Es llamativo el prurito
inquisidor con que demasiados académicos, muchos críticos y no pocos escritores,
manifiestan su repulsa ante la
literatura de tinte político. En su afán de deslindar lo artístico de lo
contingente, tildan, incluso, de panfletarios las creaciones de los llamados
escritores comprometidos, cuando no meramente realistas.
Para ellos, pareciera no haber
mérito artístico en una obra de connotación social o de crítica sistémica. Por
desgracia, hasta hoy pareciera no haber un Moisés que nos obsequie las necesarias
Tablas de la Ley para realizar la tan anhelada purga.
Por lo mismo, fracasan los
academicistas a la hora de plantear cánones apriorísticos para evaluar una obra
literaria; la alharaca de los críticos
cae en el vacío, y los escritores siguen rebelándose frente a los
límites extrínsecos a su talento y creatividad.
El llamado “arte por el arte”,
tropieza, a mi modo de ver, con al menos un par de obstáculos. El primero dice
relación con el Quién. Quién decide, quién determina, quién juzga.
Tanto las posturas puristas como
las eclécticas, pecan de soberbia, toda vez que se yerguen en jueces, en este
caso, del arte literario. Acusan y sentencian, habiéndose erigido, ante sí y
por sí, como los depositarios de la sabiduría estética.
El otro problema que enfrenta el
purismo literario, es que la realidad es porfiada y contumaz, y deja asentada
en la historia de la literatura, la huella de “demasiados” poetas “contaminados”
por la realidad, la crítica social, los ideales políticos y las demandas de
justicia:
“Carne de yugo ha nacido/más
humillado que bello/con el cuello perseguido/por el yugo para el cuello”
versificaba Miguel Hernández.
“Mostradme vuestra sangre y
vuestro surco,/decidme: aquí fui castigado/porque la joya no brillo o la tierra/
no entrego a tiempo la piedra o el grano” escribía Neruda.
Los ejemplos podrían
multiplicarse. Ernesto Cardenal, Bertolt Brecht, John Steinbeck, Eduardo
Galeano, son sólo algunos de los escritores que se me vienen a la mente. La
lectura cuidadosa de sus obras encontrará en ellos, no sólo un profundo compromiso
político y social, sino también un exquisito sentido estético.
Ahora bien, los puristas del arte
por el arte abominan de la contaminación política de las letras, cabe
preguntarse: ¿por qué se ha de denostar tan sólo dicha “contaminación”? ¿Por
qué no preocuparse también de la “contaminación” religiosa? La obra entera de
los místicos desaparecería de un plumazo. Títulos como “Rosario de sonetos
líricos” (Unamuno) sería tildado al menos de sospechoso. ¿Y si nos preocupamos
de la “peligrosa” tendencia a mezclar la psicología con la literatura? Habría
que cuestionar seriamente el valor literario de obras como “El Túnel”, “Abaddón
El Exterminador” y “Sobre Héroes y Tumbas”, de Ernesto Sábato, “La Familia de
Pascual Duarte”, de Camilo José Cela, o “El Extranjero” de Albert Camus, demasiado
cercanas a la locura como para no remitirlas al terreno de los nosocomios. ¿Y
la novela histórica? ¿Qué más contaminado que aquello? Sin duda he llevado estas palabras al extremo
de la caricatura; pero ¿acaso no es extremo pretender la asepsia literaria?
Hasta Borges se “contaminaba” de su erudición. Ni siquiera el modernismo se
salva: baste recordar el poema a Roosevelt que escribiera Rubén Darío.
¿Por qué vetar entonces la
expresión de los ideales políticos en la literatura? Sólo una visión interesada
– e interesada políticamente – podría pretender separar de un modo tan brutal,
la ética de la estética.
La literatura es vida, en todas y
cada una de sus manifestaciones; en ella tienen cabida autores como Huidobro, Borges
y Cortázar, así como también Guillén, Gorki y Goytisolo.
“Nada humano me es ajeno” – decía
Terencio. Y nada humano le es ajeno al arte, la poesía y las letras.
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