martes, 27 de noviembre de 2012

sábado, 10 de noviembre de 2012

EL FRAUDE ELECTORAL

Hace unos días, a propósito de un enlace semi-serio, que hacía alusiión a un eventual fraude electoral en la comuna de Ñunoa, me amigo, Carlos Tenorio Fuentes, manifestó su desacuerdo, y hasta diría, malestar, por haber pre-juzgado al Tribunal Electoral; además, expresó su confianza en quienes se desempeñan en dicha institución, derivada del conocimiento personal y profesional de sus miembros.
Me pareció pertinente, entonces, mantenerme el silencio, toda vez que comprendí que - sin intención - me había anticipado en cuestionar la labor del Tribunal, no tenía los antecedentes suficientes y, de algún modo, menoscababa a sus miembros.
Sin embargo, los resultados extra-oficiales, del nuevo recuentos de votos, volvieron a poner mi ánimo sombrío. La derecha política, lograba imponerse por secretaría. Pero, una vez más, tuve que plantearme, por qué, en definitiva, para mi, sólo podía confiar en el Tribunal, si éste retificaba el triunfo de la abanderada socialista.
Recordé, inevitablemente, el proceso eleccionario que, en plena dictadura y sin registros electorales, dio su aprobación a la constitución del 80. En dicha oportunidad, me correspondió votar por primera vez; lo hice en una mesa que había sido elegida por la Democracia Cristiana, partido en el cual no militaba ni milito actualmente, pero que se había organizado, como toda la oposición, para votar en contra de la constitución, en mesas elegidas previamente; de ese modo, se podía tener un control del proceso electoral, si bien no formal, al menos eficiente, ya que se conocía de antemano cuántos votos "No" debía haber en cada una de esas mesas.
Recuerdo que los militares hicieron desalojar el recinto de votación por una hora, antes de iniciar el conteo de votos, y que cuando éste se llevó a cabo, el resultado de la mesa en que yo voté fue de una abrumadora mayoría a favor del "Sí"; demás está decir que los votos que rechazaban la constitución estuvieron irrisoriamente por debajo de lo que debió ser, considerando sabiámos cuántos habíamos concurrido a votar firmemente convencidos de nuestro rechazo a la constitución, y consertados para ello. Después, supimos que en todas y cada una de las mesas en las cuales, miembros de la opocisión a Pinochet, se consertaron para votar por la opción "no", había ocurrido exactamente lo mismo.
Debo manifestar que desde un principio sabíamos que las cosas ocurrirían de ese modo. Como ahora.
Y quizá por eso muchos nos apresuramos en denunciar un fraude electoral.
La única alternativa, entonces, para confiar en la limpieza de los comicios, era que resultara vencedora la candidata socialista. Una verdadera encerrona perversa para el Tribunal Electoral, ya que si la derecha resulta ganadora, como ha trascendido hasta el momento, la sombra del fraude se instalará indeleblemente en los opositores al gobierno de Piñera.
Y es que la derecha es ladina y traicionera; lo que no logra urnas, lo consigue mediante triquiñuelas, mentiras, confabulaciones y violencia. Y por eso no es confiable. Pero si las instutuciones de este páis lo fueran, difícilmente se habría podido hablar de fraude. Y no se trata de un cuestionamiento a personas - por desgracia, ya que esto podría ser resuelto más fácilmente - sino de lo más profundo de nuestro sistema político-institucional. Es posible que la mayoría de la población desconozca las competencias profesionales y características humanas de los miembros del Tribunal Electoral, y menos aun, de quienes trabajan el el Servicio Electoral. Pero no radica en ellos el problema, sino en las instituciones.
Y el fundamento de esta absoluta desconfianza hay que buscarlo, no sólo en el acontecer histórico del país, sino también cotidiano. El hombre medio, el trabajador, incluido el de cuello y corbata, ese que se levanta todas las mañanas para ganarse el sustento, sin otra esperanza que construir otro día igual, paladea desde temprano la marginación. Otros deciden su vida, otros determinan el futuro de sus hijos y sus días de vejez. Otros, incluso, deciden su opinión; la prensa obsecuente y absolutamente dependiente del poder económico, no hace otra cosa que repetir hasta el cansancio el discurso existista de la derecha, que se enfrenta violentamente a su realidad cotidiana.
El ciudadano común esta inerme frente a los poderes fácticos, y aquellos que debieran protegerlo, se encuentran supeditados, cuando no amalgamados, a los primeros. Exigir un derecho mínimo como la salud - aun cuando sea salud privada - se torna un asunto Kafkiano, en donde la indolencia de las instituciones, tiene su correlato en la judicialización de lo cotidiano, llegándose incluso a instancias constitucionales, cuando el afectado tiene la paciencia, los recusos y conocimientos necesarios para hacerlo.
Un país en el que jueces que tienen interses en el negocio hidro-eléctrico, no se inhabilitan cuando se ponen en juego los intereses de las empresas del rubro, en el que los senadores que participan, directa o indirectamente, el los grandes consorcios pesqueros, no se inhabilitan a la hora de votar la ley de pesca, en el que se condonan las multas e intereses a las grandes empresas del comercio, por conceptos de millones de dólares, y en cambio se castiga en forma severa y "ejemplificadora" al pequeño industrial, al comerciante minorista o al profesional independiente, frente a la menor falta, omisión o descuido, en el cumplimiento de sus obligaciones tributarias; un país en el cual la distibución de medicamentos está en manos de dos o tres empresas, que si se investiga un poco más, se encuentran directa o indirectamente vinculadas, y que manejan a su antojo los precios de los medicamentos, pagando multas irrisorias, en forma excepcional, cuando alguien decide que eso no es correcto; un país en que las empresas mineras, la mayoría transnacionales, no pagan el impuesto específico del combustible, que es defendido férreamente por las autoridades, cuando se trata de aplicarlo al ciudadano común; un país en que los políticos representan sólo los intereses de las grandes empresas, en que los más connotados "representantes" socialistas legislan a favor de las grandes empresas, avalán las privatizaciones, enajenan bienes e intereses nacionales a empresas extranjeras, y se niegan pertinazmente a permtir una demcracia directa; un país, en suma, en que no existe transparencia y en el cual el hormbre común es pospuesto e ignorado sistemáticamente, difícilmente creerá en sus instituciones. Ello, sin duda, debe haber sido determinante en la abtención de cerca de un 60% de los potenciales votantes en las últimas elecciones municipales; y no es que el ciudadano común, en forma "irresponsable" haya desaprovechado la oportunidad de expresarse en las urnas, ya que - probablemente - no haya tendido demasiado que expresar, pues, al fin de cuenta, los actores eran los mismos, reproduciendo - con matices - el esquema duopólico de las elecciones que se rigen por completo por el sistema binominal. Duopolio, que por cierto, que demasiadas veces tiene que ver con matices más que con visiones diferentes del país que se quiere, y - en forma más personal y cercana - de la vida que se quiere para uno mismo y para los suyos.
De tal forma que el fraude electoral ya no es un fantasma, en la medida en que nuestra democracia es un fraude. La desconfianza en el Tribunal Electoral, no es sino un epifenómeno de una crisis más básica y profunda: la crisis de un país como un todo, y porque no decirlo, la crisis de un modelo político-económico.
Y mientras las instituciones no respondan al deseo ciudadano, no garanticen la justicia, no den respuesta a los problemas del ser humano, no habrá confianza en ellas y sólo serán parte de un fraude de proporciones gigantescas.

lunes, 8 de octubre de 2012

LA PERSONALIDAD DE MIS ZAPATOS

                        Mis zapatos tienen personalidad propia; ningún observador puede notarlo: se ven exactamente iguales, y salvo alguna diferencia en el desgaste de la suela, nada permite adivinar que sean tan distintos. Pero lo son; el derecho, se empecina en el baile y las andadas, mientras el izquierdo, prefiere pasar largas tardes contemplando los parques.
                        Cuando no los tengo puestos, aquello no me afecta mucho; ya me he acostumbrado a dormir la siesta escuchando el zapateo del derecho al son de las cumbias, mientras el izquierdo hace resonar su taco contra el piso, a destiempo y destempladamente, manifestando de este modo su reprobación.
                        El problema verdadero aparece cuando los calzo: entonces, el derecho corre arrebatadamente hacia la puerta, mientras que el izquierdo, tomado por sorpresa, permanece en su sitio. Varias veces he sufrido elongaciones dolorosas, pero nunca me he caído.
                        Hasta hoy.
                        En la calle había un organillero. Al escuchar la música, mi zapato izquierdo me llevó a asomarme a la ventana, para solazarme con el espectáculo; pero mi zapato derecho corrió hacia la puerta, para ir a unirse al corrillo que avivaba el espectáculo con sus palmas. Molesto, mi zapato izquierdo tiró firmemente hacia el balcón. Mi zapato derecho se dejó arrastrar, pero sólo unos centímetros; cuando sintió que su compañero se elevaba ligeramente, como para ensayar un nuevo paso, el derecho se apoyó en la pared más cercana. El izquierdo vaciló desconcertado, lo que el derecho aprovechó para ganar altura. Una vez en el techo, enlazó su cordón a la lámpara y miró irónicamente a su compañero, inevitablemente suspendido en el aire.
                        Yo no podía hacer otra cosa que contemplar el mundo, desde mi incómoda postura de antípodas. Poco a poco, me fui  sintiendo mareado. Lo último que recuerdo fue que mi tobillo se deslizaba lentamente hacia abajo.
                        Cuando desperté, un médico se despedía de mi novia.
                        Quise explicarle lo ocurrido; pero ella me miró con tanta dulzura, que supe que mi credibilidad se había ido para siempre. Ni siquiera logré que alzara la vista para que viera como mi zapato derecho se reía, amarrado firmemente a la lámpara.


©René de la Barra Saralegui

viernes, 5 de octubre de 2012

EN TORNO AL POST MODERNISMO





                        Para muchos, el post modernismo es consecuencia del fracaso de la modernidad. Las grandes promesas de progreso ilimitado, desarrollo, libertad y paz, se diluyeron en un modo de vida que no dio respuesta a las necesidades de las personas. En los países subdesarrollados y en las clases más desposeídas, no hubo siquiera un progreso material como el que la revolución industrial y el Capitalismo prometían; las alternativas socialistas, se mostraron ineficaces y se sostuvieron, no por la razón, sino por la coerción. Los ideales de la Revolución Francesa, que inevitablemente, eran demanda y a la vez, proyecto e ilusión, se quedaron en la oratoria de los poderosos, cuando no en la más rampante demagogia. La idea de Libertad, en mayúscula, devino en libertad del capital, la Igualdad, se trocó en competencia, y la Fraternidad, en un mundo cada vez más violento e insensible. La Democracia jamás pasó de ser un ejercicio de escrutinios y estadística. El Progreso se tornó amenazante. El Discurso de la Modernidad estaba vacío.
                        Las Grandes Narrativas, propias de la modernidad, cayeron en el descrédito, junto con las Instituciones que las encarnaban. El desencanto por la política, el abandono de las banderas de lucha, la indiferencia por los “Grandes Asuntos”, comenzaron a extenderse en ciertos sectores, cada vez más amplios de la humanidad.
-          No estoy ni ahí…[1] - comenzaron a decir nuestros jóvenes.
                        Pero el post modernismo no había comenzado en nuestras barriadas; de otro modo y en otras latitudes, apareció ya en pleno siglo veinte. Las sociedades y las capas de la población que veían satisfechas sus necesidades básicas, comenzaron a cambiar sus valores y cánones estéticos, hacia necesidades post materialistas; vale decir, ya no los preocupaba el Progreso, la estabilidad económica, las pensiones que recibirían, sino los espacios personales, la belleza del paisaje, el goce, el ocio y la independencia. La solidaridad daba paso a una actitud puramente hedonista e individualista. Se dejó de lado la lucha por El Bienestar, a cambio del particular bienestar de cada quien; se abandonó la búsqueda de la Verdad, para dar paso a la vivencia de la propia verdad individual. Se dejó de lado a la Razón, para dar cabida a los sentimientos personales.
                        Ni los sentimientos, ni la particularidad de cada quien, ni el gozo, ni la belleza ni la independencia, tendrían porqué importar un valor negativo. Cada una de las opciones pos-materialistas apunta a esferas de la personalidad propias del ser humano; sólo pueden ser miradas con desconfianza cuando están enajenadas y constituyen un valor en sí mismas y no están integradas con las otras áreas del quehacer humano. Así, el impulso hedonista, dejado a su albedrío, puede ser incluso suicida: las adicciones son quizá uno de los ejemplos más claros en este sentido, y uno de los negocios más rentables en tiempos post modernos.
                        Vemos, entonces, dos vertientes en el origen del postmodernismo: el desencanto y la saciedad. Más adelante, tendremos la oportunidad de ver que esto no es tan sencillo. Por ahora, contentémonos con saber que el post modernismo o post modernidad aparece en forma diacrónica; se instala primero en los países más ricos y desarrollados, y en las clases más pudientes de la sociedad. Como forma de ver la vida, se arraiga primero y con más fuerza, entre los jóvenes y en las personas con un mayor nivel de educación. 
                        A partir de estos grupos, permea, en mayor o menor medida, al resto de la sociedad.
                        ¿Qué es – en suma – el post modernismo?
                        Para algunos autores, como Luis Britto García[2], el verdadero post modernismo sería en realidad un fenómeno contracultural, encarnado en los diversos movimientos sociales que desenmascaraban y se oponían, de uno u otra manera, al modo de vida Moderno. Su auge se habría dado entre los años 60 y 80, y entre sus exponentes más conocidos se contarían los movimientos de liberación femenina, anti-apartheid, pro derechos civiles, pacifistas, ecologistas, hippies, new wave, movimientos de liberación, e incluso la guerrilla…  Sin embargo, las diversas manifestaciones contraculturales, habrían sido absorbidas nuevamente por la cultura dominante, apropiándose de sus símbolos, convirtiéndolos en valor de cambio,  masificándolos y, de ese modo, haciéndoles perder su identidad, al ya no representar nada o casi nada. Para entenderlo más claramente, ¿tiene alguna connotación revolucionaria usar una boina negra con una estrella roja? O, para graficarlo mejor, ¿adquiere un compromiso revolucionario cada persona que compra una camiseta o un poster con la imagen del Che Guevara? Más aun: ¿cuántos estarían dispuestos a internarse en la selva para luchar por los oprimidos? Y, por otra parte, ¿cuántos oprimidos dan algún valor moral a usar una camiseta con la estampa del Che? Canciones de protesta, como Imagine de John Lennon, mueren apenas entran al estudio del sello discográfico; los símbolos hippies son degradados a estampas en tazones para el café, y comparten anaqueles con Barth Simpsom, Darth Vader y “I Love New York”.  Pierden, por lo tanto, sentido de identidad; su uso no implica pertenencia y carecen de eficacia.  Esto, no implica, por cierto, un juicio de valor respecto de ninguna de las corrientes contraculturales; sólo muestra cómo la cultura dominante, absorbe y neutraliza dichas manifestaciones; no soluciona, por cierto, las condiciones de marginación, ofuscación, desencanto, opresión, etc., que han originado dichas corrientes… Pero las debilita y les resta el potencial amenazante que encerraban. Las contraculturas, entonces, quedan en suspenso.
                        Consecuentemente, para autores como Britto, la postmodernidad no es sino una etapa tardía de la Modernidad – correspondería a la Modernidad Contemporánea, en tanto encarna la cúspide del desarrollo Capitalista y no su transformación en un sistema diferente, que pueda considerarse posterior (post).
                        Otros autores, entre ellos, Lyotard[3], centran sus razonamientos en el discurso, el relato. Para ellos, el post-modernismo es una era eminentemente cibernética, en que el conocimiento denotativo (información neutra), constituye el principal motor del desarrollo. En tanto neutro, carece de ideología y puede ser consumido por cualquiera, independientemente de las creencias que tenga dicho destinatario… si puede comprarlo. Esto porque el conocimiento tiene un valor de cambio, pasa a ser una mercancía, dispuesta a llenar las expectativas de quien lo compra. El conocimiento ya no tiene un valor en sí mismo, sino que adquiere valor en el mercado; es decir, carece de valor de uso, sólo tiene valor de cambio…
                        Una consecuencia obvia de esto es que si el conocimiento se concibe como un valor de cambio, el mercado determinará la necesidad de generarlo. Este es uno de los más importantes sesgos a la generación de conocimientos en tiempos post modernos; pudiera ocurrir, de este modo, que un área de investigación sea abandonada sólo por no generar conocimientos que puedan ser vendidos a alguien; podría, así, darse la paradoja – que ya ha sido denunciada por dos premios Nobel, uno de medicina y otro de química – de que las empresas farmacológicas no financien la investigación de fármacos baratos o de aquellos que puedan curar, y no sólo controlar, enfermedades crónicas, porque no serían conocimientos redituables, al menos no en términos contables. Pero, si no queremos especular demasiado, bien vale detenerse en el difícil peregrinar de científicos en busca de financiamiento para investigaciones en determinadas enfermedades; de hecho, uno de los acápites que se debe tener en cuenta cuando se presenta una propuesta de investigación es de la Relevancia de la misma ¿Para quién? Pues, para quien va a financiarla. De este modo, la investigación de una cura para el SIDA, podría llegar a ser menos atractiva que la de cremas cosmética, rejuvenecedoras o de lociones capilares, toda vez que los millones de africanos que requieren una cura para el SIDA, tienen menos capacidad de demanda que quienes requieren de productos suntuarios, o en el mejor de los casos, menos urgentes.
                        Otro sesgo fundamental, es que se valida el conocimiento en tanto puede ser traducido a código binario, vale decir, el conocimiento adquiere valor si puede ser informatizado, transmitido globalmente y vendido en donde exista un modo de pagarlo. Como no todo conocimiento puede ser mensurado ni traducido a números, la esfera del saber se reduce a lo utilitario; vale decir, el conocimiento pasa a ser un artículo comparable a una zapatilla o un botón. Pero, como aun en esas condiciones, el conocimiento puede adquirir valor de uso, como puede ser portador de sentido, como pudiera resultar de algún modo, apelativo, el conocimiento no circula libremente, como cabría de esperar en la asepsia de la neutralidad del conocimiento denotativo; antes bien, el conocimiento que se emite es el que determinan los “decididores”, aceptando el neologismo de Lyotard[4]. ¿Y quiénes son los “decididores”? Pues, ante todo, quienes financian la producción del conocimiento, su distribución y la venta del mismo. Dos son, entonces, las posibilidades existentes: el estado y las corporaciones. Pero en el modo de pensar postmodernista, el estado debería estar reducido – en teoría – a su mínima expresión, mientras que – en la práctica – el estado está subyugado por las corporaciones y las entidades que “asépticamente”, las representan; léase, FMI, Banco Mundial, OMC, etc.
                        Si el conocimiento deja de ser útil – no si deja de ser verdadero, sino que si deja de tener valor de cambio – debe ser remplazado; pero no por un conocimiento aún más esclarecedor, sino por otro más redituable. El conocimiento, entonces, no es sólido, no motiva compromiso ni trasunta un cambio; antes bien, la información es líquida[5]: se acomoda al envase, se comporta acorde lo determina el mercado. Así, la prensa, los medios de comunicación, se transforman en difusores de verdades ligth, bajas en calorías, que puedan ser consumidas por uno u otro receptor, con absoluta independencia de quién sea.  Verdaderos refrigerios que a nadie indigestan, pero que a su vez, a nadie alimentan. Son tiempos de clisés, slogans, modas e imágenes, discursos superficiales e intercambiables, verdades  desechables y ausencia de compromiso.
                        En este concierto, no hay espacio para la historia, la creatividad artística, los valores o las ideologías. No en vano Francis Fukuyama[6] pregona el fin de la historia.
                        Y ya que mencionamos a este conocido “ideólogo”, abordemos otro de los aspectos del pensamiento post modernista: el presente siempre presente.
                        El habitante post modernista (evito a propósito el término ciudadano), vive en un presente hedonista perpetuo. No existe la preocupación por el futuro; el carpe diem, se eleva a categoría suprema. La vida se vive hoy. Todo es desechable, nada perdura. La moda impone las categorías estéticas; nunca el artista había estado tan sujeto al imperativo del mercado; pero de un mercado controlado. Las uniones de pareja son inestables y provisorias, las amistades, fugaces, los trabajos, intercambiables; se viven vidas líquidas, que se escurren y amoldan, cuyo único fin es fluir. Un presente perpetuo.
                        Por otra parte, la información atiborra al individuo de tal modo, que ya no es capaz de organizarla y darle un sentido; apenas se absorbe un cuanto de información, aparece una nueva que la des actualiza, aunque no necesariamente la refute, la supere o la invalide. La des actualiza en el sentido de que no es lo actual; nada más. La prensa bombardea a la persona con datos, la mayoría de las veces prescindibles, o al menos, periféricos; datos, que antes de una hora, ya no son lo actual. Y no es que una matanza en Siria deje de tener importancia porque pasan sesenta minutos, sino que aparece otra matanza en otras latitudes, que la remplaza e  inevitablemente, la suprime. Pero hay tener en cuenta, además, que la repetición, la pérdida de novedad, la incorporación a la cotidianidad, de actos atroces y criminales, de alguna manera inmuniza, insensibiliza, y consigue que la noticia pierda toda connotación valórica; es decir, deviene en información denotativa. Una vez despojada de su sentido apelativo, la información es simple dato, y es, a su vez,  intercambiable por cualquier otra información; así, lo mismo puede ser un terremoto en Turquía, que un desplome accionario, un asesinato en una barriada que la disputa de una liga de fútbol en otro continente, la obtención de un premio novel, que el último escándalo de una modelo de la farándula. Son noticias intercambiables, transables, en tanto se tasa el conocimiento y la información de acuerdo a su valor de cambio; dicho de otro modo, es el rating, y no el contenido intrínseco de cada noticia, lo que determina el valor de ésta. Pero ni siquiera el mercado de las comunicaciones, actúa libremente; son los llamados “decididores” quienes determinan qué datos llegaran a ser noticia, de qué manera serán presentados, por quiénes serán presentados, etc. Y para esto no se necesita ninguna conspiración, como gusta creer a muchos; basta con controlar los medios que las “producen” y las vías por las que se distribuye (satélites, imprentas, papeleras, empresas radiales, cadenas de televisión, administradores de cable, servidores de INTERNET, etc.).
                        Pero aun cuando hiciéramos abstracción de los “decididores”, aun si aceptáramos ingenuamente que la información fluye en forma libre, no podemos soslayar el hecho de que el conocimiento denotativo, no puede, en tanto tal, ser jerarquizado; de ese modo, el caudal de información abruma al receptor, sin que éste logre algún conocimiento valioso y profundo; menos aun, que se forme una opinión propia. Da lo mismo una noticia que la siguiente. Nada se sostiene. Una imagen es remplazada por otra. El eterno presente. El fin de la Historia…. en la medida en que no es posible para el individuo organizar la información en un relato coherente; ni qué decir de una Narrativa social.
                        Otra manera de entender el Fin de la Historia, tiene que ver con el autor del relato. Se dice que la historia la escriben los vencedores; que éstos suprimen del relato aquellos capítulos en los que aparecen sus debilidades y abominaciones, mientras instalan en la narrativa las del vencido, cuidándose, por cierto, de resaltar las propias virtudes y opacar las del otro.
                        Para el hombre de la periferia, el que ha sido vencido o ignorado, la historia pierde sentido, no es la propia, es la de otros. Además, aquella historia, la que escribieron los triunfadores de la edad moderna, contenía la promesa del Progreso, de una vida mejor, que no fue cumplida; los esfuerzos y sacrificios fueron en vano. Dicha historia, entonces, la de los vencedores, tampoco tiene un sentido. La Historia, entonces, ya no interesa. Se la sepulta. Y Fukuyama oficia de obituario.       
                        Pero hay otro matiz en el entendimiento de dicho concepto:
                        La entronización del sistema Capitalista Neoliberal como la culminación de la Historia, el fin y el final, el objetivo y la meta, la cúspide y el descanso. La tarea está hecha. No es necesario nada más. El presente perpetuo desde hoy y para siempre.


©René de la Barra Saralegui


[1] Frase de la juventud chilena, usada especialmente en la década de los 90, que significa algo así como “no me importa”, “no me entusiasma”, “no me motiva”… pero en un sentido muy cercano a “no me molestes”, “ni siquiera quiero hablarlo”  
[2] Britto García, Luis: “El Imperio Contracultural: Del Rock a la Postmodernidad”
[3] Lyotard, J. F. “La Condición Post- Moderna”
[4] Lyotard, J. F. “La Condición Post- Moderna”
[5] Adaptado de Zygmunt Bauman
[6] Francis Fukuyama  “¿El fin de la historia?”

miércoles, 26 de septiembre de 2012

GREGORIO, EL GRANDE



                        Gregorio nació grande. Era el más robusto de los bebés que esa mañana  desgarraron el aire con su primer llanto.
                        Y siguió siendo grande.
                        En su infancia, jugaba con sus amiguitos como si fuera un gigante bonachón; en su juventud, fue basquetbolista, y al llegar a la vejez, todavía era un tipo enorme, aunque ya se había comenzado a encorvar.
                        Esa leve declinación, pasó inadvertida durante algunos meses; pero luego, la corva se hizo tan notoria, que nadie se pudo desentender. Sus hijos, que lo visitaban de tanto en tanto en su casona de viudo, decidieron llevarlo al médico. El facultativo lo midió, lo peso, auscultó sus pulmones y le prescribió unas vitaminas; le aseguró a los hijos que no había nada malo en él, que sus huesos ya no eran los mismos, en fin, cosas de la edad.
                        Los hijos compraron las vitaminas, y Gregorio ya no siguió encorvándose. Pero, casi imperceptiblemente, su estatura comenzó a declinar; había días en los que encogía algunos centímetros, pero también había meses en los que parecía crecer. Y sin embargo, al cabo de un año, ya tenía el porte de un tipo normal. Para el invierno siguiente, sus nietos menores se encumbraron un palmo sobre él.                        
                        Dos años después, Gregorio no alcanzaba los cajones más altos de su armario y debía trepar a una silla cada vez que necesitaba cambiar una ampolleta. Miraba con nostalgia las fotos de sus tiempos basquetbolista, cuando tenía que agacharse en el rellano de la puerta para poder entrar.
                        Sus últimas semanas fueron tiempos de un achicamiento vertiginoso. Un día no alcanzó la mesa y debió resignarse a comer con los gatos, que sólo por respeto no le dieron cacería.
                        Un domingo cualquiera, uno de sus hijos recordó visitarlo; como no abrió la puerta, usó su propia llave; preocupado, lo buscó en todas las habitaciones, revisó el cuarto de baño y escudriñó en los roperos;  pasó frente a él muchas veces; pero había encogido tanto, que no lo pudo ver. Gregorio gritó con todas sus fuerzas, pero su voz era tan débil, que su hijo no lo oyó; quiso tirar de sus pantalones para llamar su atención, pero resultó una maniobra demasiado arriesgada, porque el zapato de su hijo no se estaba quieto y casi terminó aplastado por él.
                        Al día siguiente, las cosas parecieron volver a la normalidad. Alcanzaba las alacenas más altas sin mayor dificultad, pudo volver a comer en la mesa y los gatos habían vuelto a tener un tamaño razonable. Respiró hondo, lo más hondo que le permitieron sus gastados pulmones. Todo parecía más fresco y brillante… Pero el ruido de la calle era ensordecedor. Quiso ver de qué se trataba  y abrió la puerta principal; al principio no logró distinguir forma alguna; tuvo que alzar la vista para ver que la acera se había transformado en una selva de tacones enormes, suelas gigantescas y patas de palomas antediluvianas. Los escapes de los autos expectoraban nubes ensordecedoras, y sus ruedas hacían trepidaban el suelo.
                         Gregorio estaba petrificado, y apenas alcanzó a saltar hacía atrás, para esquivar los quelíceros de una araña, que lo atacó. Sin embargo, un crujir como de astillas y un dolor intenso en su costado, le impidió ver el rápido picoteo del gorrión que se llevó a su enemiga.
                        Intentó arrastrarse hasta el zaguán, pero éste se alejó como si lo succionara el horizonte. Ya no era capaz de distinguir formas; el mundo se convulsionaba como un cataclismo y los ruidos asemejaban una tempestad en el vientre de la tierra.
                        De pronto, un repentino huracán lo elevó por los aires, como si fuera una mota de polvo: el semáforo había guiñado una luz verde, y una motocicleta aceleraba en la avenida.


©René de la Barra Saralegui

sábado, 1 de septiembre de 2012

DEL MARASMO A LA INDIGNACIÓN


CUANDO NADA ERA POSIBLE, TODO ERA POSIBLE.



                               En los últimos períodos de la dictadura de Augusto Pinochet, se llegó a la conclusión que cualquier proyecto de sociedad futura, pasaba por la caída del tirano. Así de simple. Por lo tanto, dichos proyectos estaban supeditados al objetivo inmediato de derrocar al gobierno neoliberal y antidemocrático que éste encabezaba.
                               La manzana de la discordia, se transformó entonces, en el fruto de la concordia. Pinochet fue entronizado a un nivel que iba incluso más allá de sus propios sueños narcisistas. Ya no era sólo el obstáculo más evidente para cada uno de los proyectos de sociedad que se comentaban en sordina, sino que era el hecho político en sí; todo el quehacer de la política chilena giraba en torno a él; su caída, era el leitmotiv para la mayoría de la población; su permanencia, lo era, para la derecha.
                               De tal forma que la unidad contra la dictadura, se logra a partir de una suspensión. Se suspenden o dejan en suspenso, proyectos sociales que se debatían en las universidades, los partidos (al menos, en las bases, que no formaban parte de la aristocracia política chilena), los movimientos sociales, los hogares, y en general, con mayor o menos profundidad, en toda la sociedad chilena. En aquel entonces, no era lo mismo ser demócrata-cristiano que socialista; entre los socialistas, había un amplio abanico de miradas (con los respectivos caudillismos, por cierto); la Izquierda Cristiana tenía voz propia; el Partido Comunista tenía su propia perspectiva de la realidad, y existían una serie de otros movimientos menores, cuyo aporte no debía ser pasado por alto. Los proyectos de sociedad entonces, tenían, sin duda, diferencias, a menudo radicales; había puntos de encuentro y disenso, pero era lo esperable, y a nadie extrañaba.
                               Otra vertiente riquísima, en aquella época, quizá uno de los mayores objetos de debate, era la forma de lucha. Desde el postulado de la no violencia activa, hasta todas las formas de lucha, pasando por la desobediencia civil y el “copamiento de los centros de poder”, encontrábamos matices, que de alguna manera se vinculaban al proyecto de sociedad que se pretendía construir. Quizá aquí hubo un error transcendental. De alguna manera, cada proyecto se arrogo una única y definitiva forma de lucha. De este modo, usando la jerga de entonces, hubo sectores que quedaron con la impronta de “violentistas”; es cierto que para la dictadura, todo aquel que alzara la voz era considerado un violentista; quien lanzara panfletos, era un violentista; quien marchara por las calles, quien leyera un discurso e – incluso – quien usara un poncho artesanal, caía en la categoría de violentista. Sin embargo, no es en este sentido que la jerga de la dictadura hizo su verdadero daño; ninguna organización seria, ni una persona adecuadamente informada, podía tomarse en serio dicho argot, a menos que fuera parte del aparato represivo o de la indolente derecha de este país.
                               Sin embargo, cuando se margina a un sector de la sociedad, de los acuerdos para lograr la salida del dictador, en razón de que su forma de lucha no excluye la violencia – o más bien, la lucha armada, ya que la violencia puede ejercerse sin disparar un solo tiro; cuando se excluye a dichos sectores, se presupone que dicho grupo está dispuesto únicamente a la lucha armada. Y más aún, se vincula dicha opción de lucha al proyecto político o social de dicho grupo; se anquilosa la mirada, se congela el devenir y la etiqueta peyorativa se vuelve descriptiva. No me hago ilusiones retrospectivas; estoy claro que hay proyectos de sociedad que sólo se han logrado mantener por la coerción represiva. Pero esto no es privativo de un proyecto en específico; de hecho, Chile, que fue el primer país en adoptar las ideas de Friedman en su forma más pura, lo hizo bajo una tiranía; es ilusorio pensar que en una república pluripartidista, con sindicatos fuertes y una prensa relativamente libre, pudiera haberse instaurado una política económica que tiene a la desregulación del capital como uno de sus dogmas primigenios, sobre todo considerando la pérdida de puestos de trabajo, quiebra de empresas nacionales y abolición de las conquistas sociales que implicó.
                               Pero no nos apartemos de la argumentación inicial.
                               Veníamos diciendo que en el discurso, se fundió en un solo concepto al proyecto de izquierda con la violencia. Es necesario aclarar que cuando hablo de proyecto de izquierda, me refiero al proyecto político que entonces era de izquierda; hoy, probablemente, habría que revisar su calidad de izquierda. Se podrá argumentar que otros partidos políticos y movimientos sociales, compartían dicho proyecto de izquierda, y sin embargo, no defendían la lucha armada. Pues bien, justamente de eso se trata: no toda la izquierda compartía la tesis de la lucha armada. Pero nadie, al menos en las bases – insisto en ello – habría pensado que el método tuviera que ser privativo de un proyecto social; para decirlo de otro modo, nadie habría pensado que una salida pacífica tenía como corolario, un proyecto neoliberal. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió.
                               Apareció, entonces, en este punto, el primer paso a la exclusión. Un referente de la izquierda fue marginado, toda vez que estaba dispuesto a la lucha armada si hubiera sido necesario (dentro de esa izquierda, lo sabemos, había grupos que ya habían comenzado a  transitar por esa vía, y sin embargo, habría que preguntarse seriamente si en realidad tuvieron un efecto tan marginal como se pretende hacer ver, y no fueron quizá catalizadores de los acuerdos posteriores). No puedo, hoy por hoy, respaldar esa forma de lucha; sin embargo, la Resistencia Francesa durante la ocupación nazi, las luchas de independencia en américa, la guerra civil de Estados Unidos, forman parte de las epopeyas que dieron forma a nuestra civilización; pero creo que nadie, hoy en día, denostaría la abolición de la esclavitud argumentando que se consiguió en forma violenta. Ni qué decir de nuestras efemérides.
                               El fin, sin duda, no debe justificar los medios, y el medio no debe transformarse en el fin. Pero presuponer que un fin está irremisiblemente subyugado a un medio, es – al menos desde mi punto de vista – interesado. Una manera de demonizar las ideas. Pero ocurrió. De ese modo, quienes proponían una alternativa socialista, de justicia social, terminan siendo identificados con la violencia. Y en la otra vereda, aparecen los “moderados”. Moderados en todo. Incluso en la ilusión. Porque una vez instalada esta lógica del discurso, pero no sólo por esta lógica, una parte de la izquierda (de las cúpulas, sobre todo) comienzan a llamarse renovados; vale decir, inofensivos. Inofensivos, no sólo porque no adscriben a todas las formas de lucha, sino sobre todo, porque no constituyen un peligro para el modelo neoliberal. Pero no es ese el término que se instala en el discurso, sino más bien la idea de pragmatismo. Y rápidamente, se abre paso la dicotomía ideología versus pragmatismo, como si el pragmatismo no fuera otra forma de ideología.
                               En este punto podemos advertir, que las fuerzas que se oponían a Pinochet, ya no levantan banderas propias; en un comienzo, se posponen los proyectos en pro de una unidad pragmática en la lucha contra el dictador. Ningún proyecto es viable mientras éste permanezca en el poder. Pero, inmediatamente, se excluye también a un sector de la izquierda, identificada con la lucha armada, o con la posibilidad de llegar utilizarla. Podemos asumir que en el contexto histórico en  que se da todo esto, era necesario dar garantías de buena conducta; curioso, en todo caso, tener que dar garantías de pacifismo frente a quien ostenta todo el poder bélico del país. Hablar de arsenales en manos de determinados movimientos de lucha, es casi anecdótico frente al aparato armado del estado. Y sin embargo, pienso que Pinochet le temía a dichos grupos, o más bien, a la posibilidad de crecimiento de aquellos. Le temían también la derecha chilena y la aristocracia política chilena. Sin embargo, no es algo que pueda argumentar en este momento. Sólo quiero dejar constancia que para dejar el poder, el dictador necesitaba garantías, las fuerzas armadas necesitaban garantías, la derecha necesitaba garantías; no es creíble, hoy por hoy, pensar que habrían permitido una vuelta a la democracia, si no hubiesen tenido la seguridad de no ser juzgados por las violaciones a los derechos humanos, pero sobre todo, sino hubiesen estado seguros de que el modelo económico se mantendría, en esencia, igual. De tal manera, que al vincular la violencia con un proyecto de izquierda, como si ésta fuera una condición necesaria para dicho proyecto y como si dicho proyecto no pudiera existir sin ella, se dio al traste con toda posibilidad de desarrollo diferente del sistema neo-liberal. De ahí en más, la izquierda autodenominada democrática, se había renovado; pero tenían que rendir examen. Desde entonces, hubo dos gobiernos socialistas: el sistema político engendrado por la dictadura, prácticamente no se vio afectado; en lo económico, en muchos aspectos, no hicieron sino profundizar el neoliberalismo, con más o menos subsidios a los más desposeídos. Aprobaron el examen, y con distinción. Porque a esa altura, ya no había banderas que defender; ya no había proyectos socialistas; sólo se trataba de disminuir el “daño colateral”. En el discurso, se había instalado el exitismo, el continuismo, en suma, la nada. No hubo más proyectos, no se pensó más la realidad. La Historia parecía haber llegado a su fin.[1]
                               Llegamos entonces a la paradoja de que cuando dictadura torturaba a quienes pensaban diferente; degollaba para dominar por el terror; asesinaba a quien alzaba la voz; reprimía brutalmente el menor descontento[2]; entonces, en aquellos tiempos en que todo era imposible, pensábamos que todo era posible. En cambio hoy, en un momento de la vida del país en que uno ya no teme por su vida cada vez plantea una idea, en que la información está al alcance de los teclados de millones de computadoras, en que los cortafuegos de INTERNET aún son de mal gusto, en que las redes sociales extienden casi al infinito las posibilidades de organizarse, hoy, que todo es posible, ya nada es posible.
                               Ese es el marasmo en que hemos vivimos.
                               Ese marasmo es indignante por si solo. Como si no hubiese más motivos para estar indignado.                              

                                                                                                                             Puerto Montt, 17 de julio de 2012


[1] Nota: No soy tan ingenuo como para no pensar que hubo otros factores que pesaron en la política chilena post dictatorial; la caída de los llamados socialismos reales, por ejemplo, fue un espaldarazo enorme para los defensores del neoliberalismo; sin embargo, el fracaso de aquellos sistemas no implica para nada el éxito del capitalismo tardío – aun así, nadie pareció advertirlo. Hoy en día, el mundo va de crisis en crisis, en tiempos en que campea el neoliberalismo; no hay muro de Berlín ni cortina de hierro… ¡Hasta los chinos son neoliberales! Y sin embargo, se sigue siendo “pragmático”, no se alzan banderas, no se construyen sueños. A esto llamo marasmo político, marasmo económico y marasmo social.
Nadie pareció advertir, tampoco, que la instauración de economías neoliberales en los países de la  antigua órbita soviética, no obedeció a ningún tipo de generación espontánea, ni mucho menos, una evolución natural desde un sistema fracasado a uno exitoso, sino que tuvo directa relación con el accionar de think thank, los organismos financieros internacionales, la codicia de las oligarquías de cada país y de las grandes corporaciones de capital transnacional.
[2] En los últimos dos años, el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, responde al descontento ciudadano con un estilo pinochetista de represión; pero a pesar de lo salvaje, arbitraria, necia y desmedida que ha sido su forma de responder a las demandas ciudadanas,  no alcanza, ni parecen estar dadas las condiciones para que alcance, el nivel de atrocidad del terrorismo de estado de Pinochet. Sin embargo, la impronta genética es innegable. 


©René de la Barra Saralegui