La
lectura de Vargas Llosa resulta, para un aprendiz de brujo como yo,
particularmente ilustrativa. Un temperamento obsesivo como el de él,
perfeccionista y cuidadoso, construye su narrativa como un arquitecto medieval
decidido a glorificar al Creador con una obra magna. Un constructor de
catedrales, en las que no existe detalle librado al azar. Obras menores,
capillitas, como “Elogio de la madrastra”, que no alcanza las alturas de “Conversación
en La catedral” o “La fiesta del Chivo”, para nombrar solo dos de sus novelas mayores,
obedece también a un riguroso plan. En este caso, la creación de un mundo
fantástico que vive en una ficción supra-novelística, un mundo que tal vez es, siguiendo
el aserto de Hemingway, la base del Iceberg, del cual sobresale, cada tanto una
novela: “Elogio de la Madrastra”, en este caso, pero también una novela mucho
mejor lograda, por lo rico de los mundos que describe: “El héroe discreto”. Ésta
es, a la sazón es una especie de secuela de “Elogio de la Madrastra”, pero de
una calidad lejos superior a su antecesora, en la cual quizá lo mejor logrado
sea la descripción de las monomanías de don Rigoberto. En “El héroe discreto”,
que junto con la novela antedicha y los “Cuadernos de don Rigoberto” conforman
una continuidad, una trilogía, la historia de la madrastra, don Rigoberto y
Fonchito, es uno de los hilos narrativos de la novela, pero no el principal, y
por lo tanto, enriquece la historia del personaje principal, el “héroe”, Felícito
Yanaqué, sin restarle protagonismo, a la vez que completa, y le da mayor vida,
en forma retrospectiva, a la primera novela, y proporciona mayor consistencia a
Fonchito, el inverosímil niño que seduce a su madrastra, aunque siga siendo
éste el personaje menos creíble de las tres novelas y el más feble en el
entramado del autor. Me deja la misma sensación algo fantasmal que Oliver Twist,
de Dickens; da la impresión que se trata de personajes hechos para que pasen
cosas, pero sin que en sí mismos lleguen a tener fuerza y consistencia.
Si hemos de seguir con la metáfora del
arquitecto, que erige catedrales y capillas, Vargas Llosa adquiere entonces el
papel de un urbanista, de un constructor enfrentado al reto de crear una ciudad.
Enhebra vidas que pertenecen a barriadas diferentes, pero que habitan el mismo
mundo ficcional, del que solo nos permite ver una que otra novela. Lituma, por
ejemplo, que aparece en “La casa verde”, será protagonista de “¿Quién mato a
Palomino Molero?” y de “Lituma en los Andes”, lo que nos permite seguir una
vida en distintos escenarios del Perú. El Perú de Vargas Llosa, quien se
confiesa un deicida, y en este sentido, hermano de García Márquez, a quien
dedicó un extenso libro, “Historia de un deicidio”, basado en la hipótesis de
que el escritor debe, no imitar ni alabar a Dios (cualquiera sea dicho dios),
sino matarlo, para crear su propio mundo. Bien vista, mi primera metáfora, se
cae a pedazos. No estamos en el medioevo, no es a la gloria de Dios que se
edifica el arte. El artista es un deicida. Pero, en el caso de Vargas Llosa, un
deicida meticuloso, un ser que crea desde la obsesión: orden, simetría,
planificación, equilibrio… ¡Qué distinto de Onetti!
Vargas
Llosa trabaja en forma metódica, elige el punto de vista, los narradores, el
manejo del tiempo y, obviamente, las formas verbales; organiza la trama y las
sub-tramas, crea los personajes, y finalmente, escribe… y luego poda y corrige.
Su mente es la de un relojero suizo, si es que aún son así los relojeros
suizos, pero también la de un esteta. Su padre, qué duda cabe, es Flaubert, a quien
dedicó su maravilloso ensayo, “La orgía perpetua”. En esta obra, el aprendiz de
brujo, puede conocer el modo en que Flaubert escribió “Madame Bobary”, pero
también, al mismo tiempo, la forma en que Vargas Llosa hace lo propio. “La
receta de familia”, aquella que pasa de la abuela a la nieta, va de Flaubert al
escriba peruano… ¡Y a nosotros!
Pero
hay que volver a Onetti, que también obra un influjo paradójico en Vargas
Llosa, y a quien dedicó un extenso ensayo: “El viaje a la ficción. El mundo de
Juan Carlos Onetti” Además del estilo crapuloso, Vargas Llosa destaca en este
autor el haber creado un mundo ficcional que es creado a su vez por un
personaje de ficción: Brausen. Sin duda, este hecho, constituye el deicidio por
excelencia. Faulkner y García Márquez no llegan tan lejos. En sus obras, el
escritor es el único deicida. En la Santa María de Onetti, Brausen, el
personaje, también lo es. Este punto debe haberse grabado a fuego en la mente
de Vargas Llosa, tan diferente, a la hora de crear, del modo en que lo hacía el
escritor Uruguayo: sin mayor planificación, en jornadas febriles, que eran
precedidas de períodos de extensa sequía creadora. Un escritor voluble,
depresivo, carente de método, a veces descuidado… Todo lo contrario de Mario
Vargas Llosa, quien sin embargo, lo admira, como se admira al hombre que camina
sobre el fuego o al que realiza malabares en una cuerda tendida entre dos
torres de setenta pisos, sin, por supuesto, pretender emularlo. Excepto, claro
está, en el deicidio. Pero incluso en esto, el escritor peruano es más medido,
nos regala un Perú ficcional, pero que, como cualquiera de sus personajes,
podría ser el real. Santa María no; Santa María es un mundo de fantasmas, de
esperpentos creados por un personaje, que no es Onetti, es Brausen, su Dios.