lunes, 29 de diciembre de 2014

DE ABOMINACIONES Y RECHAZOS, DE ESCRITORES Y PIRATAS, DE DICKENS Y COPPERFIELD




En el último encuentro internacional de escritores de Tarija, Bolivia, en noviembre de este año –ya lo había comentado hace un par de semanas– tuve la oportunidad de reencontrarme y conocer un poco más a una pareja de escritores Argentinos: Franco Gariboldi y María Encarnación Anadón. En la charla que solía suceder a la cena con que se cerraban las actividades diarias del encuentro, que de acuerdo a las afinidades espontáneas, solía darse en pequeños grupos en algún café del centro, cotejamos gustos literarios, opiniones, anécdotas y pequeños chascarros. En una de esas conversaciones, Franco me habló de su entusiasmo por Dickens. Yo debí confesar que nunca me atrajo, no que no me hubiese gustado, sino que nunca me había seducido la posibilidad de leerlo. Es decir, que salvo mi ignorancia, no podía adelantar una opinión. Recordé, sin embargo, que Borges mostraba admiración por dicho escritor; pero, por supuesto, aquello no tenía nada de raro, en la medida en que a Borges parecía gustarle todo lo inglés, excepción hecha del fútbol. Ya hacía un rato Franco había dictaminado, entre risas, que Borges fue un inglés (no un europeo en general, a pesar de su amor por Ginebra, a donde regresó a morir, sino un hijo de Albión), que por casualidad fue a nacer en la Argentina. Y no en la Argentina, sino específicamente en Buenos Aires, la ciudad más cosmopolita América del Sur. Podrá argumentarse que hay en sus cuentos cierta profusión de gauchos y compadritos; habría que retrucar que no son sus personajes más socorridos y que a menudo podrían ser reemplazados, sin mayor pérdida, por rústicos, malevos y románticos de otras latitudes. Lo que a Borges interesa es la ficción, sin importar dónde trascurran; mejor aún si transcurren lejos o en parajes poco definidos, y en un tiempo distante. Sin embargo, a mi modo de ver, Borges sólo pudo darse en Buenos Aires, en la Argentina, en esa América nostálgica de Europa, y es tan propio de nuestra literatura como el indigenismo, encarnado, entre otros, por el peruano Ciro Alegría o el boliviano Arguedas. Tanto ellos como Borges son nuestros. Demás está decir que un europeo no puede ser un nostálgico de Europa a menos que se haya vuelto indiano; si no es un migrante, no puede idealizarla sin pecado.
Tiempo después, en un intercambio de correos con Fernando Sorrentino, le comenté lo que habíamos hablado de Dickens, que no era mucho en realidad, que más bien se resumía en mi prejuiciada, voluntaria y apriorística omisión de aquel autor de mi acerbo literario, y el consejo entusiasta de Franco de que lo leyera sin falta. Sorretino me recomendó seguir dicho consejo cuanto antes, agregando que debía comenzar con David Copperfield. Obligado, por un mínimo de pudor, a explorar las razones de por qué había desechado a Dickens, me encontré con que no tenía un argumento válido para aquello.  "Pura subjetividad –le escribí a Sorrentino en la ocasión –, pendejada, si se me permite el giro, porque tampoco había muchos libros [eran tiempos de Apagón cultural, de la dictadura Pinochetista] y las rebeldías a menudo se veían limitadas por el tamaño de la biblioteca de mi padre, de modo que mientras mis amigos leían a Herman Hesse, yo (¡qué rebelde!) leía a Thomas Mann". Debo agregar aquí que Fernando Sorrentino me mostró la misma actitud que ya había advertido en Borges y en las Siete conversaciones con Borges, un libro con las entrevistas que Fernando Sorrentino realizó al autor de El Aleph. Así como Borges excomulga, con elegancia, pero en forma implacable, a casi toda la literatura hispana, Sorrentino se despacha condenas que no se toma la molestia de fundamentar (con el atenuante de que lo hace en correos privados e informales), dando muestras de una arbitrariedad similar a la mía cuando decidí, en mi adolescencia, que Dickens no me interesaba, y que casi ningún inglés me interesaba, con excepción de Chesterton, a quien llegué a partir de Borges y que me pareció ingenioso, aunque que me costaba digerir su catolicismo.
Correo posteriores con Franco Gariboldi me llevaron a recordar algunos de mis prejuicios de entonces, que poco tenían que ver con la literatura y en los cuales no todo era arbitrariedad; pienso que más bien se trataba de sectarismo. El imperio inglés había demostrado su crueldad en diversos lugares del mundo, daba zarpazos y establecía soberanías incluso en las antípodas, avanzado ya el siglo XX. Mi latino-americanismo, por entonces bastante inocente, había resultado herido en lo profundo por la guerra de las Malvinas, e incluso antes, la lectura de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, había contribuido a profundizar aún más mi rechazo a lo inglés. Conocer, por diversos medios, la intervención de John North, como agente del gobierno inglés, para propiciar la Guerra del Pacífico, y posteriormente, la intervención británica contra Balmaceda, a través de la Armada de Chile. Balmaceda había decidido invertir el producto de las riquezas salitreras en el desarrollo nacional, por sobre el interés de la oligarquía, más interesada en el despilfarro, con el cual se sentía cómodo el imperio inglés, en la medida en que sus intereses se veían favorecidos.
Pero mi rechazo era anterior a dichas lecturas.
Cierta cursilería, que siempre me ha molestado, me hacía sospechar que no encontraría otra cosa en un autor de cuentos de navidad. Lo mismo me pasaba con Wilde, de quien había leído El gigante egoísta. Sin embargo, ya en mis tiempos de universidad, la sola existencia de Virginia Wolf, debió hacerme sospechar que mis abominaciones no sólo no eran fundadas (¿qué generalización puede serlo?), sino que además me impedían disfrutar de una literatura rica e innovadora. Es curioso que ninguno de mis prejuicios y racionalizaciones me impidiera escuchar rock británico, que me parecía el mejor, y que en mi "bloqueo anti-imperialista" no incluía, en principio, a los norteamericanos, y leía con fruición a Steinbeck, Hemingway y Whitman.  En cambio estaba determinado a no leer a Twain, que se me antojaba demasiado yankee, y en todo caso, literatura juvenil. Creo, en el fondo, que el problema se inició en un rechazo a lo establecido y que toda, o gran parte, de la literatura que estuviera socialmente consagrada, me parecía al menos sospechosa. Hoy creo que fue solo la influencia benefactora de mi tío René Cifuentes Bobadilla logró que amara a El Quijote de la Mancha, a pesar de los esfuerzos involuntarios que hizo en contrario mi profesor de Castellano, cargando sobre su espalda el peso de Montes y Orlandi, el libro de texto obligatorio en tiempos de la dictadura.  
Ya en la universidad, un poco más maduro, quizá pude leer a Dickens y otros autores ingleses, pero mi amor por los latinoamericanos, los rusos y los franceses, me mantuvo quizá demasiado ocupado como para acercarme a ellos. Creo que nadie podrá argumentar que leer a Neruda, Benedetti, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Manuel Puig, Borges, Sábato, Balzac, Flaubert, Maupassant, Gorki o Dostoievski, toma poco tiempo; si a eso sumamos la lectura de chilenos como Baltazar Castro, Oscar Castro, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, José Donoso, Vicente Huidobro, Pezoa Veliz, etc., etc., además de mi manía de leer no uno ni dos libros de cada autor, sino todo lo que pudiera conseguir. Escritores latinoamericanos menos conocidos, eran también una lectura importante para mí en aquel tiempo. Italianos como Cesare Pavese, alemanes como Heinrich Mann y sobre todo el Checo Kafka, ¡sobre todo Kafka!, llenaban todo el espacio que pudieran dejar libre otros autores.
Ya habiendo pasado la cincuentena, sin embargo, con alguna sensatez, buenos amigos y menos abominaciones a cuestas, me he permitido por fin disfrutar a Dickens. Pudo ser antes, pero aún me restaba superar un prejuicio, este más reciente: pensar que sin un dominio adecuado del idioma, poco podía ganar ya, a esta altura de la vida, con leer a autores de otra lengua; Sergio Pitol decía que era más fructífero para un escritor cuyo idioma era el español, leer a Tirso de Molina que al traductor de Faulkner. La lectura de Lolita, de Nabokov, en especial del prólogo en que el autor se queja de tener que escribir en una lengua que no es la suya, que maneja torpemente (no recuerdo si ese era el término que usaba, pero ese el concepto), me afirmó en esa idea.
Borges, sin embargo, expresó una idea diferente; para él era importante que un autor de nuestra lengua, leyera las traducciones escritores de otros idiomas, antes que los originales, de forma de poder aprender lo que en ellos hay de universal. Creo que recordar que Borges cuando leyó El Quijote por primera vez lo hizo en inglés
Cuando leí dicha opinión pensé que sólo sería aplicable a los llamados "clásicos" de cada lengua. De hecho, mis últimas lecturas de Otelo me resultaron por demás instructivas tanto en la forma en que se desarrolla la intriga como en el modo en que Shakespeare construye los personajes, a despecho de perderme su lenguaje y, por lo mismo, gran parte de su estilística.
Una vez que decidí leerlo, con Dickens me pasó algo similar. Pero fue una experiencia más placentera que la lectura de Shakespeare, quizá porque el género, la novela, me es más afín, quizá porque Dickens es un autor más cercano en tiempo, y por lo mismo en la temática y en la posibilidad de identificarse y vibrar con los personajes, quizá porque Dickens es más ameno. Sea cual fuera la causa, David Copperfield me conquistó desde el principio y fue muy difícil hacer pausas en su lectura; leí más de cuatro horas seguidas cada día, descuidando la escritura, para la cual, por disciplina, debía destinar una cantidad de horas diarias que Copperfield me arrebató. Cuando terminé de leer, pensé que debería escribir un par de líneas para compartir la experiencia.
Puesto a pensar entonces, ya que no soy capaz de determinar cuánto de su estilo habrá sacrificado el traductor, qué fue lo que me hizo disfrutar tanto de la novela, concluí que son al menos tres los aspectos de David Copperfield que me cautivaron: la construcción de personajes, la trama y la agilidad de la narración. Dickens no se entretiene en los espacios más que tangencialmente, a excepción de la tempestad que azota Yarmouth, durante la cual mueren Ham y Steerforth; pero más que los espacios, lo que se pone de relieve es la furia de los elementos, en la medida en que estos son fundamentales para el desarrollo de la acción. Y sin embargo, es este capítulo de la novela el que me resultó más "pesado", de menos agradable lectura, sin que me haya resultado tedioso ni mucho menos; me parece que Dickens, al menos en esta novela, es mucho más hábil en la narración de "peripecias" (en su más amplio sentido), que en la descripción de la naturaleza, lo que contribuye en definitiva a la agilidad de la narración. No se entretiene en disquisiciones religiosas ni filosóficas, al modo, por ejemplo de un Milan Kundera;   tampoco cae en discursos moralizantes y cuando desliza una crítica social, ésta es certera, atingente, nunca gratuita; no se rebaja a la consigna ni al panfleto; cuando la aborda, no ocasiona una fractura en la novela, y está tan bien dosificada, que el hilo narrativo no pierde, lo que permite que el ritmo se mantenga intacto. El narrador, si bien no es invisible, no es impertinente, lo que también contribuye a la agilidad del relato; autores contemporáneos, como José Saramago, permiten que sus narradores se inmiscuyan con opiniones y observaciones más que Dickens en David Copperfield, lo que no obsta, sin embargo, para que las obras de Saramago resulten amenas; es más, a menudo es ese narrador visible y entrometido, el que a menudo le da ese sabor tan característico, peninsular, ameno y coloquial a obras como El viaje del elefante o El Evangelio según Jesucristo.  
Cómo urde la trama Dickens es sin duda otro de los aspectos que me conquistaron. David Copperfield es una novela relativamente larga (540 páginas en la versión que tuve a mano), que narra al menos la mitad de la vida del personaje principal (culmina más o menos en la cuarta o quinta década de la vida, cuando David Copperfield ya tiene familia e hijos, y recuerda cuando él mismo era un niño como aquellos). No son demasiados personajes, pero sí hay una cantidad importante; el hecho de que la narración siga la vida del personaje principal y los demás se organicen en torno a aquel, permite que la novela tenga un orden y una coherencia que de otro modo habría resultado imposible; polifonías como la que Bolaño intenta en Los detectives salvajes, son quizá la antítesis de David Copperfield, ya que no es posible seguir tantas voces sin entrar en confusión y necesitar volver atrás una buena cantidad de páginas. La novela de Dickens está bien alineada, no sobra ni falta nada; ningún personaje es gratuito, ninguna escena superflua. Cada vez que una línea de narración es dejada de lado, lo es sólo para dejar que se desarrollen otros acontecimientos, que finalmente entroncarán con los anteriores. La historia de Martha, por ejemplo, que parece ser una anécdota cuando aparece por primera vez en la novela, pero que luego resulta fundamental en la búsqueda de Emily.
En cuanto a la estructura temporal, el narración es lineal (se inicia en torno del nacimiento de David Copperfield y termina en la medianía de su vida), aunque admite algunas breves vueltas al pasado, cuando resulta necesario y funcional a la novela. Tampoco se observan narraciones paralelas ni relatos intercalados, de modo que el hilo discursivo no se interrumpe. Nada de esto debe extrañar si se tiene en cuenta la época en que narra Dickens, previa a la experimentación formal de la modernidad tardía.
Otro aspecto que me disfruté de David Copperfield, que exprofeso he dejado para el final, es el modo en que Dickens construye sus personajes. Ya en las primeras páginas, la descripción del Dr. Chillip, quien es delineado a partir de su conducta, y de la tía Betsey, a partir su lenguaje y de su conducta (de la que la escena de los burros, más tarde, dará cuenta en forma magistral), señalan a un autor capaz de mostrar la personalidad de un personaje en unas pocas líneas, con la misma facilidad con que un dibujante eximio es capaz, a partir de un par de trazos de su lápiz, de realizar un retrato inconfundible. El modo en que describe a Littimer, el criado de James Steerforth, es quizá el más completo, ya que utiliza la descripción física, la de su conducta, la de su lenguaje y una muletilla usada exprofeso por el narrador, consistente en aludir a la palabra respetable varias veces en cada párrafo, lo que da a entender que el personaje insistía en parecer respetable y proyectaba una respetabilidad intimidante y a la vez un poco caricaturesca.
Quizá lo único que podría criticarse de los personajes es cierto maniqueísmo en la construcción de los personajes; los buenos y nobles son irreprochablemente nobles y buenos; los personajes deplorables, resultan impolutos en su maldad. Si abrigamos alguna duda es sólo porque no los hemos conocido suficientemente; así James Steerforth, quizá la psicología más compleja de la novela, nunca termina de gustarnos, sabemos que algo nos oculta y que ese algo en algún momento se le hará evidente a Copperfield; y nuestras sospechas, se confirman… En el fondo, no hay sorpresas. La tía Betsey, tampoco nos sorprende; a pesar de que en un momento nos parece de un carácter difícil, sabemos que llegado el momento no le dará la espalda de David Copperfield. En ella, a diferencia de la mayoría de los personajes, existe cierto grado de evolución; no nos resulta, sin embargo, extraño que cambie, ya que no es un cambio esencial, sino más bien un flexibilización de su conducta, un cambio de parecer, nada más… Mowcher, una mujer diminuta, portadora de un enanismo familiar, es, sin duda, otra de las psicologías complejas, cuya complejidad, en todo caso, está en función de las necesidades narrativas, ya que Dickens requería un personaje como aquel para permitir que se desarrollaran partes fundamentales de la historia, como por ejemplo, el arresto de Littimer. Mowcher no es lo que parece, pero no es un personaje evolutivo, como no lo es casi ninguno de los personajes de la novela. No evoluciona Murdstone, el padrastro de David Copperfield, cuya conveniente conducta de casarse con mujeres con cierta posición y luego enviudar, tras martirizarlas psicológicamente, con ayuda de su hermana, se repite con una regularidad y eficacia asombrosa. Tampoco evoluciona Uriah Heep, otra psicología compleja, descrita a partir de fenómenos vegetativos (sudor), movimientos involuntarios (aquel retorcerse como serpiente, aquel tomarse la barbilla con las manos), modo de hablar (incluida la muletilla de su humildad), y finalmente, y solo finalmente, su conducta moral. Es un personaje por el cual Copperfield siente antipatía desde muy temprano, cuestión que puede provenir sólo de dos vertientes, y me parece que es de ambas, no de una sola; a saber: su aspecto, sus movimientos, y sobre todo el sudor de sus manos, vale decir de su corporalidad, y, por otro lado, de su condición social inferior, a pesar de que David es bastante desprejuiciado en ese aspecto, como se demuestra por su amistad por pescadores como Mister Peggotty y su sobrino Ham; ello me lleva a pensar que son sin dudas las dos cosas en conjunto las que mal disponen a Copperfield, ya que no es posible, con los pocos elementos de que disponía, en primera instancia, que realmente pudiera anticipar la condición moral de Uriah Heep. La atmosfera ofídica que Dickens teje en torno a su personalidad lo condenan de antemano. Lo contrario ocurre con James Steerforth, quien a ojos de Copperfield es una persona, no solo querible, sino además admirable. Su origen social, sus maneras delicadas, su verba y su hermosura lo ciegan, del mismo modo que las características inversas lo ponen en alerta respecto de Uriah Heep. Para Copperfield, constituye una decepción descubrir las conductas innobles de James Steerforth, que a un lector alerta le parecían esperables, a partir de actuaciones como las que tuvo hacia David en el colegio (abusivas, si bien al niño Copperfield no se lo parecieran), o con uno de sus profesores, a quien hizo despedir, despreciándolo por su origen social inferior. No debemos olvidar que la narración está hecha en primera persona y siguiendo una secuencia temporal lineal, lo que determina, en primer término, que el narrador no conozca todos los aspectos de la historia y de las motivaciones de los personajes, y en segundo término, que no pueda anticiparnos hechos que ocurrirán más tarde. Quizá, gracias a esto, puede el narrador variar su tono y su relativa ingenuidad frente a los hechos a medida que David Copperfield progresa en edad, siendo esta una sutileza psicológica imposible en la tercera persona o en una forma más impersonal y atemporal de la primera, toda vez que Dickens tiene el acierto y la maestría de dotar a la voz de un tono diferente cuando el personaje es un niño, cuando se vuelve un adolescente y, finalmente, en su adultez; el niño cambia la voz cuando se torna hombre, sin dejar de ser el mismo; una evolución respecto a la personalidad, solo en lo que concierne a la madurez del personaje; no en términos morales, ni en temperamento ni el bondad. Copperfield es siempre Copperfield.
Un personaje secundario que se ganó mi cariño desde un principio, fue Barkis, el cochero, con su candorosa escasez de palabras, su simpleza, su  bondad y su enorme capacidad de comunicar afecto a través de gestos, actitudes y torpezas.
Quizá me he extendido en demasía para decir que me había perdido a uno de los mejores narradores que he leído, y para decretar que a partir de ahora se ha levantado el bloqueo unilateral e insensato que mantenía hacia la literatura inglesa. Yo era quien perdía.              
    

domingo, 7 de diciembre de 2014

EL VII ENCUENTRO INTERNACIONAL DE ESCRITORES DE TARIJA Y UN "REVIVAL"



Hace casi un mes que concluyó el "VII encuentro internacional de escritores de Tarija", Bolivia. 
La Casa Dorada, el centro cultural del Tarija
Un mes quizá no sea tiempo suficiente para madurar la experiencia, pero no escribir algunas líneas sería desconocer no sólo la huella que ha dejado en mí, sino por sobre todo el trabajo de René Aguilera Fierro, el escritor Tarijeño que a pulso dio vida hace ya siete años a esta iniciativa, y que aún a puro esfuerzo la mantiene viva y saludable. Lo que quizá René no sabe es que dicho encuentro literario fue uno de los mayores acicates para mi carrera literaria. Fue en septiembre del año 2012 cuando recibí su carta de invitación para participar en el "V encuentro de escritores de Tarija"; entusiasmado, confirmé mi asistencia, al tiempo que me apresuraba en comprar los pasajes, inventando itinerarios improbables. En octubre, caí en cuenta que salvo algunas publicaciones en revistas, entre ellas Casa de las Américas, premios menores y la participación en dos antologías, carecía casi por completo de un currículo literario. Comencé a preocuparme. Ignoraba que la fraternidad que se vive en Tarija podía pasar por alto tales pecados. De inmediato, me di a la tarea de publicar un libro. Imaginaba que todos quienes asistirían llegarían con sus maletas sobrecargadas de libros, y algo de eso hubo, a decir verdad.
Barrio bullicioso: el libro que no llegó a tiempo
Después de diez años de casi absoluta sequía literaria, yo había renovado mi vocación por la escritura, gracias a haber logrado ser finalista en el I Concurso de cuento breve Ágora entre signos, del año 2012 y ver publicado mi micro-cuento en la antología "Épica batalla y otros cuentos breves", no siendo "Épica batalla" mi relato –qué duda cabe–, sino uno de los cuentos breves. Ese año había escrito más relatos que en toda la década anterior; pero no alcanzaba para un libro. Decidí, entonces, abrir el viejo baúl en que se acumulaban mis borradores y cuentos sin corregir de casi toda una vida garabateando historias y versos. Nueve cuentos me parecieron aceptables, el más antiguo, de 1986; la mayoría de los 90, y uno solo de 2012. Luego de corregirlos una y otra vez, tuve por fin el manuscrito de Barrio Bullicioso, y pensé, con el pecho, no henchido, sino a punto de reventar de puro orgullo, "ahora puedo viajar a Bolivia tranquilo".
Y sin embargo, cuando llegó noviembre, el libro aún no estaba impreso. Una ingente cantidad de títulos estaban antes que el mío en la cola de producción de la editorial, de modo que me presenté en Tarija con las manos vacías. 


Marietta Cuesta
Iván Carrasco (a la derecha)
La primera noche en la ciudad terminó en una conversación en torno a varias cervezas, en las que me fui haciendo de los primeros amigos. Ignoraba que a dos de ellos, Iván Carrasco Akiyama y Marietta Cuesta, no los iba a ver nunca más; fallecieron, ambos, de un infarto al miocardio. A Iván lo bautizamos cariñosamente "el último de los clásicos", por su adicción militante al soneto, la rima y una métrica rigurosa, que le demandaba horas y horas de trabajo y le ponían los pelos de punta cuando leía verso libre, a despecho de la enorme calidad de algunas obras. A Marietta la recuerdo, no tanto por su bella y delicada poesía, no tanto por su estética pictórica, sino por la bufanda que protege mi cuello cada invierno; me la obsequió clandestinamente en el aeropuerto de Tarija, cuando el avión dilataba las horas de espera: no tenía regalos para todos. No he vuelto a ver, y era una de las emociones que esperaba repetir en el séptimo encuentro, a Guillermina Covarrubias, que nos deleitó con sus deliciosos versos, sobrellevando a duras penas un temor escénico que solo los que compartimos más con ella supimos palpitaba en su pecho. Tampoco estaba mi hermano en la literatura fantástica, el gran Marcos Rodríguez Leija, que desde México atravesó el mundo para estar con nosotros; pocos narradores alcanzan las alturas de sus letras, su imaginación y su estilística. Con él, como era de esperar, la conversación se centró en Monterroso, en Marco de Nevi, en Juan José Arreola, y claro, cómo no, también en Cortázar, algunos de nuestros más importantes referentes. Extrañé también a Fanor Ortega Dávalos, excelso cultor de la copla, a Alfred Asís, antólogo contumaz, a  Cristina de la Concha, quien con su "Pulque para dos" me enseñó que la prosa y el verso pueden ser hermanos.
Pero no es del 2012  que me proponía hablar. Tan solo quise recordar a los ausentes, a los que nos dejaron para siempre, y también a los que espero volver a ver, quién sabe, en el "VIII encuentro de escritores de Tarija", el 2015, porque René Aguilera Fierro no descansa.    
La Paz
La Paz
Diré entonces que llegué tarde, y me perdí con ello las primeras complicidades, esas que a menudo acompañan hasta el final del viaje. El avión llegó a La Paz cuando el último vuelo a Tarija ya despegaba. Quedarme en La Paz no era una perspectiva halagüeña: la puna martilla en las sienes y dificulta dormir, y sin embargo, esa noche inesperada en las alturas, allí donde el aire se trasquila, me permitió deleitarme con mi hobby, la fotografía, y realizar algunas tomas nocturnas de la capital boliviana, que espero algún día logre terminar de seleccionar. 
 
René Aguilera Fierro
 El encuentro, al igual que el del 2012, fue fraterno y solidario, a despecho de cierto malestar que sentí respecto de actitudes demagógicas en torno del reclamo boliviano de una salida al mar; gentes bien intencionadas, los poetas, de latitudes y meridianos lejanos, tiñeron sus versos de reivindicación solidaria, de espalda a todo conocimiento de la materia, ajenos a toda conversación, en un afán de congraciarse con el anfitrión. Eso, para la galería, porque en privado, en la mesa del café, aparecía la pregunta: ¿qué es lo que ocurre?, ¿por qué no se ha podido?, ¿cuál es tu opinión? Entre los uruguayos apareció la pregunta, entre los argentinos, incluso entre los bolivianos. Casi todos ignoran que es un zapato chino en el que se encuentra involucrado no sólo Chile, no sólo Bolivia, sino también el Perú; Chile y Perú enredados en tratados; Perú y Chile, comprometidos en el desarrollo de la zona económica Arica-Tacna, que no admite la aduana de un tercero. Bolivia, empantanado en una reivindicación de soberanía que no afecta su crecimiento ni su acceso al Pacífico, porque dispone de libre tránsito y uso de los puertos chilenos como si fueran propios; es decir, desde el punto de vista económico, su reclamo no tiene significación; se trata más bien de un sentimiento y un símbolo que hace vibrar a un pueblo, como también un símbolo de hermandad que se pide y se hace necesario aun para Chile, cada vez más aislado en su propio vecindario. La propuesta de un enclave Boliviano en la costa chilena, en territorios que antes de la Guerra del Pacífico eran bolivianos, hecha por el senador chileno Alejandro Guillier, es una idea que se difunde poco, que pareciera no conocerse en Bolivia, y de la que nadie tenía noticia en el encuentro. Me hubiese gustado que más que poemas escritos a toda prisa en el avión, se hubiese organizado un foro en el que se hablara en forma clara del asunto. En Chile, la propaganda oficial inculca la idea del rechazo "con buenos argumentos" y una buena parte de la población se conforma con eso; pero un grupo importante de chilenos, entre los cuales me cuento, creemos en la necesidad de una salida al mar para Bolivia, con "buenos argumentos"; es decir, sin caer en el voluntarismo y la arenga, buscando una solución como la que plantea Guilier, que no se traduce en violar un tratado firmado con el Perú al término de la guerra, ni en un desmedro económico para Tacna y Arica, ni en una división del país en dos territorios asilados. Me extendí quizá demasiado en estas líneas, pero me pareció necesario para que se entienda el porqué de mi malestar frente a los versos escritos al voleo, que de alguna manera, y queriéndolo o no, demonizan mi patria.     
Ese fue lo agraz, precisamente lo que no era literatura.

Julio Albarracín
Al centro: Franco, Maruca y René
Hubo en cambio encuentros y reencuentros, viejos cariños y afectos nuevos, amistades que se insinuaron y otras que se cristalizaron. Reencontrarme con René Aguilera Fierro, hoy empeñado en recoger las leyendas del sur de Bolivia; con Guido Medinaceli, el polémico y polemista historiador Tarijeño, atesorando documentos y humanizando la historia, con la deuda impaga de un libro no escrito; con Jorge Peñaloza, novelista de costumbres, que aún no se convence de que su prosa es mucho más rica que sus ingeniosos versos; con Juan José Montaño, mi dilecto colega, que cada encuentro tiene un libro para mí; con Luis Paulino Figueroa y su guitarra; con Raúl David Castro, y su deambular entre la crónica y la novela social; con Diego Albarracín, poeta del norte argentino; con Maigualida Pérez, su vocación planetaria, sus versos y su excelente narrativa erótica; con Edgardo Palacios y su cruzada-denuncia en contra de la prostitución infantil; con el inefable Amado del Pozo y sus medallas; con Patricia Ocaranza, la escritora
Jorge Luis Borges
de los niños; reencontrarme con todos ellos fue una alegría que solo atenuó la fugacidad de las conversaciones: René demasiado absorto en sacar adelante el Encuentro, y los demás, demasiado enfrascados en el tráfago de las actividades. Hizo falta, quizá, un día en que la única actividad hubiese sido departir. Pero en ese apretado espacio lúdico, en el tiempo mezquinado a la noche, en la pausa del café nocturno, me enriqueció el encuentro con Franco Gariboldi y su esposa Maruca, ambos narradores de fuste, ambos dignos de estar en librerías de Buenos Aires, Barcelona, Madrid y Ciudad de México, pero aún ignotos en un pueblito del Chaco argentino, sufriendo el injusto destino de los artistas de provincia… ¿Sufriendo? Esa palabra no les pertenece, es solo mía, y no sé si tanto. Una concesión a la retórica, para que se entienda de lo que hablo. En realidad ellos disfrutan la vida, luchan por contagiar su entusiasmo, por compartir con otros su amor a la cultura; Maruca, sonriendo callada, Franco, aprovechando un histrionismo innato, que lo ayuda a levantar optimismos, sonrisas y voluntades, logrando insuflar el entusiasmo por las letras hasta en los más reacios. Con ellos el café fue más grato, la caminata más breve, el viaje más entretenido.  
Julio Cortázar
En nuestra mesa estuvo Borges, Sábato, Dostoievski, Cortázar, Giardinelli y Sorrentino; Franco trató de contagiarme a Dickens, yo traté de infestarlos con Anderson Imbert y Bolaño. El rock, el hipismo, SILO, la religión, los mitos y la política, condimentaron nuestras charlas. A ratos decíamos lo mismo, como si nos leyéramos la mente, y yo pensaba cómo este tipo (Maruca es más callada) puede llegar a las mismas conclusiones, pasiones y abominaciones que yo, si vive en el tórrido Chaco, en donde el monte se confunde con la selva y el calor impone la siesta, mientras que  yo provengo del frío y la lluvia, de un sur verde y lejano, de mar y cordillera, de lagos y canales, sin considerar las diferencias de nacionalidad y años vividos. Fue en una de esas conversaciones que yo le dije: fíjate en los mexicanos, siempre traen a alguien interesante con ellos. Y estaba en lo cierto, solo que no era mexicano: Daniel Baruc Espinal, un sacerdote (solo después supe que era sacerdote) dominicano, residente en Acapulco. Su lírica fue, a mi juicio, la mejor del encuentro. Es un poeta de marca mayor, de un barroquismo sublime, en el que su fino trato de la palabra, el dominio de la metáfora y la imagen, el léxico preciso y ubérrimo, van tejiendo un poesía humana tan profunda que se amalgama con la palabra, para copular y parir el metalenguaje existencial al que aspiraba Cortázar y que encuentra un lugar en el Neruda de "Residencia en la tierra". Un poeta que es autor, además, de cuentos excelentes. Un poeta que sin aspavientos vino a engrandecer nuestro encuentro. 
Fíjate en los mexicanos, le había dicho a Franco, y había más: un excelente guionista. Pero por desgracia, no retengo los nombres con la facilidad que debiera, y solo espero que un nuevo encuentro nos permita conocernos un poco 
Daniel Baruc Espinal
En los mexicanos y en los uruguayos, debí decir, entre los cuales destaca otro poeta: Alberto Caraballo. En la experiencia del exilio, desarrolla una estética diferente de la de Baruc, más directa y llana, pero no menos poética, no menos eficiente, no menos humana, y de una estilística muy bien trabajada, que nos introduce en el horror y la tristeza, el amor y el desgarramiento, el compromiso y la tragedia, el dolor y las pequeñas alegrías de un hombre lejano, un doble exiliado: aquel que regresa con los sueños rotos.
Alberto Caraballo y José Lissidini

También, por qué no decirlo, hubo desencuentros, malentendidos. Jorge Aliaga fue uno de esos desencuentros. Mi distracción me llevó a no saludarlo en la plaza de Tarija, y él pensó que en realidad lo había ignorado olímpicamente. Un hombre como él, poco dado a los Olimpos, juzgó aquel gesto en forma equivocada. Mi sentido del humor también me jugó una mala pasada, y creo que lo ofendí. Mal comienzo, peor continuación. Por mi parte, encontré que su susceptibilidad era exagerada y me desentendí del asunto, pensando que poco podíamos tener en común, cosa, que, al oírlo, me pareció que también él pensaba. Nos equivocamos los dos: una lectura al blog de este escritor peruano-escocés me mostró una afinidad de ideas que nos hermanaba y me hizo añorar su conversación, compartir nostalgias de caminos por los que transitamos, sin saber que éramos compañeros. Queda entonces la esperanza de encontrarnos de nuevo en Tarija.
"Chente" Vásquez
Una mención aparte merece Vicente Vásquez, "Chente", quien con su breve ensayo "Mujer… Diosa o Demonio", se ganó la atención de las féminas, que no quisieron perderse la lectura de su texto, y como no pudo leerlo en toda su extensión, a modo de charla, en la Universidad Juan Misael Saracho, tuvo el público suficiente en uno de los almuerzos, para leerlo completo… a petición expresa de las mujeres, quienes no paraban de celebrarlo. Él, con una sonrisa entre picara e inocente, se dejaba querer. Entre los libros que me regalaron en el Encuentro, ese fue el único que mi esposa leyó de principio a fin, sin pausas. "Chente", "Chente", te las traes, ¿eh?    

René de la Barra lee sus obras
Del encuentro en sí habría que decir fue una mixtura de estéticas, talentos y visiones de mundo. Hubo quienes convirtieron el sitial de lectura en púlpito y el proscenio en templo. "Viajar tres mil kilómetros para asistir a un culto evangélico", le comenté a Franco, con mi habitual irreverencia. Jamás supe qué escribía aquel pastor, que desarrolló su performance evangelista, su transformismo de escritor en profeta, su travestismo de predicador con ropas de vate, ante la mirada atónita y tolerante de los demás escritores, que aplaudieron educadamente cuando aquel hombre terminó su posesión mística sudoroso y de rodillas… aunque quizá solo fuera sudoroso y lo de rodillas es tan solo una alucinación de mi recuerdo.
René de la Barra, dictando su conferecia
Calidades diversas, estéticas diversas. Los anfitriones, los chapacos,  cultores de una estética cercana al folclore, y a veces solo folclore, sin que esto importe un comentario peyorativo sino más bien descriptivo. En su narrativa, abunda la leyenda, la greguería, el chiste y el anecdotario; menos frecuente, aunque importante, destacan la narrativa social y el costumbrismo. Su poesía se vale de la métrica y la rima, y canta a sus pagos y sus mujeres, sus aventuras y desventuras, sus valores y creencias, la visión que su gente tiene de la realidad, aún más cercana al mundo rural que a la posmodernidad. La poetas del norte argentino, sus vecinos del otro lado de la frontera, ofrecen cierto parecido al respecto. Los cantos de amor, unos cursis, otros torpes, otros que entraron de lleno a la poesía, resultaron transversales, tanto entre las estéticas como en las no-estéticas, entre las nacionalidades y entre los años vividos; los cantos de amor erótico, de amor filial, de amor al prójimo, todos amalgamados en el sentimiento compartido, de plena humanidad que a todos pertenece, y que fue plasmado en los extensos párrafos del Manifiesto del VII encuentro internacional de escritores de Tarija.     

Abajo: Franco Gariboldi (Argentina), René Aguilera (Bolivia), Edgardo Palaciós (Argentina), Patricia Ocaranza (Argentina). Sentados: René de la Barra (Chile), Pimpo Abad (Argentina), Armando Sánchez (Bolivia), Julio Albarracín (Argentina), Amado del Pozo (Perú), Ana Hunhold (Argentina). De pie, a la derecha, Daniel Baruc Espinal (República Dominicana), junto a él, a su izquierda, Raúl David Castro (Bolivia). Atrás, cuarto desde la izquierda, Alberto Caraballo (Uruguay)