viernes, 5 de mayo de 2017

TIPOS DE NARRADOR

En las siguientes líneas, me propongo mostrar diversos tipos de narrador, sin pretender agotarlos. No se trata de un estudio riguroso, sino de una breve aproximación, una suerte de boceto, con ejemplos que permitan una mejor compresión. Cualquier esquematización será, ¿cómo no?, una pobre aproximación a la narrativa que palpita en cada una de las líneas de un buen libro.
Como concepto general, se entenderá el narrador como la voz que nos cuenta la historia que leemos. No es el autor sino una de las herramientas, quizá la principal, de las que se vale para narrar una historia. No es el personaje, aunque puede aparentar ser la voz de uno de ellos. Para algunos autores, el narrador es el primer personaje que crea el escritor, ya que a menudo tiene una visión de mundo que le es propia, que no tiene por qué coincidir con la del autor ni con la de los personajes, a los que podría incluso criticar.
Según su compromiso con lo narrado, puede ser un narrador más o menos distante o más o menos cercano, por lo que su óptica puede variar desde la indiferencia más absoluta hasta la empatía por algún personaje o por la historia. La cercanía puede ser emocional, o puede ser un mero artefacto de la óptica que utiliza (punto de vista).
El narrador puede permanecer invisible, sin inmiscuirse, permitiendo que la narración se desarrolle por sí sola, o hacerse visible, mostrarse, ya sea como un comentarista o con cualquier otro tipo de intervención que lo haga presente ante el lector, a veces sutilmente, y otras, como si fuera un aparte en la historia. Es lo que se conoce como narrador intruso.
Es común en la narrativa contemporánea el uso de más de un narrador, para poder cambiar el punto de vista, la cercanía afectiva, la información que se entrega, cuándo se entrega, cómo se entrega, etc. Las mudas de narrador pueden estar claramente delimitadas, y cada uno narrar un capítulo, o partes de un capítulo, o darse incluso en un mismo párrafo o en una misma línea. De ello resultará la mayor o menor eficacia de la narración.  


PRIMERA PERSONA SINGULAR:


Narra desde el yo. Es un narrador cercano a lo que cuenta, a menudo muy cercano, casi como la piel del personaje. Puede saber todo o casi todo lo que cuenta:

El lunes tuve diarrea. Detesto los baños de la oficina, huelen a desinfectante, siempre parece que los acabaran de asear, y sin embargo, si uno se fija bien, en el piso hay pelos, y en los sanitarios rara vez falta un vello ensortijado. Pero no podía volver a mi departamento cada vez que me sentía impelido a pujar. Y en el wáter, no podía dejar de darle vueltas al tema. Estaba pálido. Varias veces me sentí desvanecer.
El gerente no me llamó; quien me habló fue el contador; pero lejos de comunicarme que estaba despedido, preguntó cómo me sentía. Le dije que bien, pero me di cuenta de que no me creyó. Diez minutos después, su secretaria me dijo que fuera al médico, que el contador se ocuparía de informarle al gerente lo que me había ocurrido. Fui terminante: jamás me retiro antes de la hora.

(«La regularidad de las cosas»)

Puede tener vacilaciones, dudas, ignorar ciertos aspectos y mezquinar otros:

Debí dormirme temprano y tal vez soñé. Un golpeteo inapelable en la puerta me despertó. La madera era maciza, por lo que supuse que quien llamaba lo hacía con los nudillos doloridos. Esta observación me libró de cualquier fantasía libidinosa: una mujer no se estropearía los dedos golpeando con tal determinación. Abrí recelando. Un árabe de mirada torva me dijo que me traía noticias de cierto sultán cuyo nombre prefiero no revelar. Le pedí que me esperara en la recepción para poder vestirme en forma apropiada.

(«El limón de Marrakech»)


PRIMERA PERSONA DEL PLURAL:

Narra desde el nosotros: no es tan íntimo como el narrador en primera persona singular, pero aporta cierta ambigüedad –¿quiénes son quienes narran?– y a la vez la sensación de una verdad compartida; se usa poco y generalmente muda a un narrador en primera persona singular:

Durante el invierno, los ríos se salían de sus cauces, llevándose los puentes, y los caminos se llenaban de lodo y se tornaban intransitables, de modo que antes de que empezara la temporada de lluvias, nuestros padres nos enviaban a la casa de la abuela, en el pueblo. El viaje lo hacíamos en una berlina desvencijada, tirada por dos lustrosos caballos azabaches. Un cochero de librea, cuya tela luctuosa y desgastada se deshilachaba en las mangas, dormitaba sobre el pescante, y cada tanto, se espantaba las moscas del sombrero y hacía restallar el látigo en el aire, para que no se pensara que el coche se gobernaba solo y que él viajaba de balde. Tras nosotros, iba una procesión de carretas, que a cada vuelta de rueda, rechinaban como quejándose.

(«El último juego de invierno»)






SEGUNDA PERSONA:

Narra desde el tú. No es de fácil manejo y no se usa mucho, pero no constituye una rareza; podría ser omnisciente, o ser solo observador. Su límite está en la forma en que apela al lector, ya que se limita a narrar lo que le debió sucederle a ese tú; si excede este límite, puede mudar hacia un narrador en tercera persona. Aporta una fuerza narrativa mayor, involucrando al lector casi como si se narrara acerca de él.
Diciembre es agitado, intenso, sin siquiera un respiro para almorzar. Pasa el lunes y el martes y el miércoles. No sabes bien qué día es. Ni qué hora. Lo mismo pueden ser las tres de la tarde o las cinco de la madrugada. El trabajo es arduo y te duele la cabeza. Pareces un zombi respondiendo los llamados telefónicos y los pedidos urgentes desde Ja­pón. Sabes que el embarque no va a estar listo a tiempo, pero de todos modos respondes que sí. Te pesan los pies. Fumas otro cigarrillo para sentirte mejor. ¿Cuántos ya? ¿Veinte, cuarenta? Tres noches sin dormir. Te cuesta de­cir una palabra, como si la lengua te pesara, y tu voz es una retahíla incomprensible incluso para ti. Tu secretaria nota que estás pálido, te preguntas si estás enfermo y te ofrece ―¡Dios mío, otra vez!― una taza de café.

(«Barrio bullicioso»)



TERCERA PERSONA:

El narrador toma distancia respecto de lo que narra. Se sitúa afuera. Puede saberlo todo como si fuera un dios (narrador omnisciente), o haber tenido noticias del hecho y no conocer todos los aspectos de lo que ocurrió (narrador testigo, que puede ser testigo de testigos), o solo tener acceso a lo que ve y limitarse a narrar aquello, sin conjeturar los que no sabe (narrador observador); en caso de hacerlo, se trataría de un narrador intruso, que desliza hipótesis u opiniones, o se ríe o conduele del personaje. Onetti denostaba a sus personajes, opinaba mal de ellos, los maltrataba (Vargas Llosa habla de un estilo crapuloso).


Narrador omnisciente:

Robles era un policía viejo, mañoso, acostumbrado a arrancar confesiones sin dejar marcas visibles. Era un hombre alto, de piel aceituna, rostro abotagado, bigotes espesos y ojos de buey manso; usaba un abrigo largo y negro, que no abotonaba nunca, ni siquiera cuando llovía. Compraba la talla más grande, pero como su barriga era enorme, jamás lograba abrocharlo. Solía decir, entre risas, que así era cómo usaban el abrigo los comisarios del antiguo oeste, que de ese modo podían desenfundar la pistola más rápido.
Caminaba dando pasos enérgicos, como para dar a entender que aún era capaz de correr tras un sospechoso; pero todas las mañanas, sus subordinados, lo veían subir jadeando las escaleras del cuartel. Me pilló la hora, Ramírez –le decía a su ayudante, para justificarse–; me tuve que venir corriendo.  

(«El oficio de la fuga»)

Owen estaba orgulloso de estirpe, a pesar de las circunstancias que rodearon su origen. El gringo violó a su madre una sola vez, en un establo, en medio de mugidos y olor a mierda, una mañana helada, después de la ordeña. La joven se dio cuenta de su estado al cabo de un mes, y aunque buscó a una comadrona que la hiciera abortar, los bebedizos que le dio y los tallos que le metió entre las piernas, no lograron su objetivo. Tampoco la paliza que le dio su padre.
Owen fue tardo para nacer. Llegó casi al décimo mes. Cuando la partera lo tuvo entre las manos, arrugado, feo y lacio, pensó que el niño había nacido muerto, por lo que lo dejó en una palangana que se solía usar para hacer mantequilla, y que a pesar de haber sido enjuagada con agua hervida, aún olía a leche agria. Luego la comadrona se desentendió de él y se dedicó a restañar la hemorragia que brotaba de las entrañas de la madre. Sus esfuerzos, al igual que unos meses antes, no dieron resultados. La joven falleció exangüe.

(«La traición del sargento Owen»)


Narrador testigo:

El partido empezó con cinco minutos de retraso. Des­de el principio se notó la diferencia; los capitalinos, más cancheros, tocando a ras de piso, cuidando el balón. Los nuestros, nerviosos; se les notaba la impericia, sobre todo en los primeros minutos. Pero de los quince pa delante, estuvieron, lo que se dice, paraditos. A fin de cuentas, mu­cha pelota en el medio campo y los primeros cuarenta y cinco terminaron con el marcador en blanco. Hasta ahí no era mal negocio.
Pero Briones estaba mudo, el pobre bufaba en lugar de respirar...
Por Diosito que no nos dimos cuenta. Todos pensa­mos que después habría tiempo pa explicarle, lápiz en mano y sacando cuentas en una servilleta, que bastaba con un empate para que el equipo subiera a primera división...
Pero a los diez minutos del segundo tiempo vino el tiro libre... Un faul tonto, don René, usted no lo va creer. Un central que estaba adelantado, Zambrano, me parece, se vino por la punta derecha, casi sin peligro... Pero Or­tiz, de puro nervioso, le metió leña; una patada cla­rita a dos metros del árbitro. Por suerte no le mostraron tarjeta, puro palabreo no más.
Vino el pitazo y Jaime Baeza ―que no es el camión Baeza, porque ese es estoper y juega en Iberia―, le dio con borde externo, pie derecho, fuerte y combado, justo por encima de la barrera... Un tiro al ángulo, como puesto con la mano. Dejó parado a nuestro arquero; nada que decir, precioso gol.
A todos se nos vino la noche encima. Pero para Briones fue peor. Se dejó caer en el asiento, agarrán­dose el pecho con las manos. Nosotros nos miramos preocupados. Alguien sacó una botella de pisco, que había metido de contrabando, y se la dio. Parece que le hizo bien, porque se abrochó el abrigo para capear el frío y al poco rato estaba avivando al equipo.
La pena no duró ni diez minutos, porque vino el gol de Casas, que también fue bonito, porque la agarró en el aire y le salió una emboquillada perfecta, que pilló mal parado al meta Cortés.
Briones bailó de gusto y compró sándwiches para to­dos. La botella de pisco ya se había acabado, pero uno de los muchachos convidó una de tinto, que pasó de boca en boca.

(«La final»)


Narrador observador (cámara cinematográfica):

Una vela ilumina los rostros de ambos hombres, que beben, mientras la cera se derrite y cae, como un espeso llanto, abrazando el gollete de la botella polvorienta que le sirve de candelabro.
El más joven tiene los ojos claros y un bigote afilado, que mientras habla, le imprime a su rostro una inequívoca expresión de zorro. El mayor tiene el gesto triste y bebe en silencio.

(«El peso de los días»)


Narrador intruso:


Este narrador no se limita a la tercera persona. No es raro que aparezca también en la primera persona, como suele darse en Borges. En autores como Kundera la intrusión se verifica como discurso filosófico. El siguiente ejemplo está en primera persona:

Siempre he sido un tipo fiel, y cuando me entró la comezón, cuando me puse a pensar en un par de piernas depiladas, lencería, medias caladas, zapatos de tacón, de inmediato se lo dije a mi señora. Ríase si quiere, pero así no más fue; yo no me soy de esos mojigatos que le da un piquito desabrido a su esposa y le dice que todo va de maravillas, cuando ya hace tiempo que se aburre cuando hace el amor. Y, peor que eso, que sabe que también ella se aburre y, con todo derecho, ya se ha puesto a pensar quizá qué cosas. Y si no las piensa, las sueña; los sueños no mienten; pero no voy a aburrirlo con filosofías, solo me gustaría que pensara cuándo fue la última vez su mujer le contó un sueño, y no me refiero a pavadas, como que soñó que volvía a los tiempos del colegio… ojo que entonces usted no era parte de su vida, usted, para ella, no existía; después de todo el sueño no es una pavada, pero supongamos que lo fuera, o que le dijera que soñó con ruiseñores o con arcoíris, lo que a usted se le ocurra, una cursilería, puede que eso sí le cuente, o alguna pesadilla, eso las mujeres lo cuentan, siempre lo cuentan, pero dígame ¿cuándo fue la última vez que ella le dijo que soñó con usted, que tuvo un sueño erótico con usted? Vaya, veo que se ha puesto serio; no se preocupe, no estoy diciendo que de ahí pasen a los hechos, no su señora, por supuesto, a quien respeto y tengo en alta estima, no señor, y no quisiera que usted creyera que yo pienso mal, pero ya ve, así es como se producen los malos entendidos, y después uno va de boca en boca, como me ocurre a mí.
Sin duda usted estará de acuerdo conmigo en que es más fácil ser la amante de un tipo como yo, que la abnegada esposa, obligada a mantener la casa como Dios manda, después de ocho horas de oficina y dos en ómnibus. Sin pensar en los niños, ¿eh? Sin pensar en los niños. Por eso es que nadie se imagina a su madre en el papel de amante; no me vengan con monsergas de psicoanalista, eso no tiene nada que ver, ni con catecismos ni con respetar padre y madre; sencillamente no se puede, no le quedaba tiempo a la vieja, y si uno no ha visto un paramecio no se lo imagina, por más que se lo expliquen; no es que no existan, no es que no haya madres que se las ingenien para ser la amante de alguien, nada de eso, pero resulta difícil imaginar cómo lo hacen. Usted podría retrucar que conoce a esta madre y a aquella madrecita que no se hacen mayores problemas, le plantan cuernos al marido mientras éste mira la TV; pero ya le dije, yo no niego que existan, no estoy hablando de un convento, y aunque lo estuviera, porque en todas partes se cuecen habas, más fácil en un convento, donde aparte de rezar no hay mucho que hacer…Bueno, bueno, no me mire así, no quise ofender, quién iba a pensar que usted era creyente, un día de estos voy a ver flotar las piedras… No se enfade, le juro que me sorprende; si quiere me retracto, no es necesario que me hable de caridad y abnegación; mi argumento iba por otro lado, solo trataba de explicar por qué uno no es capaz de imaginar a su madre en esas correrías; derecho puede que le asista, eso no se sabe, uno no se entera de lo que pasa en la alcoba de los viejos, al menos así debiera ser, pero uno nunca puede dar una opinión definitiva, de modo que prefiero no irme por las ramas, dejar establecido hay que estar bien loco para pensar en hacer el amor después de pasar la tarde lidiando con dos escolares y un bebé. ¿Se imagina usted a esa mujer pintándose los labios de rojo carmesí? ¿Se la imagina limándose las uñas, enroscando sus pestañas, haciendo maravillas con un delineador? ¿Se la imagina poniéndose unas braguitas diminutas, de un color coqueto, digamos, rojo, para que combine con el lápiz labial? ¿Y qué me dice de las ligas y las medias caladas? Una madre no es amante, no porque no quiera, sino porque no puede o se ha olvidado de querer.

(«La aventura perfecta») 

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