domingo, 1 de marzo de 2015

DICKENS DESHOJA UNA MARGARITA (O DIGRESIONES SOBRE LAS TELENOVELAS, EL FOLLETÍN, CHEJOV, OLIVER TWIST, LA CENICIENTA Y SUPERMAN)


Charles Dickens

 Creo que todos nosotros, más de alguna vez, no hemos tenido otro remedio que ver una telenovela, ya sea porque la compañía de otros lo ha requerido o porque nuestro estado de ánimo era tan lamentable que no nos era posible o nos daba lo mismo hacer otra cosa. La sensiblería de los culebrones seguramente nos habrá hecho sonreír en forma socarrona y disimulada, para que nadie se moleste y no se diga que uno es pedante o excesivamente crítico. Pienso, en todo caso, que esa sonrisa socarrona, sin palabras, es benevolente. Los diálogos cursis o poco creíbles, casi siempre artificiosos, la falta de tensión dramática y el maniqueísmo que permea la trama y mueve a los personajes, darían para mucho más que una sonrisa, y si uno permanece sentado frente al televisor, aquello debe considerarse como una muestra de tolerancia.
La necesidad de prolongar la producción capítulo tras capítulo, es decir, día a día, por, qué sé yo, una hora cada tarde, explica la falta de tensión, los puntos muertos, las escenas gratuitas, que se estiran como los relojes de Dalí para rellenar el vacío que la narrativa resolvería con otros recursos (piénsese en historias intercaladas o narraciones paralelas, en el uso de más de un narrador y de diversos puntos de vista, en el abandono del tiempo lineal), o por el simple expediente no posponer el clímax y el desenlace.
El imperio de las pautas programáticas impide la asimetría de los capítulos, de modo que el formato se impone por sobre la esencia narrativa, y a la solución a menudo suele ser ponerle agua al vino. La máxima del cuentista se invierte. Ya no se trata de eliminar lo superfluo. El arma de Chejov deviene en chuchería, deja de ser imprescindible y se convierte en mero relleno, generalmente en redundancia, pues tampoco aporta mayor riqueza ni abre nuevos hilos narrativos, que completen una visión de mundo, ni actúa por acumulación, como ocurre en la novela. El culebrón tiene otras exigencias. No gana por nockout, como el cuento, ni por puntos, como suele hacerlo la novela (la metáfora es de Cortázar). El culebrón gana por el rating, es decir, no por valores estéticos intrínsecos, sino por valoraciones externas: la publicidad, el reparto, el horario en que se transmite, el nombre, la moda, el tema (en el caso de la narrativa, el tema es un elemento más, y a menudo, sino la mayor parte de las veces, no es, ni mucho menos, el más importante). El culebrón debe adecuar su formato a pautas que también son externas: avisaje, parrilla programática, etc. Nada más alejado que la forma en que se escribe una obra literaria. Un Borges o un Bolaño se habrían visto en dificultades si se les hubiese limitado a escribir trecientas líneas por día, durante veinte semanas, sobre un tema de interés humano, que permitiera de vender una determinada cantidad de ejemplares.
Era, sin embargo, lo que debían hacer Dickens y Chejov.  
Anton Chejov
Chejov, obligado a mantener a su familia, luego de la quiebra de su padre, un hombre cruel, acosado por las deudas e incapaz de ocuparse de la manutención de los suyos, comenzó a escribir relatos que se publicaron en revistas humorísticas muy en boga en la Rusia de fines del siglo XIX, publicaciones menores que llenaban el espacio de la literatura seria, entonces en crisis, debido a la censura impuesta luego del asesinato del zar Alejandro II. El propio Chejov da cuenta de aquello en una semanario de San Petersburgo, en el cual publicó, en forma de noticia, la siguiente chanza: «Se nos informa de que uno de los redactores de "Kievlianin”, después de estudiar atentamente los periódicos de Moscú y en un acceso de duda, practicó un registro en su propia casa en busca de publicaciones clandestinas. Aunque no encontró nada de carácter subversivo, se condujo él mismo a la comisaría de policía.»
Entre 1882 y 1887, Chejov llegó a publicar unos seiscientos cuentos, a ocho kopecks por línea; y sin embargo, siempre se impuso el deber de la brevedad. Decía que «el arte de escribir es el arte de acortar», «escribir con talento, es decir, de manera breve», «sé hablar con pocas frases de cosas largas». El formato, ya que escribía cuentos, se le impuso doblemente; el cuento debe poder ser leído sin pausas, de principio a fin; son las exigencias del género (la novela, en cambio, admite y requiere pausas). Pero, Chejov, además, se veía pauteado por una exigencia externa, parecida a las de las telenovelas. Chejov, en tiempos en que escribía para el diario Fragmentos, de San Petersburgo, además de una restricción en la temática que podía abordar (debía limitarse a temas cómicos), estaba obligado a escribir un máximo de cien líneas, del mismo modo en que el culebrón debe acotarse a un margen de tiempo determinado por capítulo. Sin embargo, dada la exigencia del cuento, Chejov no podía posponer la resolución de la historia; ello habría significado dejar en suspenso el relato para la semana siguiente, con el riesgo no sólo de perder el interés del lector, sino de arruinar por completo el cuento, ya que perdería intensidad y tensión.
La novela, como género, y tal como la practicó Dickens, puede en cambio, escribirse por entregas. El culebrón, en este sentido, es heredero del folletín. 
Los cronistas literarios usan el término potboilers, para referirse a obras artísticas de baja calidad que los autores crean sin otro afán que el de ganarse la vida. Habría que decir que el afán mercenario en Chejov y Dickens no era óbice para crear una obra literaria genuina ni disminuía un ápice su calidad, de modo que el término no puede ser aplicado en el caso de estos autores, y en cambio resulta demasiado generoso para el culebrón. Calificar a las telenovelas de potboilers implica reconocer para ellas el estatus de obra de arte, cosa que no son. El comic podría aspirar a ese sitial, también el Pulp, pero no el culebrón. Y sin embargo, las exigencias externas de las se nutre y conforma, vale decir, de las que es producto y a las cuales se amolda, pueden rastrearse también Dickens.
Para Chejov, la exigencia era la brevedad, mientras que para Dickens el imperativo era la extensión.
Dickens, sin quererlo, deshoja una margarita. Los recursos que le permitían el favor del público en la Inglaterra victoriana, al lector contemporáneo pueden parecerle cursis, o en el mejor de los casos, un defecto de su narrativa. Al menos, eso fue lo que me ocurrió con Oliver Twist; varias veces estuve a punto abandonar su lectura; y sin embargo, la siguiente página volvía a cautivarme. Fue entonces cuando pensé que estaba deshojando una margarita. Luego me corregí; era Dickens quien lo hacía, interrogando el favor de sus lectores, en especial los de la posteridad.   
Dickens generó identificación con el lector de su época por medio del maniqueísmo, y captó su atención recurriendo a un excesivo dramatismo e incluso la sensiblería. A medida que ejercitaba el oficio, aquellos recursos se hicieron menos perceptibles, pero no menos eficaces. Son aproximadamente diez años los que median entre Oliver Twist y David Copperfield, y una década de oficio, se nota. Su maniqueísmo es sin duda más notorio en Oliver Twist que en David Copperfield. En esta última novela, los imperativos de la novela por entregas apenas se hacer ver, o en su defecto, no molestan. Al menos, no tanto.
Digamos, en defensa de Dickens, que escritores como Dostoievski, Balzac, Víctor Hugo, Flaubert y Alejandro Dumas, también cultivaron el folletín. Hablando con honestidad, cuesta encontrar algún autor, que en algún momento de su vida no haya escrito para diarios o revistas; sin embargo, me parece que no resulta equivalente escribir por motivaciones literarias y luego obtener algún rédito por la publicación de esas obras, que escribir para el mercado. ¿Purismo? Creo que no, en la medida en que lo dicho no comporta un juicio de valor. Pero esa diferencia, resulta ilustradora respecto del modo en que una obra está escrita.
La lógica del folletín impone varias características; en lo formal, baste como ejemplo, la tendencia a "engordar" el estilo, detenerse en lo accesorio o recurrir a un exceso de monosílabos en los diálogos, de modo llenar más y más folios, ya que el pago al autor se efectuaba en esos términos. Un escritor bisoño tendrá más dificultades para completar la cantidad de folios requerida con hechos novedosos e interesantes, sin que su prosa decaiga; mientras mantenga el suspenso, aquello puede resultar inadvertido, o al menos, serle perdonado por los lectores exigentes, en la medida del interés que suscita o de otros valores literarios. Recordemos que el folletín es producto de la alfabetización de las capas pobres de la población, que demandan (¿o a las que se le ofrece?) una literatura escapista sin demasiadas exigencias formales. La producción es intensa, y a menudo sin una planificación previa, de modo que las obras, una vez publicadas en formato de libro, es decir, después de haberse difundido mediante entregas periódicas en diarios y revistas, solían presentar inconsistencias, que el público, que había seguido capítulo a capítulo, no podía constatar. Nótese cómo en este sentido, Chejov corre con ventajas, en la medida en que escribe relatos tan breves, que es menos probable que él pierda el hilo narrativo u olvide algunas características de sus personajes.   
Las obras de Dickens, en cambio, son extensas, a pesar de lo cual, desde mi óptica de lector, no observo inconsistencias importantes en sus páginas. Es otro el aspecto en el que Dickens parece pagar sus mayores tributos a las exigencias que impone la novela por entregas: un excesivo maniqueísmo. ¿Cómo puede un niño, que sufre todo lo que sufre Oliver, conservarse puro? ¿Cómo puede ser tan bueno? ¿Cómo, si nadie se ha ocupado de su educación, puede tener tan nobles sentimientos? La única respuesta que puedo darme es que Oliver Twist es intrínsecamente bueno, puro por esencia, noble por constitución; una encarnación del bien, una suerte de arquetipo platónico, que no puede ser corrompido por la imperfección del mundo. ¿Y Truhan? Todo en él es astucia, socarronería y malevolencia. No muestra miedo frente al juez que lo condena; antes bien, se burla de él, del jurado y de la policía. Seguramente sus padres fueron gañanes. No ocurre lo mismo con Oliver, que aunque nació huérfano, por sus venas corre la sangre de gente de superior condición. Él no lo sabe, pero actúa como si no perteneciera a ese mundo bajo y violento en que le tocó vivir. Se encuentra inerme frente ese mundo, y la única salida que vislumbra, como un animalillo acosado, es la huida. Es el único acto innoble que se permite. Fuerza es reconocer que si no hubiera huido, es probable que hubiera muerto pronto, y la historia habría sido breve; la firma, en ese caso, habría sido la de Chejov.
La causa primera, la que posibilita la historia, es la fuga; la antecede, en la cronología, pero no en la narración, la historia de su madre, una buena mujer, que comete la imprudencia de enamorarse de un hombre, que si bien se ha separado y no ama a su esposa, no ha roto el vínculo del matrimonio, y la de su padre, convenientemente rico y de buenos sentimientos, odiado por su mujer y su hijo mayor, quien hará los posible por quedarse con la parte de la herencia que le corresponde Oliver. ¡Un argumento de telenovela! Pero Dickens urde la historia con habilidad, y se permite escamotearnos el origen de Oliver, que intuimos, pero no podemos precisar hasta muy avanzada la novela, en que se vale de un diálogo para que conozcamos la historia de sus padres, historias signadas, ¿cómo no?, por la fatalidad –la lógica implacable del folletín.

El recurso que le permite a Dickens mantener el prejuicio social de la nobleza del nacimiento, se denomina anagnórisis, y fue descrito por Aristóteles en su Poética en relación a la tragedia griega; quizá el ejemplo más conocido sea Edipo Rey; sin embargo, el modo en que Dickens utiliza la anagnórisis, es decir, el dar a conocer al personaje un aspecto que no conocía de su vida, no modifica la conducta de éste ni genera un cambio dramático en la trama (cosa que sí ocurre en Edipo), sino que más bien actúa como una demostración: Oliver obraba como tenía que obrar alguien de su condición. El hecho de que dispone de recursos financieros gracias a la herencia que le dejó su padre, también se le revela cuando se le da a conocer la verdad de su origen, pero ese hecho ya no tendrá incidencia sobre el desenlace, como tampoco el saber que Rose Maylie es en realidad su tía. Es posible especular que si Oliver no hubiese podido recuperar su herencia y si no hubiese sabido que su querida Rose era su tía, de igual modo habría sido feliz, ya que contaba con el favor de sus benefactores (la Sra. Maylie, el señor Bownlow). Pero ante tantas miserias padecidas, y ante tanta bondad de su alma, el público, debió sentir que era lo menos que el autor podía hacer por el niño.
La Cenicienta no desconoce su origen, es una buena, muy buena y esforzada muchacha, pero recibe el premio a su condición solo por el tamaño de su pie; se trata de una joven de noble corazón, al igual que Oliver, pero nadie puede o quiere atestiguarlo. Oliver, en cambio, gracias a que su fuga lo pone en contacto con el mundo, fuga que la Cenicienta ni siquiera soñó, tiene la oportunidad de crear una buena imagen de sí mismo, y por ello, ganarse el favor de aquella buena gente que se convertirán en sus benefactores. Superman irá más allá; un ser superior, no solo por su moral, sino también físicamente, se impondrá la misión de velar por todos los seres humanos (a excepción de los villanos), y cumplir esa misión será esa su única recompensa. No lo espera una fortuna ni un príncipe, del cual la Cenicienta se enamora por el solo hecho de que lo es. Es, en este sentido, el más elevado de los tres personajes, célebres huérfanos, herederos de mundos perdidos.

La sola mención de Oliver Twist junto a Superman, un personaje de tira cómica, y La Cenicienta, la heroína de un cuento folclórico de Hadas, muestran hasta qué punto existe un quiebre de verosimilitud en un personaje como Oliver Twist. Quizá por eso sea precisamente él uno de los personajes de la novela que me resultan menos entrañables. La construcción de un personaje como el judío Fajín, en cambio, resulta mucho mejor lograda; se trata de una personalidad fascinante, cuya presencia es mucho más viva y creíble que el propio Oliver Twist. Regenta un nido de pequeñas víboras, una escuela de ladronzuelos, en la que sus pupilos trabajan para él. Codicioso, inteligente y calculador, sabe adular, engañar y envolver, tanto a víctimas como a secuaces, y sabe también, sacar provecho de circunstancias casuales, gracias a una sagacidad que le permite una lectura certera de la realidad. Una novela breve que tuviera como eje dicho personaje, sería sin lugar a dudas, memorable.
Anita, una joven inestable, con una personalidad a menudo impredecible, es quizá el personaje menos teñido de maniqueísmo, y por lo mismo, puede actuar como bisagra y torcer el desarrollo de la historia; termina siendo una suerte de heroína trágica, demasiado hundida en una vida sórdida y desgraciada, como para abrigar alguna esperanza; su sino de mujer fatal se completa cuando su brutal amante, Guillermo, la asesina golpeándola con una viga de madero hasta quedar exhausto. Para ella no habrá nunca un zapatito de cristal.
Ella, como el médico que atiende a Oliver, el señor Grimwig, el mismo Jack Dawkins, resultan más vívidos y verosímiles que el personaje principal.
Mención especial merecen algunos personajes secundarios, como Carlos Bates, que es uno de los pocos, quizá el único personaje evolutivo; tal vez lo sea porque escapa a aquella lógica, que permea la novela, según la cual los vicios y las virtudes son intrínsecas a cada hombre y lo acompañan desde el nacimiento, y por lo mismo, determinan su modo de ser de un modo definitivo. Carlos Bates, uno de los ladronzuelos reclutados y entrenados por Fajín, un muchacho grosero, burdo, ramplón, un niño que ha perdido toda la inocencia, se ve transformado por la muerte en la horca de Jack Dawkins, el Truhan, su amigo y compañero de correrías. El final del propio Fajín, la muerte de Anita y el cúmulo de eventos que desbarató su vida de joven criminal, lo llevaron a buscar nuevos rumbos en el campo; terminó sus días como ganadero, dado, como siempre, a las bromas y la risa fácil. Es un boceto de historia; ignoramos qué otros sucesos, aciagos o afortunados, le permitieron llegar a ser un hombre honesto y respetable; pero acaso ¿no todas las historias son un boceto?
La crítica social que realiza Dickens debe ser valorada como un esfuerzo de poner en la retina del público, los horrores que padecían en la Inglaterra victoriana, los desheredados y los débiles, y entre ellos, los niños y los enfermos. Sin embargo, las exigencias del folletín, debilita dicha crítica en la medida en que la anagnórisis resulta en la confirmación de un prejuicio; esto es, unir la nobleza de la sangre con las virtudes morales, desechando el influjo de la experiencia, incluidos los traumas tempranos y el aprendizaje. Este prejuicio constituye una barrera para el crecimiento de las personas, para la aceptación mutua, la compresión y la fraternidad; de aceptarlo, solo sería posible conmiserarse de los más desafortunados, ser caritativo, vigilar el buen cumplimiento de las normas y procurar que los mejores gobiernen con rectitud. Y los mejores, por cierto, engendran a los mejores. Quizá soy injusto con Dickens. Pero en Oliver Twist, salvo Carlos Bates, nadie se corrompe y nadie se redime. Twist nació bueno, porque heredó las virtudes de sus padres; no nos extraña la pureza de Rosa Maylie; a fin de cuentas, es la tía de Oliver. Fajín, en cambio, solo pudo aspirar a la degradación y la locura. Tal vez el caso de Monks, el hermano de Oliver Twist, sea algo diferente, pues se puede decir que bebió el odio en la leche materna; no sabemos cómo pudo llegar a ser sin esa influencia, si, por ejemplo, no hubiera conocido a su madre y hubiese vivido siempre junto a su padre.  
¡Cuántas preguntas, reflexiones, disensos! De la lectura de una novela por entregas, de un folletín, de una obra que el autor escribió a tanto el folio, movido por el afán de alimentar a su familia. Se trataba de aportar a la entretención de clases recientemente alfabetizadas. Quizá el hecho de que el desarrollo del folletín implique un discurso, una ilación lógica, una asociación de ideas, una estructura de lenguaje, permitió que autores como Dickens plasmaran un pathos que supera con mucho las limitaciones formales de la novela por entregas, estableciendo una línea divisoria infranqueable para la telenovela contemporánea, que al estar estructurada en torno a imágenes evanescentes, no requiere una recreación discursiva en el plano racional, y no permiten la trascendencia. Una estética del cine podría establecer una distinción en el terreno del arte visual quizá más fina que la que he esbozado. En un contexto narrativo, empero, la línea divisoria entre la novela por entregas como la practicaba Dickens y el culebrón contemporáneo es tan gruesa que me parece innecesario abundar en ello, y en todo caso, escapa al objeto de estas líneas. Tal vez, y a modo de reflexión, habría que pensar de qué modo la alfabetización lograda entonces, que posibilitó y aun exigió el desarrollo del folletín, sea hoy vista como la antítesis del culebrón, más cercano al analfabetismo, al menos funcional; en todo caso, para ver la televisión, no es necesario saber leer.  


sábado, 31 de enero de 2015

DOS CUENTOS Y UNA PERSONA NON GRATA




  De los cuentos de Edwards, recuerdo con especial cariño El orden de las familias y Los Zulúes. El primero nos introduce en el orden burgués de una familia venida a menos por la enfermedad mental y posterior muerte del padre, siendo los hijos aún adolescentes. La situación es difícil; pero la  hermana del protagonista restablece el orden de las familias, al casarse con José Raimundo, un tipo "bajo, mofletudo, [que] daba la impresión de [ser] un muchacho mimado, blando y despótico a la vez", que contaba entre sus virtudes, el ser el "hijo único, regalón de una familia rica". El hermano, a la sazón el personaje principal, fiel a cierta actitud adolescente que no lo abandonará nuca, termina como un oscuro funcionario sin futuro, que contempla desde un costado la tranquila prosperidad de su hermana, convertida en ama de casa burguesa, prosperidad de la cual él se beneficia con alguna buena comida y un whisky, sumido en el papel de fracasado, que a fin de cuentas debe vivir con una madre alcohólica y quejosa, de quien su hermana se mantiene convenientemente distanciada; la escena final, en la cual el protagonista recorre una calle de Santiago en que las prostitutas se asoman a las puertas de sus cuartuchos con el fin invitar a entrar a algún parroquiano indeciso, parroquiano que no puede ser él, más por insolvencia que por otra cosa, resulta un paralelo, un contrapunto y un símil grotesco y violento de la vida burguesa de su hermana. El modo en que esta escena, y todo el cuento, están escritos, impiden que el relato caiga en la moralina y la cursilería, y lo libran del panfleto insultante y gratuito. El cuento no sigue una temporalidad lineal; el autor va y viene en diversas escenas que construyen un todo bien organizado con un remate hermoso, a pesar de su tinte depresivo y hasta sórdido. Un escalpelo fino disecando el orden burgués sin estridencias. Una psicología de los personajes que se construye en base a sus diálogos y acciones, un narrador que alternando la primera y la segunda persona, asume la voz de uno de los personajes, el hermano. El autor deja que la historia hable; no hay espacio para digresiones. Apenas lo suficiente para que transcurra la acción.    

    Los Zulúes, en cambio, es la historia de una caída: la experiencia de un alcohólico que ha estado a punto de morir en Nueva York, la intervención fortuita del cónsul chileno que lo encuentra en un museo, subyugado por la "mirada" de una máscara africana que el protagonista siente que, de algún modo,  le sorbe la vida; su posterior tratamiento en un hospital psiquiátrico, la oportunidad que le ofrece un amigo de trabajar para él y el pago que le hace de una gratificación que su socio considera imprudente, ya que desconfía de su rehabilitación. Es en este punto donde arranca el relato, ya que Edwards, en este cuento, también prefiere un tiempo no lineal; pero en vez de intercalar escenas pretéritas que construyan la historia, sobre un fondo, el presente, que nos llevará hacia el final del relato, como ocurre en El orden de las familias, opta por iniciar el cuento en media res y luego narrar la historia desde los avatares del protagonista en Nueva York, y más tarde, a partir del pago de la gratificación, describir su recaída en el alcohol, precisamente cuando lo motivaban el poder mejorar las condiciones en que vivía, comenzando por cambiar de pensión; el encuentro con un amigo que insiste en que beba con él, que un poco no le hará mal, llevan a un desenlace que podría parecer manido y obvio, pero que el talento del escritor llevan a un nivel sublime al incluir en la conversación del grupo de amigos, que beben en un bar, una película en que una tribu zulú ataca un bastión inglés, que debe enfrentarse en desventaja, a pesar de sus armas de fuego, a las lanzas africanas; es entonces cuando el hígado del personaje claudica y cuando su mente intoxicada comienza a vivir la batalla, el ataque de los zulúes que él intenta resistir, mientras bebe; vino de buena calidad, dice uno de los contertulios, para que no dañe el hígado del enfermo; pero una de las lanzas hiere su abdomen y la máscara sorbe finalmente la vida del personaje… pero ni siquiera esto es seguro, pues sus amigos lo llevan en taxi rumbo al hospital. La descripción y el traslapado de la acción resultan alucinantes.
Edwards, en estos cuentos, se nos rebela como un maestro.   


    La lectura de Persona non grata, el primer libro que leí de Jorge Edwards, me descubrió a un autor del cual había leído poco o nada, y de quien tenía una idea errada en especial en cuanto a su ideario político; más tarde, descubría que no estaba tan errado en mis conceptos. En los años ochenta aquel libro era visto con sospecha por quienes por aquel entonces nos encontrábamos absortos en la lucha contra de dictadura pinochetista, a la vez que intentábamos una literatura comprometida, sin la burda rigidez y el esquematismo del realismo socialista, del cual, por lo demás, disponíamos de pálidas muestras. Más fácil, y también más provechoso, era encontrar libros de los autores que formaban parte de lo que se dio en llamar el boom latinoamericano. Leíamos con fervor a Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar, Benedetti; todos ellos por aquel entonces, portadores de credenciales de izquierdistas irreprochables; también leíamos a Carpentier, Borges y Sábato, pero no me atrevo a mencionarlos dentro del fenómeno editorial del boom, en la medida en que lo anteceden. Solíamos incluir también a José Donoso, que nunca ha sido reconocido en forma unánime como parte del boom; por mi parte, y llevado sólo por mi gusto y mi admiración de recursos formales como el recate de formas literarias menores (noticias de prensa, por ejemplo) y la particular forma en que escribió Maldición eterna a quien lea estas páginas, incluía a Manuel Puig, que si bien fue menos conocido y sujeto de abominación para Mario Vargas Llosa, quien lo habría comparado con Corín Tellado, tuvo bastante notoriedad con su novela La traición de Rita Hayworth. No nos preocupaba demasiado que Borges fuera hombre de derechas, pues reconocíamos en él una estética superlativa. Por lo demás, no incurría en la herejía de defender sus ideas políticas en sus libros, cuestión que sin embargo, nos parecía, no sólo lícito, sino necesario, en un escritor de izquierda. Demás está decir que en la lectura de las obras como Conversación en La catedral, La ciudad y los perros, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y El señor presidente, nos parecían lo suficientemente comprometidos como para excusar a sus autores del panfleto; no nos inquietaba para nada el psicologismo de Sábato, el barroquismo de Carpentier y la fantasía de Cortázar, lo que además de demostrar lo contradictorio del pensamiento juvenil (lo contradictorio del pensamiento humano, a decir verdad), daba cuenta de que nuestros valores estéticos podían estar por encima de las militancias. Sin embargo, ninguno de nosotros perdonó la herejía de Edwards: escribir en contra de Fidel Castro era un hecho abominable. No quisimos, al menos yo no quise, tomarme la molestia de conseguir el libro; ¿para qué?; Edwards por sí solo se había excomulgado. El hecho de que el libro haya sido prohibido por la dictadura chilena no me alertó en el sentido contrario. Ni siquiera se me ocurrió pensar que Persona non grata pudiera tener algún valor estético.
    El mismo género de prejuicio es el que debió alertar a los organismos de seguridad de Cuba, de modo que Edwards se tornó sospechoso para ellos; su apellido, su origen social, resultaban un estigma indeleble en el contexto siempre alerta de la revolución cubana, que ya había soportado la frustrada invasión de Bahía de los Cochinos y al menos un intento de asesinato a Fidel Castro. La familia Edwards, en Chile, forma parte de la más rancia burguesía y es dueña, hasta hoy, del diario El Mercurio, que tuvo una participación destacada, colaborando con la CIA, en el golpe de estado que derrocó a Salvador Allende. Dicha colaboración no era un misterio para nadie; menos para Fidel Castro. Sin embargo, por aquel entonces, las simpatías políticas de Jorge Edwards estaban con Allende, y sus ideas eran más cercanas a las de Neruda, quien en aquel tiempo despertaba pruritos en la isla, al punto que un grupo de escritores firmó una carta de repudio al premio Nobel chileno, carta que contenía algunas firmas apócrifas, como la de Alejo Carpentier, quien no la habría firmado.
    Otro elemento que hizo a Edwards sospechoso fue el haber sido partidario, en 1968, de otorgar el premio Casa de las Américas de al escritor cubano Norberto Fuentes, quien no era visto con buenos ojos por el gobierno cubano.
   Según Edwards, habría influido además, la desconfianza que el mandatario cubano sentía por la experiencia chilena, por los escritores en general (llama la atención su amistad con García Márquez) y por el grupo que frecuentaba Edwards en particular, leales revolucionarios, al decir del escritor chileno, pero que por angas o por mangas no dejaban conformes a los organismos de seguridad. Sea como fuera, el hecho es que el recibimiento que tuvo en Cuba, cuando llegó a la isla como encargado de negocios de Chile, estuvo signado por el descuido y la indiferencia; el escritor llegaba a cuba con el mandato de instalar y dejar en marcha la embajada chilena en La Habana, luego de la ruptura del relaciones ocurrida durante el gobierno de Jorge Alessandri, la que respondía a la lógica del bloqueo impuesto por Estados Unidos. Las condiciones para el cumplimiento de su misión no fueron mejores que su recibimiento y Edwards fue sintiendo la vigilancia de los organismos de seguridad cubanos.
   ¿Cuánto hubo en el sentimiento, las opiniones y el concepto que se formó Jorge Edwards de la revolución cubana y Fidel Castro, de vigilancia policial o de subjetividad, despecho y paranoia? No estoy en condiciones de responderlo. El tenor de Persona non grata me sugiere que pudo haber por sobre todo una sensibilidad exaltada a partir de hechos objetivos; es decir, no me parece descabellado pensar que fuera sometido a vigilancia por los organismos de seguridad cubanos, pero no me cabe duda de que el ánimo de Edwards estaba en un punto susceptible y le llevó a cierto grado de paranoia, que hicieron su experiencia aún más penosa. El libro no trasunta oído ni resentimiento; tampoco es una crítica descarnada ni un texto objetivo, respaldado en hechos demostrables; ni siquiera se acerca a la crónica periodística. Es un testimonio bien escrito, subjetivo, que rebela un estado de ánimo, reflexiones en torno al poder y la política, en torno a la construcción del socialismo y a la experiencia chilena, aderezado con cierto comidillo literario. Interesante para quienes quieran hacerse una idea de las tensiones que se vivían por aquel entonces, conocer aspectos, desconocidos para la mayoría, de escritores como Pablo Neruda, de quien Edwards era amigo y a quien acompañó más tarde en la delegación diplomática en París. No es un libro imprescindible ni como obra literaria ni como documento político. Sin duda la labor propiamente literaria de Edwards es mucho más interesante que sus avatares como diplomático.

viernes, 23 de enero de 2015

LA LOCA LEMEBEL


Hoy en la madrugada falleció Pedro Lemebel, punzante e irreverente escritor chileno, autor de crónicas como Loco Afán y De perlas y cicatrices y de libros como Tengo miedo torero, novela que se estructura en torno a un ayudista del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, movimiento armado que en tiempos de la dictadura intentó acabar por la vía más expedita con la tiranía de Pinochet. Fue amigo de Gladys Marín, una de las mujeres que con más fuerza defendió un marxismo ortodoxo y consecuente; sin embargo, las simpatías de Lemebel por el partido comunista se enfriaron, debido a la actitud de desconfianza que inspiraba en varios de sus miembros más conspicuos su condición homosexual. Fue, por sobre todo, o por sobre casi todo, porque también amaba la literatura, un luchador por la dignidad de los marginados, a partir de una reivindicación de su modo de vida, otorgándole valor estético a los términos despectivos con que la burguesía nacional se encarga de denostar a quienes no se adecúan a sus cánones. En sus crónicas, la loca, el término despectivo, con el que se (des)califica al travesti, adquiere un valor estético descriptivo, que consigue en el lector un sentimiento de empatía y cariño. Cultiva la crónica desde la barricada, desde la otra vereda, desde el otro barrio, para ser más preciso, desde el bloque de departamentos de una barriada periférica, o desde la esquina del centro, en que el travesti vende su fantasía al relamido señorón del barrio alto, que al otro día, al oír el tañido las campanas, llegará un poco más temprano a la iglesia, en búsqueda de su confesor. Alejado ¡cómo podría no estarlo! del aire señorial de un Joaquín Edward Bello y de la autocomplacencia de los patricios de la crónica chilena, cultivó una escritura ácida, crítica, amorosa, a veces alegre y a ratos terrible... casi siempre terrible.  
 


Le debo a Lemebel una reseña más extensa, más profunda, quizá más insperiada, del mismo modo que Chile le debe el reconocimiento que merece. El analfabetismo funcional, es decir, la condición cultural desmedrada en que nuestro Chile globalizado y economicista, mantiene a sus población, lleva a la paradoja de que quienes pudieron haber reído con él, haberse visto retratados y representados en su vez, quizá no sepan quién nos deja. El Chile oficial, que lamentará su pérdida con frases oficiales, lo hará objeto de elogios oficiales y lo archivará antes de una semana entre tantos olvidos oficiales. Ese Chile que firma decretos en La Moneda y decide nuestra vida en los salones de La Dehesa, Vitacura y Lo Curro, ese Chile lejano del barrio y de las calles, le negó el Premio Nacional de Literatura, con la misma ceguera con la que a Gabriela Mistral se lo dieron solo después de haber ganado el Premio Nobel. Lemebel era incómodo, no se acostumbró, como muchos, como yo, a una izquierda insípida, que hasta hoy ha ganado las elecciones con antiguos nombres, desprovistos de sentido. El socialismo chileno, luego de la dictadura, no ha sido sino una martingala, una forma de liberalismo bajo en calorías, que Lemebel no se cansó de ironizar. Fue su pecado, no tanto su sexualidad, que la moral burguesa reprueba en los rotos, que le parece de mal tono, vulgar, rasca, en el barrio, y en cambio, le resulta tolerable, le inspira cierta condescendencia, cuando se da entre la gente decente; es decir, comentaristas de espectáculos, gente de la televisión, estilistas de la alta costura y peluqueros de gente bien. Era una loca incómoda Lemebel; era una loca; era del pueblo.

 
 LAS JOYAS DEL GOLPE

Pedro Lemebel

(Del libro De perlas y cicatrices)


Y ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un país dibujado como una hilacha en el mapa; una aletargada culebra de sal que despertó un día con una matraca en la frente, escuchando bandos gangosos que repetían: "Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda, y no exponerse a la mansalva terrorista". Sucedió los primeros meses después del once, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista, cuando los vencidos andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A alguna cabeza uniformada se le ocurrió

organizar una campaña de donativos para ayudar al gobierno. La idea, seguramente copiada de "Lo que el viento se llevó" o de algún panfleto nazi, convocaba al pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el patrimonio nacional arrasado por la farra upelienta, decían las damas rubias en sus tés-canastas, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto, y sacarlo adelante en su heroica gestión. Demostrarle al mundo entero que el golpe sólo había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran calumnias del marxismo internacional, que envidian a Augusto y a los miembros de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo esa orgía de rotos. Por eso, que si usted apoyó el pronunciamiento militar, pues vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, un collar, lo que sea. Vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante, la promotora más entusiasta con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en la gala organizada por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas cluecas recibiendo los obsequios.
A cambio el gobierno militar entregaba una piocha de lata, hecha en la Casa de Moneda por la histórica cooperación. Porque con el gasto de tropas y balas para recuperar la libertad, el país se quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a las mujeres ricachas que entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un anillo de cobre, que en poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso recuerdo a su patriota generosidad.
En aquella gala estaba toda la prensa, más bien sólo bastaba con El Mercurio y Televisión Nacional mostrando a los famosos haciendo cola para entregar el collar de brillantes que la familia había guardado por generaciones como cáliz sagrado; la herencia patrimonial que la Mimí Barrenechea recibía emocionada, diciéndole a sus amigas aristócratas: "Esto es hacer patria chiquillas", les gritaba eufórica a las mismas veterrugas de pelo ceniza que la habían acompañado a tocar cacerolas frente a los regimientos, las mismas que la ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar, el Club de la Unión o en la misma casa de la Mimí, juntando la millonaria limosna de ayuda al ejército. Por eso, por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia, repiqueteaba la señora Barrenechea llenando las canastillas timbradas con el escudo nacional, y a su paso simpático y paltón, caían las zarandajas de oro, platino, rubíes y esmeraldas. Con su conocido humor encopetado, imitaba a Eva Perón arrancando las joyas de los cuellos de aquellas amigas que no las querían soltar. Ay, Pochy, ¿no te gustó tanto el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando champán el once? Entonces venga para acá ese anillito que a ti se te ve como una verruga en el dedo artrítico. Venga ese collar de perlas querida, ese mismo que escondes bajo la blusa, Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.
Entonces, la Pelusa Larraín picada, tocándose el desnudo cuello que había perdido ese collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú linda, ¿con qué te vas a poner? La Mimí la miró descolocada, viendo que todos los ojos estaban fijos en ella. Ay Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta campaña ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con este valioso prendedor de zafiro, le dijo la Pelusa arrancándoselo del escote. Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea, vio con horror chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión viendo alejarse la cesta con las alhajas, preguntándose por primera vez, ¿qué harían con tantas joyas? ¿A nombre de quién estaba la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate para rescatar su zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle, y la miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del ejército. El caso fue que la Mimí se quedó con sus dudas, porque nunca hubo cuenta ni cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción Nacional.


Años más tarde, cuando su marido la llevó a EE.UU. por razones de trabajo, y fueron invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada embajadora del gobierno militar ante las Naciones Unidas, la Mimí, de traje largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de uniformes que relampagueaban con medallas, flecos dorados y condecoraciones tintineando como árboles de pascua. Entre todo ese brillo de galones y perchas de oro, lo único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y se quedó tiesa en la escalera de mármol, tironeada por su marido que le decía entre dientes, sonriendo, en voz baja: qué te pasa tonta, camina que todos nos están mirando. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, decía la Mimí tartamuda mirando el cuello de la embajadora que se acercaba sonriente a darles la bienvenida. Reacciona, estúpida. Qué te pasa, le murmuraba su marido pellizcándola para que saludara a esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la diadema temblándole al pescuezo. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, repetía la Mimí a punto de desmayarse. ¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el balbuceo de la Mimí, hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que a mi mujer le ha gustado mucho, le contestó el almirante sacando a la Mimí del apuro. Ah sí, es precioso. Es un obsequio del Comandante en Jefe que tiene tan buen gusto, y me lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de familia, dijo emocionada la diplomática antes de seguir saludando a los invitados.
La Mimí Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock, y esa noche se lo tomó todo, hasta los conchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido, avergonzado, se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era necesario embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota para morderse la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario, mientras veía, nublada por el alcohol, los resplandores de su perdida joya multiplicando los fulgores del golpe.