lunes, 29 de diciembre de 2014

DE ABOMINACIONES Y RECHAZOS, DE ESCRITORES Y PIRATAS, DE DICKENS Y COPPERFIELD




En el último encuentro internacional de escritores de Tarija, Bolivia, en noviembre de este año –ya lo había comentado hace un par de semanas– tuve la oportunidad de reencontrarme y conocer un poco más a una pareja de escritores Argentinos: Franco Gariboldi y María Encarnación Anadón. En la charla que solía suceder a la cena con que se cerraban las actividades diarias del encuentro, que de acuerdo a las afinidades espontáneas, solía darse en pequeños grupos en algún café del centro, cotejamos gustos literarios, opiniones, anécdotas y pequeños chascarros. En una de esas conversaciones, Franco me habló de su entusiasmo por Dickens. Yo debí confesar que nunca me atrajo, no que no me hubiese gustado, sino que nunca me había seducido la posibilidad de leerlo. Es decir, que salvo mi ignorancia, no podía adelantar una opinión. Recordé, sin embargo, que Borges mostraba admiración por dicho escritor; pero, por supuesto, aquello no tenía nada de raro, en la medida en que a Borges parecía gustarle todo lo inglés, excepción hecha del fútbol. Ya hacía un rato Franco había dictaminado, entre risas, que Borges fue un inglés (no un europeo en general, a pesar de su amor por Ginebra, a donde regresó a morir, sino un hijo de Albión), que por casualidad fue a nacer en la Argentina. Y no en la Argentina, sino específicamente en Buenos Aires, la ciudad más cosmopolita América del Sur. Podrá argumentarse que hay en sus cuentos cierta profusión de gauchos y compadritos; habría que retrucar que no son sus personajes más socorridos y que a menudo podrían ser reemplazados, sin mayor pérdida, por rústicos, malevos y románticos de otras latitudes. Lo que a Borges interesa es la ficción, sin importar dónde trascurran; mejor aún si transcurren lejos o en parajes poco definidos, y en un tiempo distante. Sin embargo, a mi modo de ver, Borges sólo pudo darse en Buenos Aires, en la Argentina, en esa América nostálgica de Europa, y es tan propio de nuestra literatura como el indigenismo, encarnado, entre otros, por el peruano Ciro Alegría o el boliviano Arguedas. Tanto ellos como Borges son nuestros. Demás está decir que un europeo no puede ser un nostálgico de Europa a menos que se haya vuelto indiano; si no es un migrante, no puede idealizarla sin pecado.
Tiempo después, en un intercambio de correos con Fernando Sorrentino, le comenté lo que habíamos hablado de Dickens, que no era mucho en realidad, que más bien se resumía en mi prejuiciada, voluntaria y apriorística omisión de aquel autor de mi acerbo literario, y el consejo entusiasta de Franco de que lo leyera sin falta. Sorretino me recomendó seguir dicho consejo cuanto antes, agregando que debía comenzar con David Copperfield. Obligado, por un mínimo de pudor, a explorar las razones de por qué había desechado a Dickens, me encontré con que no tenía un argumento válido para aquello.  "Pura subjetividad –le escribí a Sorrentino en la ocasión –, pendejada, si se me permite el giro, porque tampoco había muchos libros [eran tiempos de Apagón cultural, de la dictadura Pinochetista] y las rebeldías a menudo se veían limitadas por el tamaño de la biblioteca de mi padre, de modo que mientras mis amigos leían a Herman Hesse, yo (¡qué rebelde!) leía a Thomas Mann". Debo agregar aquí que Fernando Sorrentino me mostró la misma actitud que ya había advertido en Borges y en las Siete conversaciones con Borges, un libro con las entrevistas que Fernando Sorrentino realizó al autor de El Aleph. Así como Borges excomulga, con elegancia, pero en forma implacable, a casi toda la literatura hispana, Sorrentino se despacha condenas que no se toma la molestia de fundamentar (con el atenuante de que lo hace en correos privados e informales), dando muestras de una arbitrariedad similar a la mía cuando decidí, en mi adolescencia, que Dickens no me interesaba, y que casi ningún inglés me interesaba, con excepción de Chesterton, a quien llegué a partir de Borges y que me pareció ingenioso, aunque que me costaba digerir su catolicismo.
Correo posteriores con Franco Gariboldi me llevaron a recordar algunos de mis prejuicios de entonces, que poco tenían que ver con la literatura y en los cuales no todo era arbitrariedad; pienso que más bien se trataba de sectarismo. El imperio inglés había demostrado su crueldad en diversos lugares del mundo, daba zarpazos y establecía soberanías incluso en las antípodas, avanzado ya el siglo XX. Mi latino-americanismo, por entonces bastante inocente, había resultado herido en lo profundo por la guerra de las Malvinas, e incluso antes, la lectura de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, había contribuido a profundizar aún más mi rechazo a lo inglés. Conocer, por diversos medios, la intervención de John North, como agente del gobierno inglés, para propiciar la Guerra del Pacífico, y posteriormente, la intervención británica contra Balmaceda, a través de la Armada de Chile. Balmaceda había decidido invertir el producto de las riquezas salitreras en el desarrollo nacional, por sobre el interés de la oligarquía, más interesada en el despilfarro, con el cual se sentía cómodo el imperio inglés, en la medida en que sus intereses se veían favorecidos.
Pero mi rechazo era anterior a dichas lecturas.
Cierta cursilería, que siempre me ha molestado, me hacía sospechar que no encontraría otra cosa en un autor de cuentos de navidad. Lo mismo me pasaba con Wilde, de quien había leído El gigante egoísta. Sin embargo, ya en mis tiempos de universidad, la sola existencia de Virginia Wolf, debió hacerme sospechar que mis abominaciones no sólo no eran fundadas (¿qué generalización puede serlo?), sino que además me impedían disfrutar de una literatura rica e innovadora. Es curioso que ninguno de mis prejuicios y racionalizaciones me impidiera escuchar rock británico, que me parecía el mejor, y que en mi "bloqueo anti-imperialista" no incluía, en principio, a los norteamericanos, y leía con fruición a Steinbeck, Hemingway y Whitman.  En cambio estaba determinado a no leer a Twain, que se me antojaba demasiado yankee, y en todo caso, literatura juvenil. Creo, en el fondo, que el problema se inició en un rechazo a lo establecido y que toda, o gran parte, de la literatura que estuviera socialmente consagrada, me parecía al menos sospechosa. Hoy creo que fue solo la influencia benefactora de mi tío René Cifuentes Bobadilla logró que amara a El Quijote de la Mancha, a pesar de los esfuerzos involuntarios que hizo en contrario mi profesor de Castellano, cargando sobre su espalda el peso de Montes y Orlandi, el libro de texto obligatorio en tiempos de la dictadura.  
Ya en la universidad, un poco más maduro, quizá pude leer a Dickens y otros autores ingleses, pero mi amor por los latinoamericanos, los rusos y los franceses, me mantuvo quizá demasiado ocupado como para acercarme a ellos. Creo que nadie podrá argumentar que leer a Neruda, Benedetti, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Manuel Puig, Borges, Sábato, Balzac, Flaubert, Maupassant, Gorki o Dostoievski, toma poco tiempo; si a eso sumamos la lectura de chilenos como Baltazar Castro, Oscar Castro, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, José Donoso, Vicente Huidobro, Pezoa Veliz, etc., etc., además de mi manía de leer no uno ni dos libros de cada autor, sino todo lo que pudiera conseguir. Escritores latinoamericanos menos conocidos, eran también una lectura importante para mí en aquel tiempo. Italianos como Cesare Pavese, alemanes como Heinrich Mann y sobre todo el Checo Kafka, ¡sobre todo Kafka!, llenaban todo el espacio que pudieran dejar libre otros autores.
Ya habiendo pasado la cincuentena, sin embargo, con alguna sensatez, buenos amigos y menos abominaciones a cuestas, me he permitido por fin disfrutar a Dickens. Pudo ser antes, pero aún me restaba superar un prejuicio, este más reciente: pensar que sin un dominio adecuado del idioma, poco podía ganar ya, a esta altura de la vida, con leer a autores de otra lengua; Sergio Pitol decía que era más fructífero para un escritor cuyo idioma era el español, leer a Tirso de Molina que al traductor de Faulkner. La lectura de Lolita, de Nabokov, en especial del prólogo en que el autor se queja de tener que escribir en una lengua que no es la suya, que maneja torpemente (no recuerdo si ese era el término que usaba, pero ese el concepto), me afirmó en esa idea.
Borges, sin embargo, expresó una idea diferente; para él era importante que un autor de nuestra lengua, leyera las traducciones escritores de otros idiomas, antes que los originales, de forma de poder aprender lo que en ellos hay de universal. Creo que recordar que Borges cuando leyó El Quijote por primera vez lo hizo en inglés
Cuando leí dicha opinión pensé que sólo sería aplicable a los llamados "clásicos" de cada lengua. De hecho, mis últimas lecturas de Otelo me resultaron por demás instructivas tanto en la forma en que se desarrolla la intriga como en el modo en que Shakespeare construye los personajes, a despecho de perderme su lenguaje y, por lo mismo, gran parte de su estilística.
Una vez que decidí leerlo, con Dickens me pasó algo similar. Pero fue una experiencia más placentera que la lectura de Shakespeare, quizá porque el género, la novela, me es más afín, quizá porque Dickens es un autor más cercano en tiempo, y por lo mismo en la temática y en la posibilidad de identificarse y vibrar con los personajes, quizá porque Dickens es más ameno. Sea cual fuera la causa, David Copperfield me conquistó desde el principio y fue muy difícil hacer pausas en su lectura; leí más de cuatro horas seguidas cada día, descuidando la escritura, para la cual, por disciplina, debía destinar una cantidad de horas diarias que Copperfield me arrebató. Cuando terminé de leer, pensé que debería escribir un par de líneas para compartir la experiencia.
Puesto a pensar entonces, ya que no soy capaz de determinar cuánto de su estilo habrá sacrificado el traductor, qué fue lo que me hizo disfrutar tanto de la novela, concluí que son al menos tres los aspectos de David Copperfield que me cautivaron: la construcción de personajes, la trama y la agilidad de la narración. Dickens no se entretiene en los espacios más que tangencialmente, a excepción de la tempestad que azota Yarmouth, durante la cual mueren Ham y Steerforth; pero más que los espacios, lo que se pone de relieve es la furia de los elementos, en la medida en que estos son fundamentales para el desarrollo de la acción. Y sin embargo, es este capítulo de la novela el que me resultó más "pesado", de menos agradable lectura, sin que me haya resultado tedioso ni mucho menos; me parece que Dickens, al menos en esta novela, es mucho más hábil en la narración de "peripecias" (en su más amplio sentido), que en la descripción de la naturaleza, lo que contribuye en definitiva a la agilidad de la narración. No se entretiene en disquisiciones religiosas ni filosóficas, al modo, por ejemplo de un Milan Kundera;   tampoco cae en discursos moralizantes y cuando desliza una crítica social, ésta es certera, atingente, nunca gratuita; no se rebaja a la consigna ni al panfleto; cuando la aborda, no ocasiona una fractura en la novela, y está tan bien dosificada, que el hilo narrativo no pierde, lo que permite que el ritmo se mantenga intacto. El narrador, si bien no es invisible, no es impertinente, lo que también contribuye a la agilidad del relato; autores contemporáneos, como José Saramago, permiten que sus narradores se inmiscuyan con opiniones y observaciones más que Dickens en David Copperfield, lo que no obsta, sin embargo, para que las obras de Saramago resulten amenas; es más, a menudo es ese narrador visible y entrometido, el que a menudo le da ese sabor tan característico, peninsular, ameno y coloquial a obras como El viaje del elefante o El Evangelio según Jesucristo.  
Cómo urde la trama Dickens es sin duda otro de los aspectos que me conquistaron. David Copperfield es una novela relativamente larga (540 páginas en la versión que tuve a mano), que narra al menos la mitad de la vida del personaje principal (culmina más o menos en la cuarta o quinta década de la vida, cuando David Copperfield ya tiene familia e hijos, y recuerda cuando él mismo era un niño como aquellos). No son demasiados personajes, pero sí hay una cantidad importante; el hecho de que la narración siga la vida del personaje principal y los demás se organicen en torno a aquel, permite que la novela tenga un orden y una coherencia que de otro modo habría resultado imposible; polifonías como la que Bolaño intenta en Los detectives salvajes, son quizá la antítesis de David Copperfield, ya que no es posible seguir tantas voces sin entrar en confusión y necesitar volver atrás una buena cantidad de páginas. La novela de Dickens está bien alineada, no sobra ni falta nada; ningún personaje es gratuito, ninguna escena superflua. Cada vez que una línea de narración es dejada de lado, lo es sólo para dejar que se desarrollen otros acontecimientos, que finalmente entroncarán con los anteriores. La historia de Martha, por ejemplo, que parece ser una anécdota cuando aparece por primera vez en la novela, pero que luego resulta fundamental en la búsqueda de Emily.
En cuanto a la estructura temporal, el narración es lineal (se inicia en torno del nacimiento de David Copperfield y termina en la medianía de su vida), aunque admite algunas breves vueltas al pasado, cuando resulta necesario y funcional a la novela. Tampoco se observan narraciones paralelas ni relatos intercalados, de modo que el hilo discursivo no se interrumpe. Nada de esto debe extrañar si se tiene en cuenta la época en que narra Dickens, previa a la experimentación formal de la modernidad tardía.
Otro aspecto que me disfruté de David Copperfield, que exprofeso he dejado para el final, es el modo en que Dickens construye sus personajes. Ya en las primeras páginas, la descripción del Dr. Chillip, quien es delineado a partir de su conducta, y de la tía Betsey, a partir su lenguaje y de su conducta (de la que la escena de los burros, más tarde, dará cuenta en forma magistral), señalan a un autor capaz de mostrar la personalidad de un personaje en unas pocas líneas, con la misma facilidad con que un dibujante eximio es capaz, a partir de un par de trazos de su lápiz, de realizar un retrato inconfundible. El modo en que describe a Littimer, el criado de James Steerforth, es quizá el más completo, ya que utiliza la descripción física, la de su conducta, la de su lenguaje y una muletilla usada exprofeso por el narrador, consistente en aludir a la palabra respetable varias veces en cada párrafo, lo que da a entender que el personaje insistía en parecer respetable y proyectaba una respetabilidad intimidante y a la vez un poco caricaturesca.
Quizá lo único que podría criticarse de los personajes es cierto maniqueísmo en la construcción de los personajes; los buenos y nobles son irreprochablemente nobles y buenos; los personajes deplorables, resultan impolutos en su maldad. Si abrigamos alguna duda es sólo porque no los hemos conocido suficientemente; así James Steerforth, quizá la psicología más compleja de la novela, nunca termina de gustarnos, sabemos que algo nos oculta y que ese algo en algún momento se le hará evidente a Copperfield; y nuestras sospechas, se confirman… En el fondo, no hay sorpresas. La tía Betsey, tampoco nos sorprende; a pesar de que en un momento nos parece de un carácter difícil, sabemos que llegado el momento no le dará la espalda de David Copperfield. En ella, a diferencia de la mayoría de los personajes, existe cierto grado de evolución; no nos resulta, sin embargo, extraño que cambie, ya que no es un cambio esencial, sino más bien un flexibilización de su conducta, un cambio de parecer, nada más… Mowcher, una mujer diminuta, portadora de un enanismo familiar, es, sin duda, otra de las psicologías complejas, cuya complejidad, en todo caso, está en función de las necesidades narrativas, ya que Dickens requería un personaje como aquel para permitir que se desarrollaran partes fundamentales de la historia, como por ejemplo, el arresto de Littimer. Mowcher no es lo que parece, pero no es un personaje evolutivo, como no lo es casi ninguno de los personajes de la novela. No evoluciona Murdstone, el padrastro de David Copperfield, cuya conveniente conducta de casarse con mujeres con cierta posición y luego enviudar, tras martirizarlas psicológicamente, con ayuda de su hermana, se repite con una regularidad y eficacia asombrosa. Tampoco evoluciona Uriah Heep, otra psicología compleja, descrita a partir de fenómenos vegetativos (sudor), movimientos involuntarios (aquel retorcerse como serpiente, aquel tomarse la barbilla con las manos), modo de hablar (incluida la muletilla de su humildad), y finalmente, y solo finalmente, su conducta moral. Es un personaje por el cual Copperfield siente antipatía desde muy temprano, cuestión que puede provenir sólo de dos vertientes, y me parece que es de ambas, no de una sola; a saber: su aspecto, sus movimientos, y sobre todo el sudor de sus manos, vale decir de su corporalidad, y, por otro lado, de su condición social inferior, a pesar de que David es bastante desprejuiciado en ese aspecto, como se demuestra por su amistad por pescadores como Mister Peggotty y su sobrino Ham; ello me lleva a pensar que son sin dudas las dos cosas en conjunto las que mal disponen a Copperfield, ya que no es posible, con los pocos elementos de que disponía, en primera instancia, que realmente pudiera anticipar la condición moral de Uriah Heep. La atmosfera ofídica que Dickens teje en torno a su personalidad lo condenan de antemano. Lo contrario ocurre con James Steerforth, quien a ojos de Copperfield es una persona, no solo querible, sino además admirable. Su origen social, sus maneras delicadas, su verba y su hermosura lo ciegan, del mismo modo que las características inversas lo ponen en alerta respecto de Uriah Heep. Para Copperfield, constituye una decepción descubrir las conductas innobles de James Steerforth, que a un lector alerta le parecían esperables, a partir de actuaciones como las que tuvo hacia David en el colegio (abusivas, si bien al niño Copperfield no se lo parecieran), o con uno de sus profesores, a quien hizo despedir, despreciándolo por su origen social inferior. No debemos olvidar que la narración está hecha en primera persona y siguiendo una secuencia temporal lineal, lo que determina, en primer término, que el narrador no conozca todos los aspectos de la historia y de las motivaciones de los personajes, y en segundo término, que no pueda anticiparnos hechos que ocurrirán más tarde. Quizá, gracias a esto, puede el narrador variar su tono y su relativa ingenuidad frente a los hechos a medida que David Copperfield progresa en edad, siendo esta una sutileza psicológica imposible en la tercera persona o en una forma más impersonal y atemporal de la primera, toda vez que Dickens tiene el acierto y la maestría de dotar a la voz de un tono diferente cuando el personaje es un niño, cuando se vuelve un adolescente y, finalmente, en su adultez; el niño cambia la voz cuando se torna hombre, sin dejar de ser el mismo; una evolución respecto a la personalidad, solo en lo que concierne a la madurez del personaje; no en términos morales, ni en temperamento ni el bondad. Copperfield es siempre Copperfield.
Un personaje secundario que se ganó mi cariño desde un principio, fue Barkis, el cochero, con su candorosa escasez de palabras, su simpleza, su  bondad y su enorme capacidad de comunicar afecto a través de gestos, actitudes y torpezas.
Quizá me he extendido en demasía para decir que me había perdido a uno de los mejores narradores que he leído, y para decretar que a partir de ahora se ha levantado el bloqueo unilateral e insensato que mantenía hacia la literatura inglesa. Yo era quien perdía.              
    

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