Hoy
en la madrugada falleció Pedro Lemebel, punzante e irreverente escritor
chileno, autor de crónicas como Loco Afán y De perlas y cicatrices y de libros como Tengo miedo torero,
novela que se estructura en torno a un ayudista del Frente Patriótico Manuel Rodríguez,
movimiento armado que en tiempos de la dictadura intentó acabar por la vía más
expedita con la tiranía de Pinochet. Fue amigo de Gladys Marín, una de las
mujeres que con más fuerza defendió un marxismo ortodoxo y consecuente; sin
embargo, las simpatías de Lemebel por el partido comunista se enfriaron, debido
a la actitud de desconfianza que inspiraba en varios de sus miembros más
conspicuos su condición homosexual. Fue, por sobre todo, o por sobre casi todo,
porque también amaba la literatura, un luchador por la dignidad de los
marginados, a partir de una reivindicación de su modo de vida, otorgándole
valor estético a los términos despectivos con que la burguesía nacional se
encarga de denostar a quienes no se adecúan a sus cánones. En sus crónicas, la
loca, el término despectivo, con el que se (des)califica al travesti,
adquiere un valor estético descriptivo, que consigue en el lector un
sentimiento de empatía y cariño. Cultiva la crónica desde la barricada, desde
la otra vereda, desde el otro barrio, para ser más preciso, desde el bloque de
departamentos de una barriada periférica, o desde la esquina del centro, en que
el travesti vende su fantasía al relamido señorón del barrio alto, que al otro
día, al oír el tañido las campanas, llegará un poco más temprano a la iglesia,
en búsqueda de su confesor. Alejado –¡cómo podría no estarlo!– del aire señorial de un Joaquín
Edward Bello y de la autocomplacencia de los patricios de la crónica chilena,
cultivó una escritura ácida, crítica, amorosa, a veces alegre y a ratos
terrible... casi siempre terrible.
Le
debo a Lemebel una reseña más extensa, más profunda, quizá más insperiada, del
mismo modo que Chile le debe el reconocimiento que merece. El analfabetismo
funcional, es decir, la condición cultural desmedrada en que nuestro Chile
globalizado y economicista, mantiene a sus población, lleva a la paradoja de
que quienes pudieron haber reído con él, haberse visto retratados y
representados en su vez, quizá no sepan quién nos deja. El Chile oficial, que
lamentará su pérdida con frases oficiales, lo hará objeto de elogios oficiales
y lo archivará antes de una semana entre tantos olvidos oficiales. Ese Chile
que firma decretos en La Moneda y decide nuestra vida en los salones de La
Dehesa, Vitacura y Lo Curro, ese Chile lejano del barrio y de las calles, le
negó el Premio Nacional de Literatura, con la misma ceguera con la que a
Gabriela Mistral se lo dieron solo después de haber ganado el Premio Nobel.
Lemebel era incómodo, no se acostumbró, como muchos, como yo, a una izquierda
insípida, que hasta hoy ha ganado las elecciones con antiguos nombres, desprovistos
de sentido. El socialismo chileno, luego de la dictadura, no ha sido sino una
martingala, una forma de liberalismo bajo en calorías, que Lemebel no se cansó
de ironizar. Fue su pecado, no tanto su sexualidad, que la moral burguesa
reprueba en los rotos, que le parece de mal tono, vulgar, rasca,
en el barrio, y en cambio, le resulta tolerable, le inspira cierta condescendencia,
cuando se da entre la gente decente; es decir, comentaristas de
espectáculos, gente de la televisión, estilistas de la alta costura y
peluqueros de gente bien. Era una loca incómoda Lemebel; era una loca;
era del pueblo.
LAS JOYAS DEL GOLPE
Pedro Lemebel
(Del libro De perlas y cicatrices)
Y
ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un
país dibujado como una hilacha en el mapa; una aletargada culebra de sal que
despertó un día con una matraca en la frente, escuchando bandos gangosos que
repetían: "Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda,
y no exponerse a la mansalva terrorista". Sucedió los primeros meses
después del once, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista, cuando los
vencidos andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A
alguna cabeza uniformada se le ocurrió
organizar
una campaña de donativos para ayudar al gobierno. La idea, seguramente copiada
de "Lo que el viento se llevó" o de algún panfleto nazi, convocaba al
pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el
patrimonio nacional arrasado por la farra upelienta, decían las damas rubias en
sus tés-canastas, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto, y sacarlo
adelante en su heroica gestión. Demostrarle al mundo entero que el golpe sólo
había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran
calumnias del marxismo internacional, que envidian a Augusto y a los miembros
de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo
esa orgía de rotos. Por eso, que si usted apoyó el pronunciamiento militar,
pues vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, un collar,
lo que sea. Vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí
Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante, la promotora más
entusiasta con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en la gala
organizada por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas
cluecas recibiendo los obsequios.
A
cambio el gobierno militar entregaba una piocha de lata, hecha en la Casa de Moneda
por la histórica cooperación. Porque con el gasto de tropas y balas para recuperar
la libertad, el país se quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a
las mujeres ricachas que entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un
anillo de cobre, que en poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso
recuerdo a su patriota generosidad.
En
aquella gala estaba toda la prensa, más bien sólo bastaba con El Mercurio y Televisión
Nacional mostrando a los famosos haciendo cola para entregar el collar de brillantes
que la familia había guardado por generaciones como cáliz sagrado; la herencia patrimonial
que la Mimí Barrenechea recibía emocionada, diciéndole a sus amigas aristócratas:
"Esto es hacer patria chiquillas", les gritaba eufórica a las mismas
veterrugas de pelo ceniza que la habían acompañado a tocar cacerolas frente a
los regimientos, las mismas que la ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar,
el Club de la Unión o en la misma casa de la Mimí, juntando la millonaria
limosna de ayuda al ejército. Por eso, por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia,
repiqueteaba la señora Barrenechea llenando las canastillas timbradas con el
escudo nacional, y a su paso simpático y paltón, caían las zarandajas de oro,
platino, rubíes y esmeraldas. Con su conocido humor encopetado, imitaba a Eva
Perón arrancando las joyas de los cuellos de aquellas amigas que no las querían
soltar. Ay, Pochy, ¿no te gustó tanto el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando
champán el once? Entonces venga para acá ese anillito que a ti se te ve como
una verruga en el dedo artrítico. Venga ese collar de perlas querida, ese mismo
que escondes bajo la blusa, Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.
Entonces,
la Pelusa Larraín picada, tocándose el desnudo cuello que había perdido ese
collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú linda, ¿con
qué te vas a poner? La Mimí la miró descolocada, viendo que todos los ojos
estaban fijos en ella. Ay Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta
campaña ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con
este valioso prendedor de zafiro, le dijo la Pelusa arrancándoselo del escote.
Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea, vio con horror
chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con
sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo
de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión viendo alejarse la cesta con
las alhajas, preguntándose por primera vez, ¿qué harían con tantas joyas? ¿A
nombre de quién estaba la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate
para rescatar su zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle,
y la miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del
ejército. El caso fue que la Mimí se quedó con sus dudas, porque nunca hubo
cuenta ni cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción
Nacional.
Años
más tarde, cuando su marido la llevó a EE.UU. por razones de trabajo, y fueron
invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada
embajadora del gobierno militar ante las Naciones Unidas, la Mimí, de traje
largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de
uniformes que relampagueaban con medallas, flecos dorados y condecoraciones
tintineando como árboles de pascua. Entre todo ese brillo de galones y perchas
de oro, lo único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y
se quedó tiesa en la escalera de mármol, tironeada por su marido que le decía
entre dientes, sonriendo, en voz baja: qué te pasa tonta, camina que todos nos
están mirando. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, decía la Mimí tartamuda mirando el
cuello de la embajadora que se acercaba sonriente a darles la bienvenida.
Reacciona, estúpida. Qué te pasa, le murmuraba su marido pellizcándola para que
saludara a esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la
diadema temblándole al pescuezo. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, repetía la Mimí a
punto de desmayarse. ¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el
balbuceo de la Mimí, hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que
a mi mujer le ha gustado mucho, le contestó el almirante sacando a la Mimí del
apuro. Ah sí, es precioso. Es un obsequio del Comandante en Jefe que tiene tan
buen gusto, y me lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de
familia, dijo emocionada la diplomática antes de seguir saludando a los
invitados.
La
Mimí Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock, y esa noche se lo tomó todo,
hasta los conchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido,
avergonzado, se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era
necesario embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota
para morderse la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario,
mientras veía, nublada por el alcohol, los resplandores de su perdida joya
multiplicando los fulgores del golpe.
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