
Pertenezco a la que se ha llamado
generación baby boomer, es decir, aquella que va desde la
postguerra hasta más o menos 1965 (el hecho de que fuéramos 6 hermanos puede
servir para ilustralo). Se dice que fue (no creo que lo sea en la actualidad)
una generación signada por el idealismo, pero, según he leído, dicha generación
contiene dos cohortes: la primera abarcaría hasta la década del 1955, y sería
mucho más esperanzada y optimista; la segunda, a la cual pertenezco, estaría
marcada por el desencanto, la desconfianza y el cinismo. Unidas a esa
vertiente, mis características personales (entre ellas, mi rechazo visceral al
dolo), podrían ser la explicación a mi falta de interés e incluso rechazo hacia
la literatura autobiográfica. Detestaba los mitos, y las autobiografías me
parecían un intento de construir mitos en torno a la propia personalidad, a una
manera de ver el mundo y a un modo de mantener formas de dominación como
aquellas que imperaban en mi adolescencia y, aunque de otro modo, también
ahora. Las autobiografías que podía ver en las vitrinas de las librerías solían
ser las de políticos y figuras públicas que, o no me interesaban, o francamente
repudiaba. Ahora pienso que en tiempos de dictadura militar la oferta no debió
ser muy variada.
El pacto autobiográfico supone
una referencialidad que a mí me parecía que no era tal. Ni siquiera le otorgaba
al autor la posibilidad de intentar ser honesto. Detrás de la máscara, para mí,
no había nada. En ese contexto, las pruebas de referencialidad no me parecían
demasiado relevantes, pues el haber participado en un hecho histórico, haber
sido testigo de este –o incluso haber hecho noticia– solo me permitían
corroborar eso, el hecho en sí, no las motivaciones que pudo tener el
autobiógrafo ni lo que hubo tras bambalinas. Por lo demás, sembrar datos
históricos aquí o allá es un recurso habitual en la ficción y yo no veía por
qué aquello no podía hacerse en una autobiografía. En la actualidad, mi juicio
es más benigno, entiendo que las personas pueden edulcorar inconscientemente
sus recuerdos como una defensa contra el dolor o la culpa, que la memoria es
frágil y que existen las alucinaciones del recuerdo, lo que no implica que haya
mala fe. Fabular vacíos, confundir sueños con realidad (sobre todo cuando se
habla de la infancia), asumir lo oído o lo leído como cierto, son también modos
de funcionamiento psíquico que no presumen dolo. El ejemplo de Nabokov es
ilustrativo, un hombre obsesivo –como yo–, que desconfía incluso de sí mismo y
somete a escrutinio familiar sus memorias con el objeto de ser lo más veraz
posible. Buen comienzo para un pacto. Sus lecciones de literatura inglesa, rusa
y acerca del Quijote me mostraron que se trata de un hombre puntilloso y
perfeccionista y dispongo de esa base (una referencia externa, sin duda) para
creerle. Los aspectos teleológicos también podrían explicar énfasis, omisiones,
etc., en la medida en que el autobiógrafo intenta encontrale y darle sentido a
su vida.


El reverso de estas reflexiones
puede explicar en parte qué era lo que yo buscaba en los libros que leía y aún
leo. En primer término, leía libros de ficción, cuyo pacto no me resultaba
problemático, pues, como dice Lejeune, el escritor de ficción no miente, no
puede mentir porque no requiere ni presupone veracidad sino verosimilitud. Debo
decir, sin embargo, que muchos libros de ficción me han resultado ilustrativos
acerca de ciertas épocas y personajes, ilustración que, por cierto, es solo
aproximativa y cuenta con la ventaja de que lo sé de antemano.

También leía (y leo) libros
científicos y de divulgación, filosofía e historia, pero, pienso, que en esto
se aparta de lo que discutimos y forma parte de otro pacto.