Charles Dickens |
Creo
que todos nosotros, más de alguna vez, no hemos tenido otro remedio que ver una
telenovela, ya sea porque la compañía de otros lo ha requerido o porque nuestro
estado de ánimo era tan lamentable que no nos era posible o nos daba lo mismo
hacer otra cosa. La sensiblería de los culebrones seguramente nos habrá hecho
sonreír en forma socarrona y disimulada, para que nadie se moleste y no se diga
que uno es pedante o excesivamente crítico. Pienso, en todo caso, que esa sonrisa
socarrona, sin palabras, es benevolente. Los diálogos cursis o poco creíbles,
casi siempre artificiosos, la falta de tensión dramática y el maniqueísmo que
permea la trama y mueve a los personajes, darían para mucho más que una
sonrisa, y si uno permanece sentado frente al televisor, aquello debe
considerarse como una muestra de tolerancia.
La
necesidad de prolongar la producción capítulo tras capítulo, es decir, día a
día, por, qué sé yo, una hora cada tarde, explica la falta de tensión, los puntos
muertos, las escenas gratuitas, que se estiran como los relojes de Dalí para
rellenar el vacío que la narrativa resolvería con otros recursos (piénsese en
historias intercaladas o narraciones paralelas, en el uso de más de un narrador
y de diversos puntos de vista, en el abandono del tiempo lineal), o por el
simple expediente no posponer el clímax y el desenlace.
El
imperio de las pautas programáticas impide la asimetría de los capítulos, de
modo que el formato se impone por sobre la esencia narrativa, y a la solución a
menudo suele ser ponerle agua al vino. La máxima del cuentista se invierte. Ya
no se trata de eliminar lo superfluo. El arma
de Chejov deviene en chuchería, deja de ser imprescindible y se convierte
en mero relleno, generalmente en redundancia, pues tampoco aporta mayor riqueza
ni abre nuevos hilos narrativos, que completen una visión de mundo, ni actúa
por acumulación, como ocurre en la novela. El culebrón tiene otras exigencias.
No gana por nockout, como el cuento, ni
por puntos, como suele hacerlo la novela (la metáfora es de Cortázar). El
culebrón gana por el rating, es
decir, no por valores estéticos intrínsecos, sino por valoraciones externas: la
publicidad, el reparto, el horario en que se transmite, el nombre, la moda, el
tema (en el caso de la narrativa, el tema es un elemento más, y a menudo, sino
la mayor parte de las veces, no es, ni mucho menos, el más importante). El
culebrón debe adecuar su formato a pautas que también son externas: avisaje,
parrilla programática, etc. Nada más alejado que la forma en que se escribe una
obra literaria. Un Borges o un Bolaño se habrían visto en dificultades si se
les hubiese limitado a escribir trecientas líneas por día, durante veinte
semanas, sobre un tema de interés humano, que permitiera de vender una
determinada cantidad de ejemplares.
Era,
sin embargo, lo que debían hacer Dickens y Chejov.
Anton Chejov |
Chejov,
obligado a mantener a su familia, luego de la quiebra de su padre, un hombre
cruel, acosado por las deudas e incapaz de ocuparse de la manutención de los
suyos, comenzó a escribir relatos que se publicaron en revistas humorísticas
muy en boga en la Rusia de fines del siglo XIX, publicaciones menores que
llenaban el espacio de la literatura seria, entonces en crisis, debido a la
censura impuesta luego del asesinato del zar Alejandro II. El propio Chejov da
cuenta de aquello en una semanario de San Petersburgo, en el cual publicó, en
forma de noticia, la siguiente chanza: «Se nos informa de que uno de los
redactores de "Kievlianin”, después de estudiar atentamente los periódicos
de Moscú y en un acceso de duda, practicó un registro en su propia casa en
busca de publicaciones clandestinas. Aunque no encontró nada de carácter
subversivo, se condujo él mismo a la comisaría de policía.»
Entre
1882 y 1887, Chejov llegó a publicar unos seiscientos cuentos, a ocho kopecks
por línea; y sin embargo, siempre se impuso el deber de la brevedad. Decía que
«el arte de escribir es el arte de acortar», «escribir con talento, es decir,
de manera breve», «sé hablar con pocas frases de cosas largas». El formato, ya
que escribía cuentos, se le impuso doblemente; el cuento debe poder ser leído
sin pausas, de principio a fin; son las exigencias del género (la novela, en
cambio, admite y requiere pausas). Pero, Chejov, además, se veía pauteado por
una exigencia externa, parecida a las de las telenovelas. Chejov, en tiempos en
que escribía para el diario Fragmentos,
de San Petersburgo, además de una restricción en la temática que podía abordar
(debía limitarse a temas cómicos), estaba obligado a escribir un máximo de cien
líneas, del mismo modo en que el culebrón debe acotarse a un margen de tiempo
determinado por capítulo. Sin embargo, dada la exigencia del cuento, Chejov no
podía posponer la resolución de la historia; ello habría significado dejar en
suspenso el relato para la semana siguiente, con el riesgo no sólo de perder el
interés del lector, sino de arruinar por completo el cuento, ya que perdería
intensidad y tensión.
La
novela, como género, y tal como la practicó Dickens, puede en cambio,
escribirse por entregas. El culebrón, en este sentido, es heredero del
folletín.
Los
cronistas literarios usan el término potboilers,
para referirse a obras artísticas de baja calidad que los autores crean sin
otro afán que el de ganarse la vida. Habría que decir que el afán mercenario en
Chejov y Dickens no era óbice para crear una obra literaria genuina ni
disminuía un ápice su calidad, de modo que el término no puede ser aplicado en el
caso de estos autores, y en cambio resulta demasiado generoso para el culebrón.
Calificar a las telenovelas de potboilers
implica reconocer para ellas el estatus de obra de arte, cosa que no son. El
comic podría aspirar a ese sitial, también el Pulp, pero no el culebrón. Y sin embargo, las exigencias externas
de las se nutre y conforma, vale decir, de las que es producto y a las cuales
se amolda, pueden rastrearse también Dickens.
Para
Chejov, la exigencia era la brevedad, mientras que para Dickens el imperativo era
la extensión.
Dickens,
sin quererlo, deshoja una margarita. Los recursos que le permitían el favor del
público en la Inglaterra victoriana, al lector contemporáneo pueden parecerle
cursis, o en el mejor de los casos, un defecto de su narrativa. Al menos, eso
fue lo que me ocurrió con Oliver Twist;
varias veces estuve a punto abandonar su lectura; y sin embargo, la siguiente
página volvía a cautivarme. Fue entonces cuando pensé que estaba deshojando una
margarita. Luego me corregí; era Dickens quien lo hacía, interrogando el favor
de sus lectores, en especial los de la posteridad.
Dickens
generó identificación con el lector de su época por medio del maniqueísmo, y
captó su atención recurriendo a un excesivo dramatismo e incluso la
sensiblería. A medida que ejercitaba el oficio, aquellos recursos se hicieron
menos perceptibles, pero no menos eficaces. Son aproximadamente diez años los
que median entre Oliver Twist y David Copperfield, y una década de
oficio, se nota. Su maniqueísmo es sin duda más notorio en Oliver Twist que en David
Copperfield. En esta última novela, los imperativos de la novela por
entregas apenas se hacer ver, o en su defecto, no molestan. Al menos, no
tanto.
Digamos,
en defensa de Dickens, que escritores como Dostoievski, Balzac, Víctor Hugo,
Flaubert y Alejandro Dumas, también cultivaron el folletín. Hablando con
honestidad, cuesta encontrar algún autor, que en algún momento de su vida no
haya escrito para diarios o revistas; sin embargo, me parece que no resulta
equivalente escribir por motivaciones literarias y luego obtener algún rédito
por la publicación de esas obras, que escribir para el mercado. ¿Purismo? Creo
que no, en la medida en que lo dicho no comporta un juicio de valor. Pero esa
diferencia, resulta ilustradora respecto del modo en que una obra está escrita.
La
lógica del folletín impone varias características; en lo formal, baste como
ejemplo, la tendencia a "engordar" el estilo, detenerse en lo
accesorio o recurrir a un exceso de monosílabos en los diálogos, de modo llenar
más y más folios, ya que el pago al autor se efectuaba en esos términos. Un
escritor bisoño tendrá más dificultades para completar la cantidad de folios
requerida con hechos novedosos e interesantes, sin que su prosa decaiga;
mientras mantenga el suspenso, aquello puede resultar inadvertido, o al menos,
serle perdonado por los lectores exigentes, en la medida del interés que
suscita o de otros valores literarios. Recordemos que el folletín es producto
de la alfabetización de las capas pobres de la población, que demandan (¿o a las
que se le ofrece?) una literatura escapista sin demasiadas exigencias formales.
La producción es intensa, y a menudo sin una planificación previa, de modo que
las obras, una vez publicadas en formato de libro, es decir, después de haberse
difundido mediante entregas periódicas en diarios y revistas, solían presentar
inconsistencias, que el público, que había seguido capítulo a capítulo, no
podía constatar. Nótese cómo en este sentido, Chejov corre con ventajas, en la
medida en que escribe relatos tan breves, que es menos probable que él pierda
el hilo narrativo u olvide algunas características de sus personajes.
Las
obras de Dickens, en cambio, son extensas, a pesar de lo cual, desde mi óptica
de lector, no observo inconsistencias importantes en sus páginas. Es otro el aspecto
en el que Dickens parece pagar sus mayores tributos a las exigencias que impone
la novela por entregas: un excesivo maniqueísmo. ¿Cómo puede un niño, que sufre
todo lo que sufre Oliver, conservarse puro? ¿Cómo puede ser tan bueno? ¿Cómo,
si nadie se ha ocupado de su educación, puede tener tan nobles sentimientos? La
única respuesta que puedo darme es que Oliver Twist es intrínsecamente bueno, puro por esencia, noble por constitución;
una encarnación del bien, una suerte de arquetipo platónico, que no puede ser
corrompido por la imperfección del mundo. ¿Y Truhan? Todo en él es astucia,
socarronería y malevolencia. No muestra miedo frente al juez que lo condena;
antes bien, se burla de él, del jurado y de la policía. Seguramente sus padres
fueron gañanes. No ocurre lo mismo con Oliver, que aunque nació huérfano, por
sus venas corre la sangre de gente de superior condición. Él no lo sabe, pero
actúa como si no perteneciera a ese mundo bajo y violento en que le tocó vivir.
Se encuentra inerme frente ese mundo, y la única salida que vislumbra, como un
animalillo acosado, es la huida. Es el único acto innoble que se permite. Fuerza
es reconocer que si no hubiera huido, es probable que hubiera muerto pronto, y
la historia habría sido breve; la firma, en ese caso, habría sido la de Chejov.
La
causa primera, la que posibilita la historia, es la fuga; la antecede, en la
cronología, pero no en la narración, la historia de su madre, una buena mujer,
que comete la imprudencia de enamorarse de un hombre, que si bien se ha
separado y no ama a su esposa, no ha roto el vínculo del matrimonio, y la de su
padre, convenientemente rico y de buenos sentimientos, odiado por su mujer y su
hijo mayor, quien hará los posible por quedarse con la parte de la herencia que
le corresponde Oliver. ¡Un argumento de telenovela! Pero Dickens urde la
historia con habilidad, y se permite escamotearnos el origen de Oliver, que intuimos,
pero no podemos precisar hasta muy avanzada la novela, en que se vale de un
diálogo para que conozcamos la historia de sus padres, historias signadas,
¿cómo no?, por la fatalidad –la lógica implacable del folletín.
El
recurso que le permite a Dickens mantener el prejuicio social de la nobleza del
nacimiento, se denomina anagnórisis, y fue descrito por Aristóteles en su Poética en relación a la tragedia griega;
quizá el ejemplo más conocido sea Edipo
Rey; sin embargo, el modo en que Dickens utiliza la anagnórisis, es decir,
el dar a conocer al personaje un aspecto que no conocía de su vida, no modifica
la conducta de éste ni genera un cambio dramático en la trama (cosa que sí
ocurre en Edipo), sino que más bien
actúa como una demostración: Oliver obraba como tenía que obrar alguien de su
condición. El hecho de que dispone de recursos financieros gracias a la
herencia que le dejó su padre, también se le revela cuando se le da a conocer
la verdad de su origen, pero ese hecho ya no tendrá incidencia sobre el
desenlace, como tampoco el saber que Rose Maylie es en realidad su tía. Es
posible especular que si Oliver no hubiese podido recuperar su herencia y si no
hubiese sabido que su querida Rose era su tía, de igual modo habría sido feliz,
ya que contaba con el favor de sus benefactores (la Sra. Maylie, el señor Bownlow).
Pero ante tantas miserias padecidas, y ante tanta bondad de su alma, el
público, debió sentir que era lo menos que el autor podía hacer por el niño.
La
Cenicienta no desconoce su origen, es una buena, muy buena y esforzada
muchacha, pero recibe el premio a su condición solo por el tamaño de su pie; se
trata de una joven de noble corazón, al igual que Oliver, pero nadie puede o
quiere atestiguarlo. Oliver, en cambio, gracias a que su fuga lo pone en
contacto con el mundo, fuga que la Cenicienta ni siquiera soñó, tiene la
oportunidad de crear una buena imagen de sí mismo, y por ello, ganarse el favor
de aquella buena gente que se convertirán en sus benefactores. Superman irá más
allá; un ser superior, no solo por su moral, sino también físicamente, se
impondrá la misión de velar por todos los seres humanos (a excepción de los
villanos), y cumplir esa misión será esa su única recompensa. No lo espera una
fortuna ni un príncipe, del cual la Cenicienta se enamora por el solo hecho de
que lo es. Es, en este sentido, el más elevado de los tres personajes, célebres
huérfanos, herederos de mundos perdidos.
La
sola mención de Oliver Twist junto a Superman, un personaje de tira cómica, y
La Cenicienta, la heroína de un cuento folclórico de Hadas, muestran hasta qué
punto existe un quiebre de verosimilitud en un personaje como Oliver Twist. Quizá por eso sea
precisamente él uno de los personajes de la novela que me resultan menos
entrañables. La construcción de un personaje como el judío Fajín, en cambio,
resulta mucho mejor lograda; se trata de una personalidad fascinante, cuya
presencia es mucho más viva y creíble que el propio Oliver Twist. Regenta un
nido de pequeñas víboras, una escuela de ladronzuelos, en la que sus pupilos
trabajan para él. Codicioso, inteligente y calculador, sabe adular, engañar y
envolver, tanto a víctimas como a secuaces, y sabe también, sacar provecho de
circunstancias casuales, gracias a una sagacidad que le permite una lectura certera
de la realidad. Una novela breve que tuviera como eje dicho personaje, sería
sin lugar a dudas, memorable.
Anita,
una joven inestable, con una personalidad a menudo impredecible, es quizá el
personaje menos teñido de maniqueísmo, y por lo mismo, puede actuar como bisagra
y torcer el desarrollo de la historia; termina siendo una suerte de heroína
trágica, demasiado hundida en una vida sórdida y desgraciada, como para abrigar
alguna esperanza; su sino de mujer fatal se completa cuando su brutal amante,
Guillermo, la asesina golpeándola con una viga de madero hasta quedar exhausto.
Para ella no habrá nunca un zapatito de cristal.
Ella,
como el médico que atiende a Oliver, el señor Grimwig, el mismo Jack Dawkins,
resultan más vívidos y verosímiles que el personaje principal.
Mención
especial merecen algunos personajes secundarios, como Carlos Bates, que es uno
de los pocos, quizá el único personaje evolutivo; tal vez lo sea porque escapa
a aquella lógica, que permea la novela, según la cual los vicios y las virtudes
son intrínsecas a cada hombre y lo acompañan desde el nacimiento, y por lo
mismo, determinan su modo de ser de un modo definitivo. Carlos Bates, uno de
los ladronzuelos reclutados y entrenados por Fajín, un muchacho grosero, burdo,
ramplón, un niño que ha perdido toda la inocencia, se ve transformado por la
muerte en la horca de Jack Dawkins, el Truhan, su amigo y compañero de correrías.
El final del propio Fajín, la muerte de Anita y el cúmulo de eventos que
desbarató su vida de joven criminal, lo llevaron a buscar nuevos rumbos en el
campo; terminó sus días como ganadero, dado, como siempre, a las bromas y la
risa fácil. Es un boceto de historia; ignoramos qué otros sucesos, aciagos o
afortunados, le permitieron llegar a ser un hombre honesto y respetable; pero
acaso ¿no todas las historias son un boceto?
La
crítica social que realiza Dickens debe ser valorada como un esfuerzo de poner
en la retina del público, los horrores que padecían en la Inglaterra
victoriana, los desheredados y los débiles, y entre ellos, los niños y los
enfermos. Sin embargo, las exigencias del folletín, debilita dicha crítica en
la medida en que la anagnórisis resulta en la confirmación de un prejuicio; esto
es, unir la nobleza de la sangre con las virtudes morales, desechando el
influjo de la experiencia, incluidos los traumas tempranos y el aprendizaje.
Este prejuicio constituye una barrera para el crecimiento de las personas, para
la aceptación mutua, la compresión y la fraternidad; de aceptarlo, solo sería
posible conmiserarse de los más desafortunados, ser caritativo, vigilar el buen
cumplimiento de las normas y procurar que los mejores gobiernen con rectitud. Y
los mejores, por cierto, engendran a los mejores. Quizá soy injusto con
Dickens. Pero en Oliver Twist, salvo
Carlos Bates, nadie se corrompe y nadie se redime. Twist nació bueno, porque
heredó las virtudes de sus padres; no nos extraña la pureza de Rosa Maylie; a
fin de cuentas, es la tía de Oliver. Fajín, en cambio, solo pudo aspirar a la
degradación y la locura. Tal vez el caso de Monks, el hermano de Oliver Twist,
sea algo diferente, pues se puede decir que bebió el odio en la leche materna;
no sabemos cómo pudo llegar a ser sin esa influencia, si, por ejemplo, no
hubiera conocido a su madre y hubiese vivido siempre junto a su padre.
¡Cuántas
preguntas, reflexiones, disensos! De la lectura de una novela por entregas, de
un folletín, de una obra que el autor escribió a tanto el folio, movido por el
afán de alimentar a su familia. Se trataba de aportar a la entretención de
clases recientemente alfabetizadas. Quizá el hecho de que el desarrollo del
folletín implique un discurso, una ilación lógica, una asociación de ideas, una
estructura de lenguaje, permitió que autores como Dickens plasmaran un pathos
que supera con mucho las limitaciones formales de la novela por entregas,
estableciendo una línea divisoria infranqueable para la telenovela
contemporánea, que al estar estructurada en torno a imágenes evanescentes, no
requiere una recreación discursiva en el plano racional, y no permiten la
trascendencia. Una estética del cine podría establecer una distinción en el
terreno del arte visual quizá más fina que la que he esbozado. En un contexto
narrativo, empero, la línea divisoria entre la novela por entregas como la
practicaba Dickens y el culebrón contemporáneo es tan gruesa que me parece
innecesario abundar en ello, y en todo caso, escapa al objeto de estas líneas.
Tal vez, y a modo de reflexión, habría que pensar de qué modo la alfabetización
lograda entonces, que posibilitó y aun exigió el desarrollo del folletín, sea
hoy vista como la antítesis del culebrón, más cercano al analfabetismo, al
menos funcional; en todo caso, para ver la televisión, no es necesario saber
leer.