La obra de Thomas De Quincey «El asesinato
considerado como una de las bellas artes», resulta particularmente revelador a
la hora de hablar de la belleza. A menudo tendemos a creer que la ética deviene
por los mismos derroteros que la estética, pero en los márgenes (y no siempre
en los márgenes), o si se quiere en lo sutil (y a menudo también en lo
sustancial), pareciera que lo bueno y lo bello no siempre transitan por el
mismo camino. Lo bueno puede ser soso, incluso cursi, y lo malo, fascinante.
La obra de De Quincey, compuesta por dos conferencias, de tono humorístico, y un post-scriptum, en que se narran
asesinatos, no se encuentra entre mis favoritas, pero resulta llamativo que la
exposición de ideas, referidas en un tono zumbón, me resultara pálida en
comparación con los relatos que cierran el libro. A pesar de ello, no me
resisto a citar una de ellas: «la composición de un buen asesinato exige algo
más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un
callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la
sombra, la poesía, el sentimiento se consideran hoy indispensables en intentos
de esta naturaleza».
En estas líneas, De Quincey desliza elementos
importantes a la hora de realizar una aproximación a la idea de belleza: disposición
(que puede ser espacial, temporal, relacional, etc.), la luz y la sombra (no
solo en términos visuales, pictóricos o fotográficos, sino también la luz y la
sombra que muestra, sugiere, vela o devela, resalta o atenúa la palabra), la
poesía (otro problema espinoso), el sentimiento (no necesariamente benévolo: el
horror, la ira, la pasión, el dolor, el desprecio, forman parte del amplio
espectro de los sentimientos humanos), y el diseño, que he dejado para el
final, toda vez que resulta, no solo en este caso –el asesinato– sino también
en las letras y creo que también en las demás artes, el compendio más o menos
anticipado de los otros conceptos.
La forma pareciera ser entonces consustancial a la
belleza. Por lo mismo, no bastará, en literatura, expresar las bondades de un
alma angélica, las cuitas del amante, ni los buenos deseos y esperanzas de la
buena gente; menos aún la defensa de una causa, por justa y ética que esta sea.
Espíritus atormentados, con franca inclinación a la locura o al menos hacia lo
patológico, como Sábato y Dostoievski, nos han legado obras maestras como «El
túnel» y «Crimen y castigo», novelas cuyo tema central es el asesinato; «El extranjero»,
de Camus, pareciera completar una trilogía de esta lista de crímenes
insensatos, que sin embargo alcanzan la categoría de lo sublime. La nómina de
autores que logran transformar en belleza lo abyecto, lo sucio o lo macabro,
podría resultar tediosa amén de innecesaria; cedo a la tentación, empero, de
nombrar a Poe, a Quiroga y, sobre todo, a Bukowski. En poesía, qué decir del
Autorretrato de Nicanor Parra o del sufrimiento convertido en belleza, que
recorre los versos de «Alturas de Machu-Pichu». Antonin Artaud, no siendo de
mis autores favoritos, merece también una cita.
La belleza pareciera, por lo mismo, reinar entre
las formas. Qué aspectos de estas resultan bellos para el humano, no es algo
que se pueda asir fácilmente: la simetría, la proporción, la textura, el color,
la luminosidad, la sombra, la composición, parecen ser elementos constitutivos
de la belleza, y sin embargo, se nos escapan otros, a la vez que se nos
aparecen aquí y allá las excepciones.
El criterio del placer que proporcionan al ser
humano las cosas bellas, podría ser la base para construir una noción de lo
bello; sin embargo, no todo lo placentero adquiere una categoría estética.
Pareciera ser una condición necesaria, pero en ningún caso suficiente.
El punto de vista de la subjetividad, es decir, la
posibilidad de que sea el sujeto quién determine de acuerdo a sus propios
cánones, no puede ser desechado sin un análisis, aunque sea somero. Un ciego
puede ser pintoresco, nos advertía Chesterton, pero hay que tener un buen par
de ojos para solazarse con el espectáculo. Desde un punto de vista subjetivo,
pero ingenuo, podría uno conformarse con la crítica ínsita en la afirmación:
crítica moral, que, ya lo hemos discutido antes, no basta para restarle méritos
estéticos. Un punto de vista diferente, pero también ingenuo, argüirá que
Chesterton puede considerar sin duda un espectáculo deplorable la miseria
humana, pero que tal vez, incluso por los mismos motivos, un pintor hará el
retrato a lápiz del ciego de Chesterton, y tal vez un poeta le dedique unos
versos. Habrá, sin duda, quienes prefieran los sonetos de amor. En gustos no
hay nada escrito, se dirá desde el subjetivismo más ingenuo. Pero, sin duda, el
par de ojos resulta imprescindible a la hora de contemplar el retrato o de leer
los versos. Es desde este punto del cual puede arrancar un subjetivismo que no
resulte ingenuo: es el ser humano en donde radica la belleza, en la medida en
que la ausencia del observador deja impávido al universo. Para el cosmos no hay
belleza ni fealdad, maldad ni virtud, escepticismo o fe. La belleza, entonces,
no reside en el objeto sino en cómo ese objeto es investido de atributos por la
percepción de los sentidos, por los procesos que en el cerebro motivan, por las
asociaciones que despiertan, por el goce que motivan, del mismo modo que una
llave abre una cerradura. La vibración del alma humana frente al cosmos, cosmos
de la que no es sino una parte, es la morada de lo bello. Pero como esta
disposición a embelesarse frente al mundo es propia de la naturaleza humana, el
subjetivismo ingenuo se ve obligado a retroceder, en la medida que el funcionamiento
del cerebro humano constituye una herencia común, y por lo mismo, puede
hablarse de una mayor o menor capacidad para el hecho estético, del mismo modo
en que se puede decir que una u otra persona discurren con mayor o menor
sabiduría, sin que se pretenda que cada quién defina la inteligencia a su regalada
gana. Puede, por lo tanto, hablarse de buen gusto, sentido estético, feísmo y
grosería, como de una facultad –o una falencia– del espíritu humano. Pero no
puede negarse la facultad en sí. Pueden aceptarse matices, preferencias, diferentes
sensibilidades históricas o culturales, incluso modas (con sumo cuidado, como
se camina en medio de un bosque en una noche de niebla), pero no se puede creer
seriamente en estatutos privados de lo bello, en una suerte de anarquía sensorial en la que cada quien puede arrogarse para sí la capacidad para determinar qué es lo bello, e imponerlo a los demás o al menos servirle de guarida. El goce frente a la belleza es
siempre compartido; lo que hizo vibrar a los cultos helenos, es también materia
de goce para el hombre de hoy en día. Pocos se quedaran fríos frente a la
belleza de las catedrales de la Europa medieval, aun cuando no compartan la fe
de los maestros constructores que consagraron su vida a erigirlas. No es necesario
comprender el tallado de la piedra, leer los planos o calcular la altura de las
ábsides, para sentir que su belleza roza con sus inefables dedos la carnadura
del alma. De igual manera, un cuento Cortázar, una acuarela de Constable, una escultura, aún
abstracta, no requiere explicación alguna, no precisa de un manual de instrucciones o de una didáctica previa; el goce
estético es inmediato, o no lo es. En una segunda mirada podemos, y es lícito
hacerlo, preguntarnos por qué y de qué modo. Es posible entonces que una nueva
experiencia estética aparezca ante nosotros, en la medida en que la
arquitectura de la belleza, los hilos que la mantienen viva, el modo en que se
nos aparece, su nervadura, la forma en que fluye la sangre que le da vida, es
también, o puede ser, una manifestación de ella misma.
No afirmo que la sensibilidad estética no pueda ser educada; el niño aprende aritmética, geometría y lógica, pero las aprende solo en la medida en que como miembro de la especie tiene la capacidad lógica, puede comprender las formas, los espacios y las medidas, y puede, a partir de sus diez dedos y millones de neuronas, aprender a contar. Ello permite que su sensibilidad musical transite desde las canciones infantiles a las sinfonías; pero desde un principio estaba capacitado para distinguir la música del ruido. No recurriré al absurdo angélico de pensar que todo el conocimiento humano, todas sus creaciones y goces, estaban inscritos en su alma con anterioridad a su tránsito terreno. Lo estaban sus capacidades.
No afirmo que la sensibilidad estética no pueda ser educada; el niño aprende aritmética, geometría y lógica, pero las aprende solo en la medida en que como miembro de la especie tiene la capacidad lógica, puede comprender las formas, los espacios y las medidas, y puede, a partir de sus diez dedos y millones de neuronas, aprender a contar. Ello permite que su sensibilidad musical transite desde las canciones infantiles a las sinfonías; pero desde un principio estaba capacitado para distinguir la música del ruido. No recurriré al absurdo angélico de pensar que todo el conocimiento humano, todas sus creaciones y goces, estaban inscritos en su alma con anterioridad a su tránsito terreno. Lo estaban sus capacidades.
Pero aun asumiendo esta postura, debo confesar que cualquier definición de la
belleza me parece apenas un boceto, y la palabra inefable, como una mariposa
nocturna, revolotea, molesta, en mi mente.
No puedo, por lo tanto, sino rendirme a la belleza, cortejarla, alguna vez rozarla con mis dedos, sin llegar a comprenderla.
No puedo, por lo tanto, sino rendirme a la belleza, cortejarla, alguna vez rozarla con mis dedos, sin llegar a comprenderla.