domingo, 1 de marzo de 2015

DICKENS DESHOJA UNA MARGARITA (O DIGRESIONES SOBRE LAS TELENOVELAS, EL FOLLETÍN, CHEJOV, OLIVER TWIST, LA CENICIENTA Y SUPERMAN)


Charles Dickens

 Creo que todos nosotros, más de alguna vez, no hemos tenido otro remedio que ver una telenovela, ya sea porque la compañía de otros lo ha requerido o porque nuestro estado de ánimo era tan lamentable que no nos era posible o nos daba lo mismo hacer otra cosa. La sensiblería de los culebrones seguramente nos habrá hecho sonreír en forma socarrona y disimulada, para que nadie se moleste y no se diga que uno es pedante o excesivamente crítico. Pienso, en todo caso, que esa sonrisa socarrona, sin palabras, es benevolente. Los diálogos cursis o poco creíbles, casi siempre artificiosos, la falta de tensión dramática y el maniqueísmo que permea la trama y mueve a los personajes, darían para mucho más que una sonrisa, y si uno permanece sentado frente al televisor, aquello debe considerarse como una muestra de tolerancia.
La necesidad de prolongar la producción capítulo tras capítulo, es decir, día a día, por, qué sé yo, una hora cada tarde, explica la falta de tensión, los puntos muertos, las escenas gratuitas, que se estiran como los relojes de Dalí para rellenar el vacío que la narrativa resolvería con otros recursos (piénsese en historias intercaladas o narraciones paralelas, en el uso de más de un narrador y de diversos puntos de vista, en el abandono del tiempo lineal), o por el simple expediente no posponer el clímax y el desenlace.
El imperio de las pautas programáticas impide la asimetría de los capítulos, de modo que el formato se impone por sobre la esencia narrativa, y a la solución a menudo suele ser ponerle agua al vino. La máxima del cuentista se invierte. Ya no se trata de eliminar lo superfluo. El arma de Chejov deviene en chuchería, deja de ser imprescindible y se convierte en mero relleno, generalmente en redundancia, pues tampoco aporta mayor riqueza ni abre nuevos hilos narrativos, que completen una visión de mundo, ni actúa por acumulación, como ocurre en la novela. El culebrón tiene otras exigencias. No gana por nockout, como el cuento, ni por puntos, como suele hacerlo la novela (la metáfora es de Cortázar). El culebrón gana por el rating, es decir, no por valores estéticos intrínsecos, sino por valoraciones externas: la publicidad, el reparto, el horario en que se transmite, el nombre, la moda, el tema (en el caso de la narrativa, el tema es un elemento más, y a menudo, sino la mayor parte de las veces, no es, ni mucho menos, el más importante). El culebrón debe adecuar su formato a pautas que también son externas: avisaje, parrilla programática, etc. Nada más alejado que la forma en que se escribe una obra literaria. Un Borges o un Bolaño se habrían visto en dificultades si se les hubiese limitado a escribir trecientas líneas por día, durante veinte semanas, sobre un tema de interés humano, que permitiera de vender una determinada cantidad de ejemplares.
Era, sin embargo, lo que debían hacer Dickens y Chejov.  
Anton Chejov
Chejov, obligado a mantener a su familia, luego de la quiebra de su padre, un hombre cruel, acosado por las deudas e incapaz de ocuparse de la manutención de los suyos, comenzó a escribir relatos que se publicaron en revistas humorísticas muy en boga en la Rusia de fines del siglo XIX, publicaciones menores que llenaban el espacio de la literatura seria, entonces en crisis, debido a la censura impuesta luego del asesinato del zar Alejandro II. El propio Chejov da cuenta de aquello en una semanario de San Petersburgo, en el cual publicó, en forma de noticia, la siguiente chanza: «Se nos informa de que uno de los redactores de "Kievlianin”, después de estudiar atentamente los periódicos de Moscú y en un acceso de duda, practicó un registro en su propia casa en busca de publicaciones clandestinas. Aunque no encontró nada de carácter subversivo, se condujo él mismo a la comisaría de policía.»
Entre 1882 y 1887, Chejov llegó a publicar unos seiscientos cuentos, a ocho kopecks por línea; y sin embargo, siempre se impuso el deber de la brevedad. Decía que «el arte de escribir es el arte de acortar», «escribir con talento, es decir, de manera breve», «sé hablar con pocas frases de cosas largas». El formato, ya que escribía cuentos, se le impuso doblemente; el cuento debe poder ser leído sin pausas, de principio a fin; son las exigencias del género (la novela, en cambio, admite y requiere pausas). Pero, Chejov, además, se veía pauteado por una exigencia externa, parecida a las de las telenovelas. Chejov, en tiempos en que escribía para el diario Fragmentos, de San Petersburgo, además de una restricción en la temática que podía abordar (debía limitarse a temas cómicos), estaba obligado a escribir un máximo de cien líneas, del mismo modo en que el culebrón debe acotarse a un margen de tiempo determinado por capítulo. Sin embargo, dada la exigencia del cuento, Chejov no podía posponer la resolución de la historia; ello habría significado dejar en suspenso el relato para la semana siguiente, con el riesgo no sólo de perder el interés del lector, sino de arruinar por completo el cuento, ya que perdería intensidad y tensión.
La novela, como género, y tal como la practicó Dickens, puede en cambio, escribirse por entregas. El culebrón, en este sentido, es heredero del folletín. 
Los cronistas literarios usan el término potboilers, para referirse a obras artísticas de baja calidad que los autores crean sin otro afán que el de ganarse la vida. Habría que decir que el afán mercenario en Chejov y Dickens no era óbice para crear una obra literaria genuina ni disminuía un ápice su calidad, de modo que el término no puede ser aplicado en el caso de estos autores, y en cambio resulta demasiado generoso para el culebrón. Calificar a las telenovelas de potboilers implica reconocer para ellas el estatus de obra de arte, cosa que no son. El comic podría aspirar a ese sitial, también el Pulp, pero no el culebrón. Y sin embargo, las exigencias externas de las se nutre y conforma, vale decir, de las que es producto y a las cuales se amolda, pueden rastrearse también Dickens.
Para Chejov, la exigencia era la brevedad, mientras que para Dickens el imperativo era la extensión.
Dickens, sin quererlo, deshoja una margarita. Los recursos que le permitían el favor del público en la Inglaterra victoriana, al lector contemporáneo pueden parecerle cursis, o en el mejor de los casos, un defecto de su narrativa. Al menos, eso fue lo que me ocurrió con Oliver Twist; varias veces estuve a punto abandonar su lectura; y sin embargo, la siguiente página volvía a cautivarme. Fue entonces cuando pensé que estaba deshojando una margarita. Luego me corregí; era Dickens quien lo hacía, interrogando el favor de sus lectores, en especial los de la posteridad.   
Dickens generó identificación con el lector de su época por medio del maniqueísmo, y captó su atención recurriendo a un excesivo dramatismo e incluso la sensiblería. A medida que ejercitaba el oficio, aquellos recursos se hicieron menos perceptibles, pero no menos eficaces. Son aproximadamente diez años los que median entre Oliver Twist y David Copperfield, y una década de oficio, se nota. Su maniqueísmo es sin duda más notorio en Oliver Twist que en David Copperfield. En esta última novela, los imperativos de la novela por entregas apenas se hacer ver, o en su defecto, no molestan. Al menos, no tanto.
Digamos, en defensa de Dickens, que escritores como Dostoievski, Balzac, Víctor Hugo, Flaubert y Alejandro Dumas, también cultivaron el folletín. Hablando con honestidad, cuesta encontrar algún autor, que en algún momento de su vida no haya escrito para diarios o revistas; sin embargo, me parece que no resulta equivalente escribir por motivaciones literarias y luego obtener algún rédito por la publicación de esas obras, que escribir para el mercado. ¿Purismo? Creo que no, en la medida en que lo dicho no comporta un juicio de valor. Pero esa diferencia, resulta ilustradora respecto del modo en que una obra está escrita.
La lógica del folletín impone varias características; en lo formal, baste como ejemplo, la tendencia a "engordar" el estilo, detenerse en lo accesorio o recurrir a un exceso de monosílabos en los diálogos, de modo llenar más y más folios, ya que el pago al autor se efectuaba en esos términos. Un escritor bisoño tendrá más dificultades para completar la cantidad de folios requerida con hechos novedosos e interesantes, sin que su prosa decaiga; mientras mantenga el suspenso, aquello puede resultar inadvertido, o al menos, serle perdonado por los lectores exigentes, en la medida del interés que suscita o de otros valores literarios. Recordemos que el folletín es producto de la alfabetización de las capas pobres de la población, que demandan (¿o a las que se le ofrece?) una literatura escapista sin demasiadas exigencias formales. La producción es intensa, y a menudo sin una planificación previa, de modo que las obras, una vez publicadas en formato de libro, es decir, después de haberse difundido mediante entregas periódicas en diarios y revistas, solían presentar inconsistencias, que el público, que había seguido capítulo a capítulo, no podía constatar. Nótese cómo en este sentido, Chejov corre con ventajas, en la medida en que escribe relatos tan breves, que es menos probable que él pierda el hilo narrativo u olvide algunas características de sus personajes.   
Las obras de Dickens, en cambio, son extensas, a pesar de lo cual, desde mi óptica de lector, no observo inconsistencias importantes en sus páginas. Es otro el aspecto en el que Dickens parece pagar sus mayores tributos a las exigencias que impone la novela por entregas: un excesivo maniqueísmo. ¿Cómo puede un niño, que sufre todo lo que sufre Oliver, conservarse puro? ¿Cómo puede ser tan bueno? ¿Cómo, si nadie se ha ocupado de su educación, puede tener tan nobles sentimientos? La única respuesta que puedo darme es que Oliver Twist es intrínsecamente bueno, puro por esencia, noble por constitución; una encarnación del bien, una suerte de arquetipo platónico, que no puede ser corrompido por la imperfección del mundo. ¿Y Truhan? Todo en él es astucia, socarronería y malevolencia. No muestra miedo frente al juez que lo condena; antes bien, se burla de él, del jurado y de la policía. Seguramente sus padres fueron gañanes. No ocurre lo mismo con Oliver, que aunque nació huérfano, por sus venas corre la sangre de gente de superior condición. Él no lo sabe, pero actúa como si no perteneciera a ese mundo bajo y violento en que le tocó vivir. Se encuentra inerme frente ese mundo, y la única salida que vislumbra, como un animalillo acosado, es la huida. Es el único acto innoble que se permite. Fuerza es reconocer que si no hubiera huido, es probable que hubiera muerto pronto, y la historia habría sido breve; la firma, en ese caso, habría sido la de Chejov.
La causa primera, la que posibilita la historia, es la fuga; la antecede, en la cronología, pero no en la narración, la historia de su madre, una buena mujer, que comete la imprudencia de enamorarse de un hombre, que si bien se ha separado y no ama a su esposa, no ha roto el vínculo del matrimonio, y la de su padre, convenientemente rico y de buenos sentimientos, odiado por su mujer y su hijo mayor, quien hará los posible por quedarse con la parte de la herencia que le corresponde Oliver. ¡Un argumento de telenovela! Pero Dickens urde la historia con habilidad, y se permite escamotearnos el origen de Oliver, que intuimos, pero no podemos precisar hasta muy avanzada la novela, en que se vale de un diálogo para que conozcamos la historia de sus padres, historias signadas, ¿cómo no?, por la fatalidad –la lógica implacable del folletín.

El recurso que le permite a Dickens mantener el prejuicio social de la nobleza del nacimiento, se denomina anagnórisis, y fue descrito por Aristóteles en su Poética en relación a la tragedia griega; quizá el ejemplo más conocido sea Edipo Rey; sin embargo, el modo en que Dickens utiliza la anagnórisis, es decir, el dar a conocer al personaje un aspecto que no conocía de su vida, no modifica la conducta de éste ni genera un cambio dramático en la trama (cosa que sí ocurre en Edipo), sino que más bien actúa como una demostración: Oliver obraba como tenía que obrar alguien de su condición. El hecho de que dispone de recursos financieros gracias a la herencia que le dejó su padre, también se le revela cuando se le da a conocer la verdad de su origen, pero ese hecho ya no tendrá incidencia sobre el desenlace, como tampoco el saber que Rose Maylie es en realidad su tía. Es posible especular que si Oliver no hubiese podido recuperar su herencia y si no hubiese sabido que su querida Rose era su tía, de igual modo habría sido feliz, ya que contaba con el favor de sus benefactores (la Sra. Maylie, el señor Bownlow). Pero ante tantas miserias padecidas, y ante tanta bondad de su alma, el público, debió sentir que era lo menos que el autor podía hacer por el niño.
La Cenicienta no desconoce su origen, es una buena, muy buena y esforzada muchacha, pero recibe el premio a su condición solo por el tamaño de su pie; se trata de una joven de noble corazón, al igual que Oliver, pero nadie puede o quiere atestiguarlo. Oliver, en cambio, gracias a que su fuga lo pone en contacto con el mundo, fuga que la Cenicienta ni siquiera soñó, tiene la oportunidad de crear una buena imagen de sí mismo, y por ello, ganarse el favor de aquella buena gente que se convertirán en sus benefactores. Superman irá más allá; un ser superior, no solo por su moral, sino también físicamente, se impondrá la misión de velar por todos los seres humanos (a excepción de los villanos), y cumplir esa misión será esa su única recompensa. No lo espera una fortuna ni un príncipe, del cual la Cenicienta se enamora por el solo hecho de que lo es. Es, en este sentido, el más elevado de los tres personajes, célebres huérfanos, herederos de mundos perdidos.

La sola mención de Oliver Twist junto a Superman, un personaje de tira cómica, y La Cenicienta, la heroína de un cuento folclórico de Hadas, muestran hasta qué punto existe un quiebre de verosimilitud en un personaje como Oliver Twist. Quizá por eso sea precisamente él uno de los personajes de la novela que me resultan menos entrañables. La construcción de un personaje como el judío Fajín, en cambio, resulta mucho mejor lograda; se trata de una personalidad fascinante, cuya presencia es mucho más viva y creíble que el propio Oliver Twist. Regenta un nido de pequeñas víboras, una escuela de ladronzuelos, en la que sus pupilos trabajan para él. Codicioso, inteligente y calculador, sabe adular, engañar y envolver, tanto a víctimas como a secuaces, y sabe también, sacar provecho de circunstancias casuales, gracias a una sagacidad que le permite una lectura certera de la realidad. Una novela breve que tuviera como eje dicho personaje, sería sin lugar a dudas, memorable.
Anita, una joven inestable, con una personalidad a menudo impredecible, es quizá el personaje menos teñido de maniqueísmo, y por lo mismo, puede actuar como bisagra y torcer el desarrollo de la historia; termina siendo una suerte de heroína trágica, demasiado hundida en una vida sórdida y desgraciada, como para abrigar alguna esperanza; su sino de mujer fatal se completa cuando su brutal amante, Guillermo, la asesina golpeándola con una viga de madero hasta quedar exhausto. Para ella no habrá nunca un zapatito de cristal.
Ella, como el médico que atiende a Oliver, el señor Grimwig, el mismo Jack Dawkins, resultan más vívidos y verosímiles que el personaje principal.
Mención especial merecen algunos personajes secundarios, como Carlos Bates, que es uno de los pocos, quizá el único personaje evolutivo; tal vez lo sea porque escapa a aquella lógica, que permea la novela, según la cual los vicios y las virtudes son intrínsecas a cada hombre y lo acompañan desde el nacimiento, y por lo mismo, determinan su modo de ser de un modo definitivo. Carlos Bates, uno de los ladronzuelos reclutados y entrenados por Fajín, un muchacho grosero, burdo, ramplón, un niño que ha perdido toda la inocencia, se ve transformado por la muerte en la horca de Jack Dawkins, el Truhan, su amigo y compañero de correrías. El final del propio Fajín, la muerte de Anita y el cúmulo de eventos que desbarató su vida de joven criminal, lo llevaron a buscar nuevos rumbos en el campo; terminó sus días como ganadero, dado, como siempre, a las bromas y la risa fácil. Es un boceto de historia; ignoramos qué otros sucesos, aciagos o afortunados, le permitieron llegar a ser un hombre honesto y respetable; pero acaso ¿no todas las historias son un boceto?
La crítica social que realiza Dickens debe ser valorada como un esfuerzo de poner en la retina del público, los horrores que padecían en la Inglaterra victoriana, los desheredados y los débiles, y entre ellos, los niños y los enfermos. Sin embargo, las exigencias del folletín, debilita dicha crítica en la medida en que la anagnórisis resulta en la confirmación de un prejuicio; esto es, unir la nobleza de la sangre con las virtudes morales, desechando el influjo de la experiencia, incluidos los traumas tempranos y el aprendizaje. Este prejuicio constituye una barrera para el crecimiento de las personas, para la aceptación mutua, la compresión y la fraternidad; de aceptarlo, solo sería posible conmiserarse de los más desafortunados, ser caritativo, vigilar el buen cumplimiento de las normas y procurar que los mejores gobiernen con rectitud. Y los mejores, por cierto, engendran a los mejores. Quizá soy injusto con Dickens. Pero en Oliver Twist, salvo Carlos Bates, nadie se corrompe y nadie se redime. Twist nació bueno, porque heredó las virtudes de sus padres; no nos extraña la pureza de Rosa Maylie; a fin de cuentas, es la tía de Oliver. Fajín, en cambio, solo pudo aspirar a la degradación y la locura. Tal vez el caso de Monks, el hermano de Oliver Twist, sea algo diferente, pues se puede decir que bebió el odio en la leche materna; no sabemos cómo pudo llegar a ser sin esa influencia, si, por ejemplo, no hubiera conocido a su madre y hubiese vivido siempre junto a su padre.  
¡Cuántas preguntas, reflexiones, disensos! De la lectura de una novela por entregas, de un folletín, de una obra que el autor escribió a tanto el folio, movido por el afán de alimentar a su familia. Se trataba de aportar a la entretención de clases recientemente alfabetizadas. Quizá el hecho de que el desarrollo del folletín implique un discurso, una ilación lógica, una asociación de ideas, una estructura de lenguaje, permitió que autores como Dickens plasmaran un pathos que supera con mucho las limitaciones formales de la novela por entregas, estableciendo una línea divisoria infranqueable para la telenovela contemporánea, que al estar estructurada en torno a imágenes evanescentes, no requiere una recreación discursiva en el plano racional, y no permiten la trascendencia. Una estética del cine podría establecer una distinción en el terreno del arte visual quizá más fina que la que he esbozado. En un contexto narrativo, empero, la línea divisoria entre la novela por entregas como la practicaba Dickens y el culebrón contemporáneo es tan gruesa que me parece innecesario abundar en ello, y en todo caso, escapa al objeto de estas líneas. Tal vez, y a modo de reflexión, habría que pensar de qué modo la alfabetización lograda entonces, que posibilitó y aun exigió el desarrollo del folletín, sea hoy vista como la antítesis del culebrón, más cercano al analfabetismo, al menos funcional; en todo caso, para ver la televisión, no es necesario saber leer.  


No hay comentarios.:

Publicar un comentario