En
el último encuentro internacional de escritores de Tarija, Bolivia, en noviembre
de este año –ya lo había comentado hace un par de semanas– tuve la oportunidad de
reencontrarme y conocer un poco más a una pareja de escritores Argentinos:
Franco Gariboldi y María Encarnación Anadón. En la charla que solía suceder a
la cena con que se cerraban las actividades diarias del encuentro, que de acuerdo
a las afinidades espontáneas, solía darse en pequeños grupos en algún café del
centro, cotejamos gustos literarios, opiniones, anécdotas y pequeños
chascarros. En una de esas conversaciones, Franco me habló de su entusiasmo por
Dickens. Yo debí confesar que nunca me atrajo, no que no me hubiese gustado,
sino que nunca me había seducido la posibilidad de leerlo. Es decir, que salvo
mi ignorancia, no podía adelantar una opinión. Recordé, sin embargo, que Borges
mostraba admiración por dicho escritor; pero, por supuesto, aquello no tenía
nada de raro, en la medida en que a Borges parecía gustarle todo lo inglés,
excepción hecha del fútbol. Ya hacía un rato Franco había dictaminado, entre
risas, que Borges fue un inglés (no un europeo en general, a pesar de su amor
por Ginebra, a donde regresó a morir, sino un hijo de Albión), que por
casualidad fue a nacer en la Argentina. Y no en la Argentina, sino
específicamente en Buenos Aires, la ciudad más cosmopolita América del Sur.
Podrá argumentarse que hay en sus cuentos cierta profusión de gauchos y
compadritos; habría que retrucar que no son sus personajes más socorridos y que
a menudo podrían ser reemplazados, sin mayor pérdida, por rústicos, malevos y
románticos de otras latitudes. Lo que a Borges interesa es la ficción, sin
importar dónde trascurran; mejor aún si transcurren lejos o en parajes poco
definidos, y en un tiempo distante. Sin embargo, a mi modo de ver, Borges sólo
pudo darse en Buenos Aires, en la Argentina, en esa América nostálgica de
Europa, y es tan propio de nuestra literatura como el indigenismo, encarnado,
entre otros, por el peruano Ciro Alegría o el boliviano Arguedas. Tanto ellos
como Borges son nuestros. Demás está decir que un europeo no puede ser un
nostálgico de Europa a menos que se haya vuelto indiano; si no es un migrante, no
puede idealizarla sin pecado.
Tiempo
después, en un intercambio de correos con Fernando Sorrentino, le comenté lo
que habíamos hablado de Dickens, que no era mucho en realidad, que más bien se resumía
en mi prejuiciada, voluntaria y apriorística omisión de aquel autor de mi
acerbo literario, y el consejo entusiasta de Franco de que lo leyera sin falta.
Sorretino me recomendó seguir dicho consejo cuanto antes, agregando que debía
comenzar con David Copperfield. Obligado,
por un mínimo de pudor, a explorar las razones de por qué había desechado a
Dickens, me encontré con que no tenía un argumento válido para aquello. "Pura subjetividad –le escribí a Sorrentino
en la ocasión –, pendejada, si se me permite el giro, porque tampoco había
muchos libros [eran tiempos de Apagón cultural, de la dictadura Pinochetista] y
las rebeldías a menudo se veían limitadas por el tamaño de la biblioteca de mi
padre, de modo que mientras mis amigos leían a Herman Hesse, yo (¡qué rebelde!)
leía a Thomas Mann". Debo agregar aquí que Fernando Sorrentino me mostró
la misma actitud que ya había advertido en Borges y en las Siete conversaciones con Borges, un libro con las entrevistas que Fernando
Sorrentino realizó al autor de El Aleph.
Así como Borges excomulga, con elegancia, pero en forma implacable, a casi toda
la literatura hispana, Sorrentino se despacha condenas que no se toma la
molestia de fundamentar (con el atenuante de que lo hace en correos privados e
informales), dando muestras de una arbitrariedad similar a la mía cuando decidí,
en mi adolescencia, que Dickens no me interesaba, y que casi ningún inglés me
interesaba, con excepción de Chesterton, a quien llegué a partir de Borges y que
me pareció ingenioso, aunque que me costaba digerir su catolicismo.
Correo
posteriores con Franco Gariboldi me llevaron a recordar algunos de mis
prejuicios de entonces, que poco tenían que ver con la literatura y en los
cuales no todo era arbitrariedad; pienso que más bien se trataba de sectarismo.
El imperio inglés había demostrado su crueldad en diversos lugares del mundo,
daba zarpazos y establecía soberanías incluso en las antípodas, avanzado ya el
siglo XX. Mi latino-americanismo, por entonces bastante inocente, había
resultado herido en lo profundo por la guerra de las Malvinas, e incluso antes,
la lectura de Las venas abiertas de
América Latina, de Eduardo Galeano, había contribuido a profundizar aún más
mi rechazo a lo inglés. Conocer, por diversos medios, la intervención de John North,
como agente del gobierno inglés, para propiciar la Guerra del Pacífico, y
posteriormente, la intervención británica contra Balmaceda, a través de la Armada
de Chile. Balmaceda había decidido invertir el producto de las riquezas salitreras
en el desarrollo nacional, por sobre el interés de la oligarquía, más interesada
en el despilfarro, con el cual se sentía cómodo el imperio inglés, en la medida
en que sus intereses se veían favorecidos.
Pero
mi rechazo era anterior a dichas lecturas.
Cierta
cursilería, que siempre me ha molestado, me hacía sospechar que no encontraría
otra cosa en un autor de cuentos de navidad. Lo mismo me pasaba con Wilde, de
quien había leído El gigante egoísta.
Sin embargo, ya en mis tiempos de universidad, la sola existencia de Virginia
Wolf, debió hacerme sospechar que mis abominaciones no sólo no eran fundadas (¿qué
generalización puede serlo?), sino que además me impedían disfrutar de una
literatura rica e innovadora. Es curioso que ninguno de mis prejuicios y
racionalizaciones me impidiera escuchar rock británico, que me parecía el
mejor, y que en mi "bloqueo anti-imperialista" no incluía, en
principio, a los norteamericanos, y leía con fruición a Steinbeck, Hemingway y Whitman.
En cambio estaba determinado a no leer a
Twain, que se me antojaba demasiado yankee, y en todo caso, literatura juvenil.
Creo, en el fondo, que el problema se inició en un rechazo a lo establecido y
que toda, o gran parte, de la literatura que estuviera socialmente consagrada,
me parecía al menos sospechosa. Hoy creo que fue solo la influencia benefactora
de mi tío René Cifuentes Bobadilla logró que amara a El Quijote de la Mancha, a pesar de los esfuerzos involuntarios que
hizo en contrario mi profesor de Castellano, cargando sobre su espalda el peso
de Montes y Orlandi, el libro de texto obligatorio en tiempos de la dictadura.
Ya
en la universidad, un poco más maduro, quizá pude leer a Dickens y otros
autores ingleses, pero mi amor por los latinoamericanos, los rusos y los franceses,
me mantuvo quizá demasiado ocupado como para acercarme a ellos. Creo que nadie
podrá argumentar que leer a Neruda, Benedetti, Onetti, García Márquez, Vargas
Llosa, Manuel Puig, Borges, Sábato, Balzac, Flaubert, Maupassant, Gorki o Dostoievski,
toma poco tiempo; si a eso sumamos la lectura de chilenos como Baltazar Castro,
Oscar Castro, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, José Donoso, Vicente Huidobro,
Pezoa Veliz, etc., etc., además de mi manía de leer no uno ni dos libros de
cada autor, sino todo lo que pudiera conseguir. Escritores latinoamericanos
menos conocidos, eran también una lectura importante para mí en aquel tiempo. Italianos
como Cesare Pavese, alemanes como Heinrich Mann y sobre todo el Checo Kafka, ¡sobre
todo Kafka!, llenaban todo el espacio que pudieran dejar libre otros autores.
Ya
habiendo pasado la cincuentena, sin embargo, con alguna sensatez, buenos amigos
y menos abominaciones a cuestas, me he permitido por fin disfrutar a Dickens.
Pudo ser antes, pero aún me restaba superar un prejuicio, este más reciente:
pensar que sin un dominio adecuado del idioma, poco podía ganar ya, a esta
altura de la vida, con leer a autores de otra lengua; Sergio Pitol decía que
era más fructífero para un escritor cuyo idioma era el español, leer a Tirso de
Molina que al traductor de Faulkner. La lectura de Lolita, de Nabokov, en especial del prólogo en que el autor se
queja de tener que escribir en una lengua que no es la suya, que maneja
torpemente (no recuerdo si ese era el término que usaba, pero ese el concepto),
me afirmó en esa idea.
Borges,
sin embargo, expresó una idea diferente; para él era importante que un autor de
nuestra lengua, leyera las traducciones escritores de otros idiomas, antes que
los originales, de forma de poder aprender lo que en ellos hay de universal. Creo
que recordar que Borges cuando leyó El
Quijote por primera vez lo hizo en inglés
Cuando
leí dicha opinión pensé que sólo sería aplicable a los llamados "clásicos"
de cada lengua. De hecho, mis últimas lecturas de Otelo me resultaron por demás instructivas tanto en la forma en que
se desarrolla la intriga como en el modo en que Shakespeare construye los
personajes, a despecho de perderme su lenguaje y, por lo mismo, gran parte de
su estilística.
Una
vez que decidí leerlo, con Dickens me pasó algo similar. Pero fue una experiencia
más placentera que la lectura de Shakespeare, quizá porque el género, la
novela, me es más afín, quizá porque Dickens es un autor más cercano en tiempo,
y por lo mismo en la temática y en la posibilidad de identificarse y vibrar con
los personajes, quizá porque Dickens es más ameno. Sea cual fuera la causa, David Copperfield me conquistó desde el
principio y fue muy difícil hacer pausas en su lectura; leí más de cuatro horas
seguidas cada día, descuidando la escritura, para la cual, por disciplina,
debía destinar una cantidad de horas diarias que Copperfield me arrebató. Cuando
terminé de leer, pensé que debería escribir un par de líneas para compartir la
experiencia.
Puesto
a pensar entonces, ya que no soy capaz de determinar cuánto de su estilo habrá
sacrificado el traductor, qué fue lo que me hizo disfrutar tanto de la novela,
concluí que son al menos tres los aspectos de David Copperfield que me cautivaron: la construcción de personajes,
la trama y la agilidad de la narración. Dickens no se entretiene en los
espacios más que tangencialmente, a excepción de la tempestad que azota Yarmouth,
durante la cual mueren Ham y Steerforth; pero más que los espacios, lo que se
pone de relieve es la furia de los elementos, en la medida en que estos son
fundamentales para el desarrollo de la acción. Y sin embargo, es este capítulo
de la novela el que me resultó más "pesado", de menos agradable
lectura, sin que me haya resultado tedioso ni mucho menos; me parece que
Dickens, al menos en esta novela, es mucho más hábil en la narración de "peripecias"
(en su más amplio sentido), que en la descripción de la naturaleza, lo que contribuye
en definitiva a la agilidad de la narración. No se entretiene en disquisiciones
religiosas ni filosóficas, al modo, por ejemplo de un Milan Kundera; tampoco
cae en discursos moralizantes y cuando desliza una crítica social, ésta es
certera, atingente, nunca gratuita; no se rebaja a la consigna ni al panfleto;
cuando la aborda, no ocasiona una fractura en la novela, y está tan bien
dosificada, que el hilo narrativo no pierde, lo que permite que el ritmo se
mantenga intacto. El narrador, si bien no es invisible, no es impertinente, lo
que también contribuye a la agilidad del relato; autores contemporáneos, como
José Saramago, permiten que sus narradores se inmiscuyan con opiniones y
observaciones más que Dickens en David Copperfield, lo que no obsta, sin
embargo, para que las obras de Saramago resulten amenas; es más, a menudo es
ese narrador visible y entrometido, el que a menudo le da ese sabor tan característico,
peninsular, ameno y coloquial a obras como El
viaje del elefante o El Evangelio
según Jesucristo.
Cómo urde la trama Dickens es sin duda otro
de los aspectos que me conquistaron. David
Copperfield es una novela relativamente larga (540 páginas en la versión
que tuve a mano), que narra al menos la mitad de la vida del personaje principal
(culmina más o menos en la cuarta o quinta década de la vida, cuando David
Copperfield ya tiene familia e hijos, y recuerda cuando él mismo era un niño
como aquellos). No son demasiados personajes, pero sí hay una cantidad importante;
el hecho de que la narración siga la vida del personaje principal y los demás
se organicen en torno a aquel, permite que la novela tenga un orden y una
coherencia que de otro modo habría resultado imposible; polifonías como la que
Bolaño intenta en Los detectives salvajes,
son quizá la antítesis de David Copperfield, ya que no es posible seguir tantas
voces sin entrar en confusión y necesitar volver atrás una buena cantidad de
páginas. La novela de Dickens está bien alineada, no sobra ni falta nada;
ningún personaje es gratuito, ninguna escena superflua. Cada vez que una línea
de narración es dejada de lado, lo es sólo para dejar que se desarrollen otros
acontecimientos, que finalmente entroncarán con los anteriores. La historia de
Martha, por ejemplo, que parece ser una anécdota cuando aparece por primera vez
en la novela, pero que luego resulta fundamental en la búsqueda de Emily.
En cuanto a la estructura temporal, el
narración es lineal (se inicia en torno del nacimiento de David Copperfield y
termina en la medianía de su vida), aunque admite algunas breves vueltas al
pasado, cuando resulta necesario y funcional a la novela. Tampoco se observan
narraciones paralelas ni relatos intercalados, de modo que el hilo discursivo
no se interrumpe. Nada de esto debe extrañar si se tiene en cuenta la época en
que narra Dickens, previa a la experimentación formal de la modernidad tardía.
Otro aspecto que me disfruté de David Copperfield, que exprofeso he
dejado para el final, es el modo en que Dickens construye sus personajes. Ya en
las primeras páginas, la descripción del Dr. Chillip, quien es delineado a
partir de su conducta, y de la tía Betsey, a partir su lenguaje y de su
conducta (de la que la escena de los burros, más tarde, dará cuenta en forma
magistral), señalan a un autor capaz de mostrar la personalidad de un personaje
en unas pocas líneas, con la misma facilidad con que un dibujante eximio es
capaz, a partir de un par de trazos de su lápiz, de realizar un retrato
inconfundible. El modo en que describe a Littimer, el criado de James Steerforth,
es quizá el más completo, ya que utiliza la descripción física, la de su
conducta, la de su lenguaje y una muletilla usada exprofeso por el narrador,
consistente en aludir a la palabra respetable varias veces en cada párrafo, lo
que da a entender que el personaje insistía en parecer respetable y proyectaba
una respetabilidad intimidante y a la vez un poco caricaturesca.
Quizá lo único que podría criticarse de los
personajes es cierto maniqueísmo en la construcción de los personajes; los
buenos y nobles son irreprochablemente nobles y buenos; los personajes
deplorables, resultan impolutos en su maldad. Si abrigamos alguna duda es sólo
porque no los hemos conocido suficientemente; así James Steerforth, quizá la
psicología más compleja de la novela, nunca termina de gustarnos, sabemos que
algo nos oculta y que ese algo en algún momento se le hará evidente a
Copperfield; y nuestras sospechas, se confirman… En el fondo, no hay sorpresas.
La tía Betsey, tampoco nos sorprende; a pesar de que en un momento nos parece
de un carácter difícil, sabemos que llegado el momento no le dará la espalda de
David Copperfield. En ella, a diferencia de la mayoría de los personajes, existe
cierto grado de evolución; no nos resulta, sin embargo, extraño que cambie, ya
que no es un cambio esencial, sino más bien un flexibilización de su conducta,
un cambio de parecer, nada más… Mowcher, una mujer diminuta, portadora de un
enanismo familiar, es, sin duda, otra de las psicologías complejas, cuya
complejidad, en todo caso, está en función de las necesidades narrativas, ya
que Dickens requería un personaje como aquel para permitir que se desarrollaran
partes fundamentales de la historia, como por ejemplo, el arresto de Littimer. Mowcher
no es lo que parece, pero no es un personaje evolutivo, como no lo es casi
ninguno de los personajes de la novela. No evoluciona Murdstone, el padrastro
de David Copperfield, cuya conveniente conducta de casarse con mujeres con
cierta posición y luego enviudar, tras martirizarlas psicológicamente, con
ayuda de su hermana, se repite con una regularidad y eficacia asombrosa. Tampoco
evoluciona Uriah Heep, otra psicología compleja, descrita a partir de fenómenos
vegetativos (sudor), movimientos involuntarios (aquel retorcerse como serpiente,
aquel tomarse la barbilla con las manos), modo de hablar (incluida la muletilla
de su humildad), y finalmente, y solo finalmente, su conducta moral. Es un
personaje por el cual Copperfield siente antipatía desde muy temprano, cuestión
que puede provenir sólo de dos vertientes, y me parece que es de ambas, no de
una sola; a saber: su aspecto, sus movimientos, y sobre todo el sudor de sus manos,
vale decir de su corporalidad, y, por otro lado, de su condición social
inferior, a pesar de que David es bastante desprejuiciado en ese aspecto, como
se demuestra por su amistad por pescadores como Mister Peggotty y su sobrino
Ham; ello me lleva a pensar que son sin dudas las dos cosas en conjunto las que
mal disponen a Copperfield, ya que no es posible, con los pocos elementos de
que disponía, en primera instancia, que realmente pudiera anticipar la
condición moral de Uriah Heep. La atmosfera ofídica que Dickens teje en torno a
su personalidad lo condenan de antemano. Lo contrario ocurre con James Steerforth,
quien a ojos de Copperfield es una persona, no solo querible, sino además
admirable. Su origen social, sus maneras delicadas, su verba y su hermosura lo
ciegan, del mismo modo que las características inversas lo ponen en alerta
respecto de Uriah Heep. Para Copperfield, constituye una decepción descubrir las
conductas innobles de James Steerforth, que a un lector alerta le parecían
esperables, a partir de actuaciones como las que tuvo hacia David en el colegio
(abusivas, si bien al niño Copperfield no se lo parecieran), o con uno de sus profesores,
a quien hizo despedir, despreciándolo por su origen social inferior. No debemos
olvidar que la narración está hecha en primera persona y siguiendo una
secuencia temporal lineal, lo que determina, en primer término, que el narrador
no conozca todos los aspectos de la historia y de las motivaciones de los
personajes, y en segundo término, que no pueda anticiparnos hechos que
ocurrirán más tarde. Quizá, gracias a esto, puede el narrador variar su tono y
su relativa ingenuidad frente a los hechos a medida que David Copperfield
progresa en edad, siendo esta una sutileza psicológica imposible en la tercera
persona o en una forma más impersonal y atemporal de la primera, toda vez que
Dickens tiene el acierto y la maestría de dotar a la voz de un tono diferente
cuando el personaje es un niño, cuando se vuelve un adolescente y, finalmente,
en su adultez; el niño cambia la voz cuando se torna hombre, sin dejar de ser
el mismo; una evolución respecto a la personalidad, solo en lo que concierne a
la madurez del personaje; no en términos morales, ni en temperamento ni el
bondad. Copperfield es siempre Copperfield.
Un personaje secundario que se ganó mi
cariño desde un principio, fue Barkis, el cochero, con su candorosa escasez de
palabras, su simpleza, su bondad y su
enorme capacidad de comunicar afecto a través de gestos, actitudes y torpezas.
Quizá me he extendido en demasía para decir
que me había perdido a uno de los mejores narradores que he leído, y para
decretar que a partir de ahora se ha levantado el bloqueo unilateral e
insensato que mantenía hacia la literatura inglesa. Yo era quien perdía.