sábado, 13 de agosto de 2016

DEICIDIOS


 
La lectura de Vargas Llosa resulta, para un aprendiz de brujo como yo, particularmente ilustrativa. Un temperamento obsesivo como el de él, perfeccionista y cuidadoso, construye su narrativa como un arquitecto medieval decidido a glorificar al Creador con una obra magna. Un constructor de catedrales, en las que no existe detalle librado al azar. Obras menores, capillitas, como “Elogio de la madrastra”, que no alcanza las alturas de “Conversación en La catedral” o “La fiesta del Chivo”, para nombrar solo dos de sus novelas mayores, obedece también a un riguroso plan. En este caso, la creación de un mundo fantástico que vive en una ficción supra-novelística, un mundo que tal vez es, siguiendo el aserto de Hemingway, la base del Iceberg, del cual sobresale, cada tanto una novela: “Elogio de la Madrastra”, en este caso, pero también una novela mucho mejor lograda, por lo rico de los mundos que describe: “El héroe discreto”. Ésta es, a la sazón es una especie de secuela de “Elogio de la Madrastra”, pero de una calidad lejos superior a su antecesora, en la cual quizá lo mejor logrado sea la descripción de las monomanías de don Rigoberto. En “El héroe discreto”, que junto con la novela antedicha y los “Cuadernos de don Rigoberto” conforman una continuidad, una trilogía, la historia de la madrastra, don Rigoberto y Fonchito, es uno de los hilos narrativos de la novela, pero no el principal, y por lo tanto, enriquece la historia del personaje principal, el “héroe”, Felícito Yanaqué, sin restarle protagonismo, a la vez que completa, y le da mayor vida, en forma retrospectiva, a la primera novela, y proporciona mayor consistencia a Fonchito, el inverosímil niño que seduce a su madrastra, aunque siga siendo éste el personaje menos creíble de las tres novelas y el más feble en el entramado del autor. Me deja la misma sensación algo fantasmal que Oliver Twist, de Dickens; da la impresión que se trata de personajes hechos para que pasen cosas, pero sin que en sí mismos lleguen a tener fuerza y consistencia.   
 Si hemos de seguir con la metáfora del arquitecto, que erige catedrales y capillas, Vargas Llosa adquiere entonces el papel de un urbanista, de un constructor enfrentado al reto de crear una ciudad. Enhebra vidas que pertenecen a barriadas diferentes, pero que habitan el mismo mundo ficcional, del que solo nos permite ver una que otra novela. Lituma, por ejemplo, que aparece en “La casa verde”, será protagonista de “¿Quién mato a Palomino Molero?” y de “Lituma en los Andes”, lo que nos permite seguir una vida en distintos escenarios del Perú. El Perú de Vargas Llosa, quien se confiesa un deicida, y en este sentido, hermano de García Márquez, a quien dedicó un extenso libro, “Historia de un deicidio”, basado en la hipótesis de que el escritor debe, no imitar ni alabar a Dios (cualquiera sea dicho dios), sino matarlo, para crear su propio mundo. Bien vista, mi primera metáfora, se cae a pedazos. No estamos en el medioevo, no es a la gloria de Dios que se edifica el arte. El artista es un deicida. Pero, en el caso de Vargas Llosa, un deicida meticuloso, un ser que crea desde la obsesión: orden, simetría, planificación, equilibrio… ¡Qué distinto de Onetti!
Vargas Llosa trabaja en forma metódica, elige el punto de vista, los narradores, el manejo del tiempo y, obviamente, las formas verbales; organiza la trama y las sub-tramas, crea los personajes, y finalmente, escribe… y luego poda y corrige. Su mente es la de un relojero suizo, si es que aún son así los relojeros suizos, pero también la de un esteta. Su padre, qué duda cabe, es Flaubert, a quien dedicó su maravilloso ensayo, “La orgía perpetua”. En esta obra, el aprendiz de brujo, puede conocer el modo en que Flaubert escribió “Madame Bobary”, pero también, al mismo tiempo, la forma en que Vargas Llosa hace lo propio. “La receta de familia”, aquella que pasa de la abuela a la nieta, va de Flaubert al escriba peruano… ¡Y a nosotros!
Pero hay que volver a Onetti, que también obra un influjo paradójico en Vargas Llosa, y a quien dedicó un extenso ensayo: “El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti” Además del estilo crapuloso, Vargas Llosa destaca en este autor el haber creado un mundo ficcional que es creado a su vez por un personaje de ficción: Brausen. Sin duda, este hecho, constituye el deicidio por excelencia. Faulkner y García Márquez no llegan tan lejos. En sus obras, el escritor es el único deicida. En la Santa María de Onetti, Brausen, el personaje, también lo es. Este punto debe haberse grabado a fuego en la mente de Vargas Llosa, tan diferente, a la hora de crear, del modo en que lo hacía el escritor Uruguayo: sin mayor planificación, en jornadas febriles, que eran precedidas de períodos de extensa sequía creadora. Un escritor voluble, depresivo, carente de método, a veces descuidado… Todo lo contrario de Mario Vargas Llosa, quien sin embargo, lo admira, como se admira al hombre que camina sobre el fuego o al que realiza malabares en una cuerda tendida entre dos torres de setenta pisos, sin, por supuesto, pretender emularlo. Excepto, claro está, en el deicidio. Pero incluso en esto, el escritor peruano es más medido, nos regala un Perú ficcional, pero que, como cualquiera de sus personajes, podría ser el real. Santa María no; Santa María es un mundo de fantasmas, de esperpentos creados por un personaje, que no es Onetti, es Brausen, su Dios.