumentación inicial.
Veníamos
diciendo que en el discurso, se fundió en un solo concepto al proyecto de
izquierda con la violencia. Es necesario aclarar que cuando hablo de proyecto
de izquierda, me refiero al proyecto político que entonces era de
izquierda; hoy, probablemente, habría que revisar su calidad de izquierda.
Se podrá argumentar que otros partidos políticos y movimientos sociales,
compartían dicho proyecto de izquierda, y sin embargo, no defendían la lucha
armada. Pues bien, justamente de eso se trata: no toda la izquierda compartía
la tesis de la lucha armada. Pero nadie, al menos en las bases – insisto en
ello – habría pensado que el método tuviera que ser privativo de un proyecto
social; para decirlo de otro modo, nadie habría pensado que una salida pacífica
tenía como corolario, un proyecto neoliberal. Sin embargo, eso fue lo que
ocurrió.
Apareció,
entonces, en este punto, el primer paso a la exclusión. Un referente de la
izquierda fue marginado, toda vez que estaba dispuesto a la lucha armada si
hubiera sido necesario (dentro de esa izquierda, lo sabemos, había grupos que
ya habían comenzado a transitar por esa
vía, y sin embargo, habría que preguntarse seriamente si en realidad tuvieron
un efecto tan marginal como se pretende hacer ver, y no fueron quizá
catalizadores de los acuerdos posteriores). No puedo, hoy por hoy, respaldar
esa forma de lucha; sin embargo, la Resistencia Francesa durante la ocupación
nazi, las luchas de independencia en américa, la guerra civil de Estados
Unidos, forman parte de las epopeyas que dieron forma a nuestra civilización;
pero creo que nadie, hoy en día, denostaría la abolición de la esclavitud
argumentando que se consiguió en forma violenta. Ni qué decir de nuestras
efemérides.
El
fin, sin duda, no debe justificar los medios, y el medio no debe transformarse
en el fin. Pero presuponer que un fin está irremisiblemente subyugado a un
medio, es – al menos desde mi punto de vista – interesado. Una manera de
demonizar las ideas. Pero ocurrió. De ese modo, quienes proponían una
alternativa socialista, de justicia social, terminan siendo identificados con
la violencia. Y en la otra vereda, aparecen los “moderados”. Moderados en
todo. Incluso en la ilusión. Porque una vez instalada esta lógica del discurso,
pero no sólo por esta lógica, una parte de la izquierda (de las cúpulas, sobre
todo) comienzan a llamarse renovados; vale decir, inofensivos.
Inofensivos, no sólo porque no adscriben a todas las formas de lucha, sino
sobre todo, porque no constituyen un peligro para el modelo neoliberal. Pero no
es ese el término que se instala en el discurso, sino más bien la idea de pragmatismo.
Y rápidamente, se abre paso la dicotomía ideología versus pragmatismo, como si
el pragmatismo no fuera otra forma de ideología.
En
este punto podemos advertir, que las fuerzas que se oponían a Pinochet, ya no
levantan banderas propias; en un comienzo, se posponen los proyectos en pro de
una unidad pragmática en la lucha contra el dictador. Ningún proyecto es viable
mientras éste permanezca en el poder. Pero, inmediatamente, se excluye también a
un sector de la izquierda, identificada con la lucha armada, o con la
posibilidad de llegar utilizarla. Podemos asumir que en el contexto histórico
en que se da todo esto, era necesario
dar garantías de buena conducta; curioso, en todo caso, tener que dar garantías
de pacifismo frente a quien ostenta todo el poder bélico del país. Hablar de
arsenales en manos de determinados movimientos de lucha, es casi anecdótico
frente al aparato armado del estado. Y sin embargo, pienso que Pinochet le
temía a dichos grupos, o más bien, a la posibilidad de crecimiento de aquellos.
Le temían también la derecha chilena y la aristocracia política chilena. Sin
embargo, no es algo que pueda argumentar en este momento. Sólo quiero dejar
constancia que para dejar el poder, el dictador necesitaba garantías, las
fuerzas armadas necesitaban garantías, la derecha necesitaba garantías; no es
creíble, hoy por hoy, pensar que habrían permitido una vuelta a la democracia,
si no hubiesen tenido la seguridad de no ser juzgados por las violaciones a los
derechos humanos, pero sobre todo, sino hubiesen estado seguros de que el
modelo económico se mantendría, en esencia, igual. De tal manera, que al
vincular la violencia con un proyecto de izquierda, como si ésta fuera una
condición necesaria para dicho proyecto y como si dicho proyecto no pudiera
existir sin ella, se dio al traste con toda posibilidad de desarrollo diferente
del sistema neo-liberal. De ahí en más, la izquierda autodenominada
democrática, se había renovado; pero tenían que rendir examen. Desde entonces,
hubo dos gobiernos socialistas: el sistema político engendrado por la
dictadura, prácticamente no se vio afectado; en lo económico, en muchos
aspectos, no hicieron sino profundizar el neoliberalismo, con más o menos
subsidios a los más desposeídos. Aprobaron el examen, y con distinción. Porque
a esa altura, ya no había banderas que defender; ya no había proyectos
socialistas; sólo se trataba de disminuir el “daño colateral”. En el discurso,
se había instalado el exitismo, el continuismo, en suma, la nada. No hubo más
proyectos, no se pensó más la realidad. La Historia parecía haber llegado a su
fin.[1]
Llegamos
entonces a la paradoja de que cuando dictadura torturaba a quienes pensaban
diferente; degollaba para dominar por el terror; asesinaba a quien alzaba la
voz; reprimía brutalmente el menor descontento[2];
entonces, en aquellos tiempos en que todo era imposible, pensábamos que todo
era posible. En cambio hoy, en un momento de la vida del país en que uno ya no
teme por su vida cada vez plantea una idea, en que la información está al
alcance de los teclados de millones de computadoras, en que los cortafuegos de
INTERNET aún son de mal gusto, en que las redes sociales extienden casi al
infinito las posibilidades de organizarse, hoy, que todo es posible, ya nada es
posible.
Ese
es el marasmo en que hemos vivimos.
Ese
marasmo es indignante por si solo. Como si no hubiese más motivos para estar
indignado.
Puerto Montt, 17 de julio de 2012
[1]
Nota: No soy tan ingenuo como
para no pensar que hubo otros factores que pesaron en la política chilena post
dictatorial; la caída de los llamados socialismos reales, por ejemplo, fue un
espaldarazo enorme para los defensores del neoliberalismo; sin embargo, el
fracaso de aquellos sistemas no implica para nada el éxito del capitalismo
tardío – aun así, nadie pareció advertirlo. Hoy en día, el mundo va de crisis
en crisis, en tiempos en que campea el neoliberalismo; no hay muro de Berlín ni
cortina de hierro… ¡Hasta los chinos son neoliberales! Y sin embargo, se sigue
siendo “pragmático”, no se alzan banderas, no se construyen sueños. A esto
llamo marasmo político, marasmo económico y marasmo social.
Nadie pareció advertir, tampoco, que la instauración de economías
neoliberales en los países de la antigua
órbita soviética, no obedeció a ningún tipo de generación espontánea, ni mucho
menos, una evolución natural desde un sistema fracasado a uno exitoso, sino que
tuvo directa relación con el accionar de think thank, los organismos
financieros internacionales, la codicia de las oligarquías de cada país y de
las grandes corporaciones de capital transnacional.
[2] En
los últimos dos años, el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, responde al
descontento ciudadano con un estilo pinochetista de represión; pero a pesar de
lo salvaje, arbitraria, necia y desmedida que ha sido su forma de responder a
las demandas ciudadanas, no alcanza, ni
parecen estar dadas las condiciones para que alcance, el nivel de atrocidad del
terrorismo de estado de Pinochet. Sin embargo, la impronta genética es
innegable.
©René de la Barra Saralegui
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