miércoles, 15 de agosto de 2012

EL PAÑUELO DE DESDÉMONA.



                        Supongo que todos recordarán a Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne…  Aunque decir todos, es quizá demasiado optimista. Quienes hayan leído a Sábato,  seguramente lo recordaran. Pero es más fácil que el común de la gente recuerde a Otelo, el desdichado Moro que asesinó a Desdémona. Aunque no recuerden quién era Desdémona… Es más, aunque no hayan leído a Shakespeare. Y es que Otelo ha alcanzado un lugar casi arquetípico en la memoria colectiva. Para la mayoría, es la imagen icónica de los celos; para mí, lo es de la desgracia.
                        Castel, en cambio, es el celoso en estado puro: el celoso paranoico. Para él, la realidad es intrascendente; los celos se estructuran en una maquinaria lógica impecable; son apodícticos. Nacen de sí mismos. Nada los engendra… como no sea la impecable lógica paranoica, que ve indicios hasta en los más pueriles detalles. No necesita de un instigador, pues es su propio instigador. Yago y Otelo, se confunden en uno. Yago y Otelo son Juan Pablo Castel.
                        Una lectura cuidadosa de Otelo bastará para comprender que de no mediar las intrigas de Yago, el drama no podría haberse desencadenado. Queda a la imaginación del lector plantearse otros posibles desarrollos, pero en lo concreto, los Celos de Otelo necesitaron de Yago. Es más bien Yago, quien lleva la acción la acción dramática; en cierta medida, es el personaje principal. Es el motor de la intriga. Sin Yago, nada ocurre.
                        Castel, en cambio, es el motor de su historia.
                        Otelo ignora aspectos fundamentales de su propio drama, es manipulado por Yago, que se las ingenia para inocular en él, el germen de los celos, avivarlos, y finalmente, aportar una prueba al desatino: el pañuelo de Desdémona.
                         “Dejaré el pañuelo donde vive Casio – arguye Yago –; él lo encontrará. Simples menudencias son para el celoso pruebas más tajantes que las Santas Escrituras.”
                        Simples menudencias puestas, eso sí, en medio de una trama bien urdida. Simples menudencias, que otro se encarga de poner. Simples menudencias, en definitiva, que sólo pueden florecer cuando se ha preparado el ánimo del amante para que éstas tengan sentido.
                        Castel, en cambio, no necesita de un tercero. Él conoce todos, o casi todos, los aspectos de su historia; sabe lo que necesita saber. Nadie siembra pruebas en su mente atribulada. No lo envuelve intriga alguna. No es necesario. Él siembra en su mente  sus propias “menudencias”, las somete a un riguroso análisis y las confirma con lógica impecable. El pintor es presa de lo que el psiquiatra francés, Gaetan Gatian de Clérambault, denominó “automatismo mental”. Su pensamiento deviene entonces en delirio. Es irreductible. Nada de lo que haga o diga María Iribarne la salvará de la culpa; antes bien, será una prueba más para su condenación. Y es que Castel no necesita de la realidad, lo externo no hace más que confirmar sus convicciones; nunca, refutar.
                        Si al moro, héroe de Venecia, le hubiera sido dado conocer los aspectos de su drama que sólo conoció una vez consumada la tragedia, cuando la suerte estaba echada, es probable que Shakespeare tuviera que haber escrito otro final. En cambio, Castel, habría sido implacable; conocer lo que ignoraba de María Iribarne, no habría hecho otra cosa que generar nuevas dudas, o más bien, nuevas certezas. Desde el momento en que Juan Pablo Castel la vio, contemplando la pequeña ventana que había en su cuadro, la infortunada mujer cayó en una telaraña enfermiza de la que no podría escapar.
                        El moro llega a ser asesino incendiado por sus pasiones, por las intrigas de un Yago, que torció y retorció la  realidad, hasta que estuvo tan deformada que el desenlace fue inevitable; a Castel, en cambio, no lo confundieron las brumas de la intriga ni de las pasiones desatadas; Castel fue un pensador frío e implacable, en una realidad paralela, sin punto de contacto con la realidad de los demás. "En todo caso – confiesa – había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".





                                                                                                Puerto Montt, 15 de agosto de 2012
                       


viernes, 3 de agosto de 2012

LA ASEPSIA DE LAS LETRAS


Es llamativo el prurito inquisidor con que demasiados académicos, muchos críticos y no pocos escritores, manifiestan su repulsa  ante la literatura de tinte político. En su afán de deslindar lo artístico de lo contingente, tildan, incluso, de panfletarios las creaciones de los llamados escritores comprometidos, cuando no meramente  realistas.
Para ellos, pareciera no haber mérito artístico en una obra de connotación social o de crítica sistémica. Por desgracia, hasta hoy pareciera no haber un Moisés que nos obsequie las necesarias Tablas de la Ley para realizar la tan anhelada purga.
Por lo mismo, fracasan los academicistas a la hora de plantear cánones apriorísticos para evaluar una obra literaria; la alharaca de los críticos  cae en el vacío, y los escritores siguen rebelándose frente a los límites extrínsecos a su talento y creatividad.
El llamado “arte por el arte”, tropieza, a mi modo de ver, con al menos un par de obstáculos. El primero dice relación con el Quién. Quién decide, quién determina, quién juzga.
Tanto las posturas puristas como las eclécticas, pecan de soberbia, toda vez que se yerguen en jueces, en este caso, del arte literario. Acusan y sentencian, habiéndose erigido, ante sí y por sí, como los depositarios de la sabiduría estética.
El otro problema que enfrenta el purismo literario, es que la realidad es porfiada y contumaz, y deja asentada en la historia de la literatura, la huella de “demasiados” poetas “contaminados” por la realidad, la crítica social, los ideales políticos y las demandas de justicia:
“Carne de yugo ha nacido/más humillado que bello/con el cuello perseguido/por el yugo para el cuello” versificaba Miguel Hernández.
“Mostradme vuestra sangre y vuestro surco,/decidme: aquí fui castigado/porque la joya no brillo o la tierra/ no entrego a tiempo la piedra o el grano” escribía Neruda.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Ernesto Cardenal, Bertolt Brecht, John Steinbeck, Eduardo Galeano, son sólo algunos de los escritores que se me vienen a la mente. La lectura cuidadosa de sus obras encontrará en ellos, no sólo un profundo compromiso político y social, sino también un exquisito sentido estético.   
Ahora bien, los puristas del arte por el arte abominan de la contaminación política de las letras, cabe preguntarse: ¿por qué se ha de denostar tan sólo dicha “contaminación”? ¿Por qué no preocuparse también de la “contaminación” religiosa? La obra entera de los místicos desaparecería de un plumazo. Títulos como “Rosario de sonetos líricos” (Unamuno) sería tildado al menos de sospechoso. ¿Y si nos preocupamos de la “peligrosa” tendencia a mezclar la psicología con la literatura? Habría que cuestionar seriamente el valor literario de obras como “El Túnel”, “Abaddón El Exterminador” y “Sobre Héroes y Tumbas”, de Ernesto Sábato, “La Familia de Pascual Duarte”, de Camilo José Cela, o “El Extranjero” de Albert Camus, demasiado cercanas a la locura como para no remitirlas al terreno de los nosocomios. ¿Y la novela histórica? ¿Qué más contaminado que aquello?  Sin duda he llevado estas palabras al extremo de la caricatura; pero ¿acaso no es extremo pretender la asepsia literaria? Hasta Borges se “contaminaba” de su erudición. Ni siquiera el modernismo se salva: baste recordar el poema a Roosevelt que escribiera  Rubén Darío.
¿Por qué vetar entonces la expresión de los ideales políticos en la literatura? Sólo una visión interesada – e interesada políticamente – podría pretender separar de un modo tan brutal, la ética de la estética.
La literatura es vida, en todas y cada una de sus manifestaciones; en ella tienen cabida autores como Huidobro, Borges y Cortázar, así como también Guillén, Gorki y Goytisolo.   
“Nada humano me es ajeno” – decía Terencio. Y nada humano le es ajeno al arte, la poesía y las letras.

jueves, 2 de agosto de 2012

¡QUE SE JODAN!: LA CONTRA-CONSIGNA


¡Qué se jodan! Ha dicho hace poco una diputada española, en el momento en que se anunciaron nuevas medidas de “austeridad”, que dañan al ya malherido pueblo español. Y ¡que se jodan! ha respondido con amargura Manuel Meneses Jiménez, en un artículo difundido en INTERNET, pensando en el ciudadano común, ese que se arrellana en su sofá a mirar semi-idiotizado la TV, y que carece del más mínimo repertorio de respuestas frente a una realidad que lo aplasta y somete. ¡Qué se jodan! porque debiera levantarse, y no lo hace, porque debiera rebelarse y se resigna, porque debiera defenderse y tan sólo se queja.
 Sin embargo, pienso que, aunque la crítica es correcta, que asumir el "¡que se jodan! como contra-consigna, no es un aserto feliz, en tanto desconoce aspectos del aparato de dominación post moderno que conllevan a la desmotivación, aplanamiento y sojuzgamiento de los esclavos contemporáneos, de los cuales, querámoslo o no, somos parte; ya Marcuse, en los años 80, en "El Hombre Unidimensional", describía parte de dicha forma de dominación; Noam Chomsky ha sacado a la luz, brillantemente, otros aspectos del control que ejercen los grandes poderes sobre las personas. El Schok, descrito por Naomi Klein, es también otro de los recursos del sistema.
Por otra parte, solemos caer en la falacia de que el acceso masivo a la información debiera "remover consciencias", si es que el peso de la realidad no las ha sacudido lo suficiente todavía; sin embargo, Lyotard, a mi juicio bastante afín al sistema, entrega otra pista en dicho sentido, cuando refiere que el conocimiento actual es denotativo y no apelativo; por lo mismo, desprovisto de valor de uso y sólo investido de valor de cambio; dicho conocimiento, por tanto, es remplazable por cualquier otro, sin que deje de ser verdadero; basta con que el que lo desplaza más actual y – por supuesto – redituable. Presentismo absoluto. Y dicho presentismo, abrumador, sobre cargado, no permite formarse una perspectiva  histórica. Ahora bien ¿qué conocimiento es el que se ofrece al consumo? Obviamente, el que pautean los "decididores", vale decir, los dueños de los canales de TV, los poseedores de satélites, quienes acaparan los diarios  y los medios de difusión, los que contratan "expertos", los que enarbolan las banderas de la crisis, manteniéndonos preocupados de los guarismos de la bolsa, pero cuidándose de soslayar la pregunta de porqué los problemas de los bancos los debe resolver el Estado, porqué la población debe asumir los costos de los malos negocios del capital privado. No es de extrañar, por tanto, la entronización de la farándula y el deporte en los noticiarios de TV, la proliferación de los "reality", de las telenovelas y las películas de “acción”, sin considerar los vacíos programas "juveniles" y los engendros en los cuales la farándula habla de sí misma. La "industria de la entretención" ha  dominado el planeta; ya no es extraño ver actores mediocres que terminan siendo presidentes, gobernadores, alcaldes o diputados... La imagen, entonces, deviene en éxito. Todos los días se respira  información vacía de sustancia y valor.
El ciudadano llanto entonces subsiste (sub-existe) atrapado por la monstruosa araña del capital global.
Darle valor apelativo a la información se constituye, de este modo, en imperativo para quienes han logrado mantenerse pensantes; pero no basta con la indignación. Es imprescindible la acción.

miércoles, 1 de agosto de 2012

EN TORNO AL MICROCUENTO

Una de las características más llamativas del microcuento, es que los ensayos, las críticas y artículos que se escriben acerca de éstos, son inevitablemente más largos que la obra en cuestión. Existen microcuentos, como El Dinosaurio, de A. Monterroso, que sólo tienen una línea (Nano-cuento, cuento híper-hiperbreve o Fugacidad Literaria); Gastón Céspedes, también nos ofrece ejemplos en dicho sentido. Uno de los recursos de que se vale el microcuento para poder alcanzar dicha efectividad, es apelar a lo metaliterario, a otro relato, ya conocido, que nos sitúa de inmediato en un contexto, sin necesidad de entrar a describir espacio, tiempo y costumbres... Dentro de los relatos de referencia, pueden contarse diversos pasajes de la Biblia, como en "La dicha de vivir", de Leopoldo Lugones.
Pero, obviamente, no es el único recurso. Otro expediente es exponer la acción en un contexto diferente que la resignifique, como ocurre en las fábulas (ver la Oveja Negra, también de Monterroso). O iniciar el relato con una transgresión lógica, y luego continuar narrando a partir de ésta, como si nada hubiera ocurrido.
El cuento, decía Cortázar, debe ganar por Knock Out, no por puntos. Esta observación es particularmente valedera para el microcuento. Es verbo puro, acción, en donde - parafraseando a Huidobro - el adjetivo casi siempre "mata".