domingo, 10 de febrero de 2013

SOBRE CÁNTICOS MILITARES Y GLORIAS CASTRENSES




 Hace pocos días se hizo público un video en que marinos chilenos trotaban cantando consignas, no xenófobas, como se ha dicho, sino más bien amenazantes y agresivas, propias del pensamiento y la naturaleza militar. Las fuerzas armadas son – de acuerdo a la Constitución – no deliberantes, y se les nota. Las autoridades, por supuesto, rasgan vestiduras y prometen las penas del infierno, como era de esperar, a los desafinados tenores y al director de orquesta; no a los que escribieron la partitura. No faltan los que defienden el despropósito, argumentando que siempre ha sido igual y que se hace lo mismo en los países vecinos, pero el hecho de que la estupidez sea histórica y trascienda las fronteras, no le quita su carácter de estupidez. Una enfermedad contagiosa no deja de ser enfermedad. Otros, en cambio, se ríen, como descubriendo una veta de inocencia en los demás, y se preguntan, cínicamente, ¿qué otra cosa podrían cantar? Son los que anteponen la fuerza a la razón; de ellos, todo es esperable. Son, quizá, los que escriben la partitura. Pero componen por encargo, y pretenden ignorarlo. Cuidan la prosperidad de otros, de los globalizados, de aquellos que pueden vivir sin problemas en Nueva York o en Singapur, y que tienen más en común con sus colegas de San Isidro y Belgrano, que con los cantores de Viña. Carne de cañón, "carne de yugo", da igual.
Pero habría que desmitificar un poco.
El bravucón esconce siempre una cuota de miedo. Debe imponerse ruidosamente, ladrar, orinar en las esquinas, mostrar los colmillos, pues quizá no tenga otra cosa que mostrar.
Son muchas las efemérides, algunas olvidadas, pero las que más se recuerdan y se machacan en la escuela son dos: la independencia de Chile y el combate naval de Iquique (no la guerra del Pacífico, sino esa exclusiva viñeta).
El nacimiento de un país, qué duda cabe, tiene que ser un hito glorioso. No fue una iluminación espontánea de las mentes militares, sino que éstas supieron ser el brazo de la intelectualidad libertaria, muchos de los cuales ostentaban grados militares, pero eran –y lo demostraron– deliberantes; sin embargo, solos, en forma aislada, corrieron triste suerte. Tuvieron que pasar años, para que tras el desastre de Rancagua, llegara la ansiada independencia… de la mano de un argentino, José de San Martín. Curioso enemigo éste, que nos tiende la mano, al momento de nacer. No pretendo restar méritos a los patriotas chilenos; solo quiero resaltar que se necesitó del otro, del vecino, de aquel que ahora se amenza con matar. Nuestros heroicos soldados no pudieron solos.
El combate naval de Iquique inaugura el martirologio como enseña nacional. No un triunfo, una derrota. Lo ocurrido en Punta gruesa, gravitante, quizá fundamental para el desarrollo de la guerra, no pervive en la memoria colectiva ni entusiasma en las escuelas.
 ¿Cantan, entonces, los marinos, por resentimiento? Puede ser. El mismo resentimiento que se enseña más allá de nuestras fronteras, pero que no por ello deja de ser un sentimiento innoble, y una traba odiosa a la hora de querer vivir mejor.
Solo existe un hito en que las fuerzas armadas chilenas llevaron a cabo sus fantasías más oscuras, actuando el mantra, pero un mantra aprendido en otras latitudes; "el único comunista bueno es el comunista muerto", repetían entonces, y pretendieron lograrlo… inútilmente. Sin embargo, se mostraron decididos y tesoneros –ya que no valientes–, al punto de llevar su empeño al nivel del genocidio. Entonces sí mataron, fusilaron y degollaron. Como son no deliberantes, una vez en control, éste devino en descontrol: la animalidad y la sinrazón, sin freno, sin filtro, sin un instante de lucidez, durante casi dos décadas. No necesitaron entonar cánticos al trote; no necesitaban arengarse a sí mismos, para adquirir valor: sus enemigos estaban sometidos y desarmados.
La sinrazón y la animalidad, el desenfreno… a nivel individual, por cierto, porque los compositores, eran los mismos, y sabían qué canción se entonaba. Los mismos que ahora rasgan vestiduras y lo atribuyen –de nuevo– a los intérpretes.