Supongo que todos recordarán a Juan Pablo
Castel, el pintor que mató a María Iribarne… Aunque decir todos, es quizá demasiado
optimista. Quienes hayan leído a Sábato,
seguramente lo recordaran. Pero es más fácil que el común de la gente
recuerde a Otelo, el desdichado Moro que asesinó a Desdémona. Aunque no recuerden
quién era Desdémona… Es más, aunque no hayan leído a Shakespeare. Y es que
Otelo ha alcanzado un lugar casi arquetípico en la memoria colectiva. Para la
mayoría, es la imagen icónica de los celos; para mí, lo es de la desgracia.
Castel, en cambio, es el celoso en estado
puro: el celoso paranoico. Para él, la realidad es intrascendente; los celos se
estructuran en una maquinaria lógica impecable; son apodícticos. Nacen de sí
mismos. Nada los engendra… como no sea la impecable lógica paranoica, que ve
indicios hasta en los más pueriles detalles. No necesita de un instigador, pues
es su propio instigador. Yago y Otelo, se confunden en uno. Yago y Otelo son
Juan Pablo Castel.
Una
lectura cuidadosa de Otelo bastará para comprender que de no mediar las
intrigas de Yago, el drama no podría haberse desencadenado. Queda a la
imaginación del lector plantearse otros posibles desarrollos, pero en lo
concreto, los Celos de Otelo necesitaron de Yago. Es más bien Yago, quien lleva
la acción la acción dramática; en cierta medida, es el personaje principal. Es
el motor de la intriga. Sin Yago, nada ocurre.
Castel, en cambio, es el motor de su
historia.
Otelo ignora aspectos fundamentales de su propio
drama, es manipulado por Yago, que se las ingenia para inocular en él, el
germen de los celos, avivarlos, y finalmente, aportar una prueba al desatino:
el pañuelo de Desdémona.
“Dejaré
el pañuelo donde vive Casio – arguye Yago –; él lo encontrará. Simples
menudencias son para el celoso pruebas más tajantes que las Santas Escrituras.”
Simples menudencias puestas, eso sí, en medio
de una trama bien urdida. Simples menudencias, que otro se encarga de poner.
Simples menudencias, en definitiva, que sólo pueden florecer cuando se ha
preparado el ánimo del amante para que éstas tengan sentido.
Castel, en cambio, no necesita de un tercero.
Él conoce todos, o casi todos, los aspectos de su historia; sabe lo que
necesita saber. Nadie siembra pruebas en su mente atribulada. No lo envuelve
intriga alguna. No es necesario. Él siembra en su mente sus propias “menudencias”, las somete a un
riguroso análisis y las confirma con lógica impecable. El pintor es presa de lo
que el psiquiatra francés, Gaetan Gatian de Clérambault, denominó “automatismo
mental”. Su pensamiento deviene entonces en delirio. Es irreductible. Nada de
lo que haga o diga María Iribarne la salvará de la culpa; antes bien, será una
prueba más para su condenación. Y es que Castel no necesita de la realidad, lo
externo no hace más que confirmar sus convicciones; nunca, refutar.
Si al moro, héroe de Venecia, le hubiera sido
dado conocer los aspectos de su drama que sólo conoció una vez consumada la
tragedia, cuando la suerte estaba echada, es probable que Shakespeare tuviera
que haber escrito otro final. En cambio, Castel, habría sido implacable;
conocer lo que ignoraba de María Iribarne, no habría hecho otra cosa que
generar nuevas dudas, o más bien, nuevas certezas. Desde el momento en que Juan
Pablo Castel la vio, contemplando la pequeña ventana que había en su cuadro, la
infortunada mujer cayó en una telaraña enfermiza de la que no podría escapar.
El moro llega a ser asesino incendiado por
sus pasiones, por las intrigas de un Yago, que torció y retorció la realidad, hasta que estuvo tan deformada que
el desenlace fue inevitable; a Castel, en cambio, no lo confundieron las brumas
de la intriga ni de las pasiones desatadas; Castel fue un pensador frío e
implacable, en una realidad paralela, sin punto de contacto con la realidad de
los demás. "En todo caso – confiesa – había un solo túnel, oscuro y
solitario: el mío".
Puerto Montt, 15 de
agosto de 2012